28/2/05

el reloj del conejo blanco [primera parte]

[basado en el cuento de Lewis Carroll]

El enorme reloj de la estancia resonaba por toda la casa a las doce del mediodía, haciendo retumbar el tintero del Conde, encerrado en su estudio, mirando el cielo nublado y esperando, con cierto temor, el regreso de su hija. En el último mensaje enviado, el doctor le había dicho que no quedaba nada más por hacer, y que la etapa final en la recuperación de la niña tenía que ser en casa. El Conde no pudo contestarle atiempo para advertirle sobre los acontecimientos recientes, y ahora, aparte de tener que lidiar con la humillación social, tendría que explicarle todo a su hija. La casa retumbaba todavía con el reloj, cuando Nicole irrumpió como siempre en el estudio y anunció fastidiada la llegada del doctor.

Comenzó a llover. El doctor Prouse bajó del carruaje con el sombrero en la mano y no muy feliz de ver al Conde, aunque al estrechar su mano dibujó una amplia sonrisa que dejaba al descubierto sus dientes amarillos. Luego bajó Alicia. Envuelta en un manto azul marino, su rubia cabellera cubría gran parte de su cara, de donde resaltaban los ojos grandes y penetrantes, los labios finos, las mejillas pálidas, y su padre no pudo esconder una mueca de desagrado. Parecía que, en vez de haberla curado, la hubiesen revivido, y a pesar de que su cuerpo comenzaba a mostrar los primeros indicios de una súbita adolescencia, había algo en ella que más bien recordaba a un espectro que a una señorita. El abrazo de bienvenida fue obligado por el padre, y la niña se retorció hasta lograr soltarse, y permaneció de pie, con la expresión fija en la nada, mientras la lluvia la mojaba.

-¿Cómo te sientes, Alicia?
-...
-¿No estás feliz de volver a casa...?

El Conde miró al doctor. El doctor suspiró desalentado ante el falso entusiasmo del Conde. Ordenó a Nicole que llevara a la pequeña a su habitación, y luego pasó a la estancia para beber té con el doctor. Prouse no pudo darle las eternas negativas al exasperado Conde, quien no se rindió hasta que el médico le dijo lo que quería escuchar.

-La niña no está bien todavía, pero ni mis colegas ni yo podemos hacernada más por ella. Si usted cree en Dios, rece. Si no, enciérrela en elático.

En la puerta, antes de despedirse del Conde, el doctor Prouse le entregó una caja cerrada con candado y una llave. Había un reloj de bolsillo adentro.

-Lo llevaba con ella cuando la recibí. Dice que es... Dice que es el reloj del conejo blanco. Por favor, evite mostrárselo.

Había entregado toda su fe y sus esperanzas a aquel doctor que ahora le regresaba a la hija igual de loca que como se había ido, o peor. Cuando llegó a la estancia, descubrió a Alicia frente al reloj de péndulo, hipnotizada con su tic-tac, y la niña clavó sus ojos en la caja que sostenía el Conde. Sin duda, la había reconocido, pero Alicia no habló, y el Conde sintió un inexplicable escalofrío que le recorrió la espalda.

-¡Nicole! ¿No te dije que llevaras a Alicia a su habitación?

Nicole llegó refunfuñando que la había dejado encerrada, y cuando intentó llevársela de la mano y Alicia se resistió, volvió a mirar alConde y el reloj empezó a resonar con un escándalo tremendo, dando campanadas sin cesar a la una y quince minutos. Dos horas después, el reloj continuaba con su estrepitosa alarma, y el Conde ordenó que se lo llevaran al relojero para que lo arreglara. Una semana más tarde, le devolvieron el mueble sin arreglar, y tuvieron que destruirlo con una hacha para que dejara de sonar.

Alicia no preguntó ni una sola vez por su madre o por sus hermanas. De hecho, no hablaba con nadie. Durante la cena, las velas de los candelabros se apagaban una y otra vez, y el Conde se lo atribuía a corrientes de viento inexistentes, y la niña se negaba a probar bocado y a deshacerse del sucio manto azul que la cubría como a una virgen. Por consejo del doctor Prouse, el Conde había mandado quitar todos los espejos de la mansión, pero en el momento menos esperado encontraban a Alicia contemplándose como hechizada ante espejos de todos los tamaños, muchos de los cuales jamás habían visto, y cuando trataban de quitárselos, los cristales se hacían añicos. Nadie se explicaba cómo la niña había podido traer tantos sombreros en su escaso equipaje, que adornaban su recámara y parecían multiplicarse conforma iban pasando los días. La ventana estaba siempre abierta, y su cama invadida por una docena de gatos perezosos salidos de la nada. Una mañana, las paredes aparecieron tapizadas con la imagen de una sola baraja: la reina de corazones, y el Conde confirmó sus temores.

-Alicia no está loca. Está poseída.

Cuando llegó el cura de la iglesia, nadie pudo encontrar a la niña. La buscaron en cada rincón de la casa, pero ella no estaba, ni la reina de corazones en las paredes, ni los gatos, ni los sombreros, ni los espejos. Más tarde, el Conde notó que también el reloj de bolsillo que guardaba bajo llave había desaparecido.

[CONTINÚA]

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[Segunda parte]

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