20/12/07

Te ves hermosa



(de la serie "Cuentos de Navidad")

Le va a doler deshacerse de la gargantilla, pero después de todo, piensa, es la última nochebuena en el club, pasada la fecha jamás podrá volver a utilizarla, qué caso tiene llevársela a la tumba. Si puede servirle para vivir una última noche sin humillaciones, sin que la gente murmure, Mira, trae el mismo vestido, Pobre viuda, se ha quedado en la ruina. Qué les importa. Los va hacer tragarse sus palabras, verán cuán radiante acude a la cena, más radiante, más elegante, más bella que nunca. La llavecita de la caja está en el clóset, en una puerta que se abre con combinación. Es para abrir otra caja, que contiene otra llave, que abre una puerta más en el clóset que contiene otra caja con una combinación diferente, y ahí dentro, envuelta en una suave tela, yace la gargantilla que su marido le regaló cuando se casaron.

Ah, lo que provocó aquella gargantilla en su tiempo de gloria. Miradas sobre ella, miradas de admiración y sobretodo, de envidia. Los ojos de todas las mujeres puestos sobre el brillo de los diamantes, sobre el resplandor del oro puro. Te ves hermosa, le decían, pero no le decían a ella, sino a su gargantilla, y Gloria se ponía feliz porque esa noche podía ver con claridad los pensamientos de las otras mujeres, Maldita perra, cómo fue a comprarse eso, está divina. No importaba cuántas veces se la pusiera, procuraba no gastarla demasiado, una, dos veces al año, pero cada vez provocaba la misma reacción. Es que una cosa así no se ve todos los días, menos en este país. Pero su marido, en ese tiempo, era una adoración. Claro, antes de morir y heredarle las deudas, los ajustes, los créditos vencidos, y dejarla en ruinas, ese pequeño secreto que le reveló hasta que estuvo en su lecho de muerte: No tengo un peso, estoy hasta el cuello de deudas.

Lo cierto es que ya no tenía ánimos de vivir sólo para sobrevivir. Su casa estaba ya vacía, sus alhajeros, vacíos, sus cuentas de banco, sus roperos, sus cofres, hasta los techos y las cocinas estaban vacías. De muebles, de cuadros, de candelabros, de licuadoras, de gente. Lo único que había en la enorme casa, además de ella, era su cama y un inmenso espejo donde recordaba, noche tras noche, los tiempos mejores. Sacó la gargantilla de su escondite y se la puso. Todo brilló, la casa se iluminó, escuchó el eco de sus amigas diciéndole, Te ves hermosa, sus mejillas adquirieron otra vez color, su pelo un resplandor de musa, su porte se enderezó, que tiempos, dios, que vida.

Estuvo cerca de dos horas contemplándose, recreando conversaciones, sosteniendo en la delicada mano una copa imaginaria de champán mientras saludaba a la imaginaria esposa del ministro extranjero. Rescató sus mejores recuerdos, y cuando dieron las seis, y su pequeño reloj despertador sonó, volvió de golpe a la cruel realidad y se dijo, Es hora. La cena de nochebuena en el club costaba, como de costumbre, cinco mil pesos, y no podía permitirse la humillación de no asistir. La gargantilla era lo último que le quedaba, y con lo que le dieran por ella le alcanzaría hasta para comprarse un vestido elegantísimo, porque también, el que llevaba puesto era el único que tenía. Era su último gusto, su última fiesta, donde brillaría igual que cuando estaba vivo su marido, y cuando creía poseer una fortuna inmensa: coches, casas, viajes, navidades llenas de regalos para todo el mundo. No llevaría regalo para nadie, pero estaba bien. La gente sabía que era pobre, le tenían lástima, qué más da, ya no le importa, llegando a su casa de la cena, tomará una soga y se ahorcará de donde estaba colgado el maravillosos candelabro de la cocina que había vendido el mes pasado.

Salió de su casa asegurando lo más que podía la gargantilla. Se detuvo en la esquina de la avenida y cuando vio venir un taxi, no pudo evitar hacerle la parada. Pero justo antes de subir, recordó que no llevaba más que cinco pesos. Se quedó pensativa, nostálgica, recordando cuando no le importaba pagar un taxi para ir al otro lado de la ciudad cuando su chofer estaba indispuesto. Lloró frente al taxista, y él la apresuró, Señora, súbase que estamos parando el tráfico. Ay, no, disculpe usted, le contestó ella, y cerró la puerta, y todavía con lágrimas en los ojos, le hizo la parada a un microbús que pasaba, al sentir el tubo de la escalera en su mano, frío y repleto de bacterias, para consolarse, pensaba, Es la última vez, esta es mi última noche, la última y se acabó, se acabó.

(FIN)

17/12/07

Superviviente (Stephen King)

Hace un buen tiempo que leí este cuento, gracias al blog de Ivet Sosa, y me fascinó. Les dejo unos fragmentos y el link para que lo lean completo.

