3/3/05

el relol del conejo blanco (segunda parte)

[basado en el cuento de Lewis Carroll]

Los árboles extendían sus ramas a lo largo del cielo nublado, extinguiendo los colores habituales del bosque. Una oruga que descansaba sobre una seta atrajo la atención de Alicia, sacándola del estupor en el que estaba sumida, se levantó y dejó caer su pie sobre el insecto. Luego volvió a sentarse entre las raíces del árbol, cubriéndose mejor la cabeza con el manto azul, y echando piedras al río, recordando un apacible día de verano, cuando el pedía a Mr. Dodgson una historia. Pero los recuerdos se le confundían en la mente, saltando de un lado a otro, y recordó a su hermana mayor leyéndole un libro aburrido, mientras ella se entretenía con las guirnaldas, cuando apareció el conejo blanco. Alicia tomó el reloj y lo examinó. Nada extraordinario había en él como para considerarlo un objeto maravilloso. Ya ni siquiera caminaba. Su única funcionalidad era usarlo como llave para volver al mundo de donde había sido expulsada.

El estudio del Conde estaba invadido por el humo de la pipa. Si hubiese permanecido una hora más allí, tal vez habría muerto asfixiado. Nicole apareció tosiendo, y anunció la llegada de Mr. Dodgson.

-¿A qué ha venido ese vago?

Alzó tanto la voz, que Dodgson pudo escuchar sus reproches sin sentido mientras esperaba en la estancia, pero no le dio importancia. Sus manos temblaban, sudorosas, con la mirada clavada en las escaleras, deseando ver bajar unas piernas ágiles y unos cabellos dorados... El Conde lo saludó con frialdad, mas su astucia mental no alcanzó a elaborar una salida ante la intromisión de Mr. Dodgson. Tuvo que decir la verdad.

-Alicia desapareció.
-¿Alicia...? ¿Alicia qué?
-¡Desapareció! ¡Alicia despareció! ¡Se esfumó!

Perdió el control. Una avalancha de reclamos, tal vez justos, atropellaron los oídos sordos de Mr. Dodgson, encogido en un diván. sus estúpidas historias habían enloquecido a su hija. Después de los paseos por el río, se dedicaba a charlar con su gato y con las flores del jardín, poniendo las respuestas en sus bocas y contestándose sola. Jugaba con los naipes y con las fichas de ajedrez sin método alguno, y hablaba de meriendas con liebres y de cerdos bebés... Una tarde, regresó de su paseo con su hermana excitada por haberse topado al conejo blanco, y les contó a todos lo que había pasado al caer por la madriguera. El Conde, al principio, lo encontró divertido, pero cuando la niña vino asegurando que había visitado el País del Espejo, creyó que se había sobrepasado, y le prohibió contar más historias ridículas.

Pasaron unos días en que la niña andaba triste y pensativa por la casa, incluso con algunos aires de temor. Nadie ingadó demasiado, y se conformaron con el olvido de los cuentos de Dodgson. Sin embargo, al Conde le preocupó el hecho de que cada día estuviera más callada y más pálida. No salía para nada de la casa, a veces la encontraba escondida en los armarios o en la cocina, como si la complaciera la soledad. Lo más alarmante, fue cuando los gatitos de Alicia amanecieron degollados, colgados con una cuerda del espejo del tocador en la recámara de la niña, y ella en una esquina, cubierta con un velo azul marino, llorando y con una navaja de afeitar llena de sangre a sus pies.

-¿Qué has hecho, Alicia...?
-No fui yo.
-¿Entonces quién lo hizo?
-Fue el conejo blanco.

Esa había sido la mentira más recurrente de aquellos días, y el Conde no tuvo más remedio que llamar al doctor Prouse y prohibir las visitas de Mr. Dodgson a sus demás hijas. Después fracasó en sus negocios, lo
abandonó su familia y lo sedujo la soledad. Pero eso era lo de menos. Dodgson, el culpable de su mayor desgracia, estaba sentado en la estancia, preguntando por Alicia. Logró arrastrar al Conde en busca de la
niña, y la encontraron bajo un árbol tupido, al lado del río. La niña murmuraba reclinada hacia adelante, como hablando con alguien, hasta que un conejo blanco salió disparado de sus manos, y Alicia se apresuró a seguirlo. El Conde reconoció el reloj de bolsillo en la mano de su hija y se echó a correr detrás de ella. Pudo observar cómo conejo y niña se escurrían por una madriguera oscura y diminuta, donde él no pudo tener acceso. Buscó a Dodgson y regresaron a la casa por ayuda. Buscaron durante meses enteros, mas ya la cueva había desaparecido sin dejar rastro.

(...)

El Conde nunca volvió a Ver a su hija. Tan pronto llegó el invierno, se encerró en su estudio a fumar y a mirar por la ventana. Nicole lo encontró sentado en el diván, y su mano muerta todavía sostenía el revolver que le había volado los sesos.

[FIN]

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[Primera parte]

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