Siempre que salgo de viaje tengo problemas con el estómago. Esta vez no fue la excepción. Desde que salimos de la ciudad, con cuatro horas de retraso, procuré comer lo menos posible para no tener que enfrentarme al terror de combinar una colitis con los apestosos baños de las gasolineras. A media noche, el chofer en turno detectó un ruido extraño en la camioneta, y una grúa tuvo que arrastrarnos de regreso a Guadalajara, donde pasamos esa noche. Salimos al mediodía siguiente, pero sólo once de los diecisiete que éramos, por falta de espacio. Entre la pesadez de los párpados y la monotonía de mis sueños, pude ver cómo el paisaje de la carretera iba cambiando a medida que nos internábamos en el país, de los pastizales secos y palmeras altas de Sinaloa, a los pinos frescos y los extensos valles del Estado de México. Llegamos media hora antes de que comenzara el partido. Por primera vez me había vestido con la playera de los pumas, y la emoción al ver el estadio repleto, los edificios enormes de la capital, las escenas en vivo de lo que hasta ese día había visto sólo por TV se aglomeraban en un desorden terrible. Jamás había sentido tanta pasión al ver un gol de Diego Alonso, ni tanto odio cuando se la pasaban a Cuauhtémoc... En verdad que mi papá me heredó más que la voz y los gestos al hablar: me heredó su fanatismo casi religioso por el equipo de la UNAM. Por causa de nuevas fallas mecánicas en los coches rentados, dormimos una vez más en la agencia arrendadora, perdiendo otra noche.
La basílica de Guadalupe me impregnó de una sensación que no sabría definir. El agua bendita que rocío el padre me quemó la piel, la misa que pronunciaba taladraba mis oídos, el dinero que gastaban mis parientes en cuadros y rosarios se me hacía una obscenidad, mientras yo gastaba mi dinero en revistas de "edición sexy" y paletas de hielo para el calor. Al mismo tiempo, me asombraba la devoción de las personas, andando de rodillas hasta la capilla, embarrándose de la mugre de las vitrinas donde imágenes de la virgen los observaban indiferentes, vigilando las veladoras, haciendo fila para bendecir sus adquisiciones, rezando a todo pulmón plegarias esperando que fueran escuchadas en el cielo... Me pregunté si yo tendrá la misma fe a la hora de defender mis creencias, y no sabía qué responderme.
Viajamos la noche entera. La regadera me ayudó a despejarme. Ya no me duele tanto el estómago. Y ahora, la travesía sólo sobrevive en una parte fragmentada de nuestras memorias, y en el cassette de ocho milímetros, en las dos fotografías en el zócalo, en los cuadros de la virgen, y en la sensación en mi cara del agua bendita. Mientras, no hago nada. Me limito a existir, nada más.
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