
(de la serie "Cuentos de Navidad")
Le va a doler deshacerse de la gargantilla, pero después de todo, piensa, es la última nochebuena en el club, pasada la fecha jamás podrá volver a utilizarla, qué caso tiene llevársela a la tumba. Si puede servirle para vivir una última noche sin humillaciones, sin que la gente murmure, Mira, trae el mismo vestido, Pobre viuda, se ha quedado en la ruina. Qué les importa. Los va hacer tragarse sus palabras, verán cuán radiante acude a la cena, más radiante, más elegante, más bella que nunca. La llavecita de la caja está en el clóset, en una puerta que se abre con combinación. Es para abrir otra caja, que contiene otra llave, que abre una puerta más en el clóset que contiene otra caja con una combinación diferente, y ahí dentro, envuelta en una suave tela, yace la gargantilla que su marido le regaló cuando se casaron.
Ah, lo que provocó aquella gargantilla en su tiempo de gloria. Miradas sobre ella, miradas de admiración y sobretodo, de envidia. Los ojos de todas las mujeres puestos sobre el brillo de los diamantes, sobre el resplandor del oro puro. Te ves hermosa, le decían, pero no le decían a ella, sino a su gargantilla, y Gloria se ponía feliz porque esa noche podía ver con claridad los pensamientos de las otras mujeres, Maldita perra, cómo fue a comprarse eso, está divina. No importaba cuántas veces se la pusiera, procuraba no gastarla demasiado, una, dos veces al año, pero cada vez provocaba la misma reacción. Es que una cosa así no se ve todos los días, menos en este país. Pero su marido, en ese tiempo, era una adoración. Claro, antes de morir y heredarle las deudas, los ajustes, los créditos vencidos, y dejarla en ruinas, ese pequeño secreto que le reveló hasta que estuvo en su lecho de muerte: No tengo un peso, estoy hasta el cuello de deudas.
Lo cierto es que ya no tenía ánimos de vivir sólo para sobrevivir. Su casa estaba ya vacía, sus alhajeros, vacíos, sus cuentas de banco, sus roperos, sus cofres, hasta los techos y las cocinas estaban vacías. De muebles, de cuadros, de candelabros, de licuadoras, de gente. Lo único que había en la enorme casa, además de ella, era su cama y un inmenso espejo donde recordaba, noche tras noche, los tiempos mejores. Sacó la gargantilla de su escondite y se la puso. Todo brilló, la casa se iluminó, escuchó el eco de sus amigas diciéndole, Te ves hermosa, sus mejillas adquirieron otra vez color, su pelo un resplandor de musa, su porte se enderezó, que tiempos, dios, que vida.
Estuvo cerca de dos horas contemplándose, recreando conversaciones, sosteniendo en la delicada mano una copa imaginaria de champán mientras saludaba a la imaginaria esposa del ministro extranjero. Rescató sus mejores recuerdos, y cuando dieron las seis, y su pequeño reloj despertador sonó, volvió de golpe a la cruel realidad y se dijo, Es hora. La cena de nochebuena en el club costaba, como de costumbre, cinco mil pesos, y no podía permitirse la humillación de no asistir. La gargantilla era lo último que le quedaba, y con lo que le dieran por ella le alcanzaría hasta para comprarse un vestido elegantísimo, porque también, el que llevaba puesto era el único que tenía. Era su último gusto, su última fiesta, donde brillaría igual que cuando estaba vivo su marido, y cuando creía poseer una fortuna inmensa: coches, casas, viajes, navidades llenas de regalos para todo el mundo. No llevaría regalo para nadie, pero estaba bien. La gente sabía que era pobre, le tenían lástima, qué más da, ya no le importa, llegando a su casa de la cena, tomará una soga y se ahorcará de donde estaba colgado el maravillosos candelabro de la cocina que había vendido el mes pasado.
Salió de su casa asegurando lo más que podía la gargantilla. Se detuvo en la esquina de la avenida y cuando vio venir un taxi, no pudo evitar hacerle la parada. Pero justo antes de subir, recordó que no llevaba más que cinco pesos. Se quedó pensativa, nostálgica, recordando cuando no le importaba pagar un taxi para ir al otro lado de la ciudad cuando su chofer estaba indispuesto. Lloró frente al taxista, y él la apresuró, Señora, súbase que estamos parando el tráfico. Ay, no, disculpe usted, le contestó ella, y cerró la puerta, y todavía con lágrimas en los ojos, le hizo la parada a un microbús que pasaba, al sentir el tubo de la escalera en su mano, frío y repleto de bacterias, para consolarse, pensaba, Es la última vez, esta es mi última noche, la última y se acabó, se acabó.
(FIN)