3/3/05

demasiado lejos

Desde el inicio, su relación había sido un juego sadomasoquista, y esa noche lo llevaron todo al límite. Alejandro vio interrumpido su beso eterno al sentir la hoja afilada del cuchillo penetrándole un pulmón,y luego el chorro caliente de sangre brotar, en una imagen poética inigualable que lo conmovió hasta las lágrimas. Lidia lo miró, miró sus ojos sorprendidos y su garganta trabada, y siguió besándolo. Después de retirar el cuchillo de su espalda, la sangre surgió con mayor libertad, y al acostarse Alejandro, las sábanas se tiñeron de un tono escarlata delicioso. Trató de decirle algo a Lidia, pero ella selló sus laios con el índice, enmudeciéndolo, y él sonrió, complacido de morir en manos de su amada. Una ráfaga de viento cerró las ventanas con un golpe espantoso, y los dos, ella y él, se quedaron sumidos en el silencio penetrante de la habitación, roto apenas por los delicados gemidos de dolor o de placer de Alejandro. El olor de la sangre sin duda era algo nuevo, que complació a los amantes, reavivando su pasión. Alejandro sentía un hormigueo recorriéndole el cuerpo, y una voz en su cabeza le contestó la pregunta que todavía no formulaba: "Es la vida que se te escapa". Cerró los ojos, porque no iba a ser un cadaver con los ojos abiertos, en un intento patético por conservar la vida que ya no le pertenecía, y ya casi no sentía los húmedos labios de Lidia acariciándole el cuello y el abdomen, besando cada rincón de su cuerpo desnudo, frotando su piel contra la de él, cada vez más fría, cada vez más blanca. Cuando Alejandro dejó escapar el alma, resignado, Lidia estalló en el éxtasis del placer, y se tendió encima de su víctima, cubierta por una fina capa de sudor.

La casa entera estaba en penumbras. Se habían apagado todas las velas. El reloj indicaba las tres treinta de la mañana. Lidia escupía su aliento cálido en la cara de su amante, muerto ya, y le parecía excitante no ser correspondida con el mismo gesto, no sentir en su mejilla el suave arrullo de su respiración, y en sus pechos juntos sólo se oían los latidos de un corazón acelerado. Poco a poco, se levantó y se sentó en el borde de la cama, observando el cuerpo inerte de Alejandro, y vio sus manos y sus brazos, en donde se había mezclado el sudor de ella con la sangre de él. Tocó, con cierto temor, el cuerpo que se desangraba, y dejó las huellas de sus manos plasmadas en su piel. Después extendió, como si se tratara de pintura sobre el lienzo, el líquido rojo que había humedecido las sábanas y llenó con él ambos cuerpos, tanto el vivo como el muerto, cuando la razón le empezó a advertir que estaba yendo demasiado lejos. Mas la voz de la razón era débil y lejana, sin fuerza suficiente para detener su ardiente y lúgubre pasión. Lidia retozaba, más libre que nunca, con el cuerpo frío e inmóvil de Alejandro, y el ligero sabor de la sangre penetraba en ella por medio de su lengua de vampiresa, y parecía que aquel licor vital era lo único que podría saciar su ser. Su tercer orgasmo fue el mejor de la noche, y cuando la euforia pasional terminó y se descubrió desnuda y cubierta de sangre, se alejó de la cama y permaneció vacilante, desesperada, sin poder experimentar la célebre locura de hablarse sola, por no saber qué decirse.

Descubrió las ropas de Alejandro esparcidas por el suelo, y se tumbó hacia ellas para percibir su perfume, puro y vivo. Reunió las prendas y las dejó sobre el tocador. Después, tomó el rígido cuerpo de su amante inanimado y lo llevó a la regadera. Se bañó junto con él, extasiada por la sensación de sus cuerpos húmedos, y mientras le lavana la sangre, seguía besándolo y acariciándolo sin freno y a su total antojo. Lo secó y lo vistió de nuevo, colocándole cada pieza con ayuda de su boca, mordiéndolo todo con un amor insano y desquiciado. Lo sentó en la misma silla que había ocupado durante la cena, cuando todavía estaba vivo, yluego ella se vistió y encendió las velas del comedor, y se sentó junto a él. Repartió una serie de esos fugaces en su cuello y tuvo el placer de desvestirlo de nuevo, de manejarlo a su gusto, como un muñeco helado, de escuchar lo que quería escuchar y lamer lo que quiso lamer. Se echó con él al asuelo para no volver a llenarse de sangre en la cama, y no cesó en su inaudita pasión hasta que volvió a reventer de goce.

(...)

A las once de la mañana, Daniel regresó a la casa, esperando que Alejandro y su amante se hubieran levantado temprano para no encontrarse en la bochornosa situación de sorprenderlos todavía en la cama,
desnudos y dormidos. Para su mala fortuna, justo así los encontró, o peor. Las paredes estaban manchadas de sangre, y Lidia abrazaba el cuello, ya morado, de Alejandro, mirando con los ojos vacíos el inmenso cielo de la ventana, abierta otra vez.

-Lidia... ¿qué pasó?

Ella no respondió. Daniel sabía lo que había pasado, Alejandro no paraba de contarlo los intentos que ambos habían hecho de matar gente o de matarse entre sí tantas veces... Lidia conservaba una extraña expresión de dolor en el rostro... Sólo cuando se acercó lo suficiente a la cama, Daniel se dio cuenta de la herida en la espalda de su amigo, y encontró el cuchillo homicida, que seguía clavado en el pecho desnudo de Lidia.

(FIN)

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