[Acompaña su lectura con Taste You de Melissa Auf der Maur]



Más tarde o más temprano, la pregunta surge siempre en la carrera de un médico: ¿Hasta qué punto puede un paciente soportar un shock traumático? Según las teorías, hay diferentes respuestas, pero, básicamente, la contestación esencial es otra pregunta: ¿Hasta qué punto el paciente quiere sobrevivir?

26 de enero

Hace dos días que la tormenta me arrojó a esta playa. Me he estado paseando por la isla toda la mañana. ¡Qué isla! Mide 190 pasos de ancho por 267 pasos de punta a punta.

Además, por lo que veo, no hay nada que comer. (...)

28 de enero

Bueno, he comido..., si es que a eso se le puede llamar comer. Una gaviota vino a posarse en una de las rocas del centro de la isla, un montículo también cubierto de excrementos de pájaros. Agarré una piedra que tenía a mano y me acerqué a ella todo lo posible. No se movía, observándome con sus ojos negros y brillantes. Me sorprendió que no la asustara el ruido de mis tripas. (...)

1 de febrero

He visto un avión. Pasó de largo sobre la isla. Intenté subir al montículo central para llamar su atención y metí el pie en el mismo agujero del día en que cacé la primera gaviota. Me rompí el tobillo. Fractura compuesta. Fue como un disparo. El dolor era insoportable. Grité y perdí el equilibrio. En vano, agité los brazos como un molino de viento. Caí y me golpeé la cabeza. Todo se puso negro. Cuando volví en mí, se había puesto el sol. Había perdido un poco de sangre. El tobillo se me había hinchado como un neumático y tenía una buena insolación. Creo que, de haber habido una hora más de sol, tendría todo el cuerpo llagado. (...)

3 de febrero

La hinchazón y la pérdida de color son todavía mayores. Esperaré hasta mañana. Si la operación es imprescindible, creo que podré llevarla a cabo. Tengo cerillas para esterilizar el cuchillo y aguja e hilo de la cajita de costura. Como vendaje, la camisa. (...)

5 de febrero

Lo hice.

El dolor era lo que menos me preocupaba, porque puedo soportarlo, pero temía que la debilidad, el hambre y el dolor combinados me hicieran perder el conocimiento antes de acabar.

Pero la heroína resolvió el problema maravillosamente.

Abrí una de las bolsitas y aspiré dos generosas dosis sobre una roca plana, primero la ventanilla derecha, luego, la izquierda. Era una especie de hielo deslumbradoramente anestésico que invadía mi cerebro íntegro. Aspiré la heroína al dejar de escribir, ayer, a las 9.45. Cuando volví a mirar la hora, las sombras se habían movido, dejándome parte del cuerpo al sol, y eran las 12.41. Me había adormilado. Nunca había imaginado que fuese tan fantástico y no comprendo por qué le tenía tanta manía. El dolor, el miedo, la infelicidad... todo desaparece, dejando sólo una calma eufórica.

Operé en esas condiciones.

Como era de esperar, sentí un dolor agudísimo, especialmente en la primera parte de la operación. Pero el dolor parecía desconectado de mí, como si fuera de otro. Me molestaba, pero me resultaba extraordinariamente interesante. ¿Podéis entender lo que digo? Si alguna vez habéis empleado un calmante con una fuerte base de morfina, sabréis de qué hablo. Hace algo más que mitigar el dolor. Induce un estado mental. Una cierta serenidad. Entiendo por qué la gente se queda colgada, aunque ésa sea una palabra horrorosamente fuerte y que usa, en general, la gente que nunca lo ha probado.

A media operación, el dolor empezó a ser algo más personal. Oleadas de desfallecimiento me acometían. Miré con ansia la bolsita de heroína, pero me obligué a apartar la vista. Si volvía a adormilarme, moriría desangrado con la misma seguridad que si me desmayara. Conté hasta cien al revés.

La pérdida de sangre era el factor más crítico. Como cirujano, era vitalmente consciente de ello. No debía perder una gota más que lo imprescindible. Si un paciente sufre una hemorragia durante una operación en un hospital, se le puede suministrar sangre. Yo carecía de esos medios. Todo lo que se había perdido —la arena debajo de mi pie estaba ya negra— estaba perdido hasta que mi propia fábrica lo repusiera. No tenía hemostáticos, ni hilo de sutura, ni grapas.

Empecé la operación exactamente a las 12.45. Acabé a la 1.50 e inmediatamente me atonté con heroína, una dosis mayor que la anterior. Me dormí en un mundo gris, indoloro, y permanecí así hasta alrededor de las cinco. Cuando me espabilé, el sol estaba cerca del horizonte occidental, trazando un camino de oro sobre el azul del Pacífico que llegaba hasta mí. Nunca he visto algo tan increíble. Tanto, que me compensó del dolor en un segundo. Una hora más tarde aspiré un poquito más, para seguir disfrutando de la puesta de sol.

Poco después de hacerse de noche, yo...

Yo...

Esperad un segundo. ¿Os he dicho que no he comido absolutamente nada durante cuatro días? ¿Y que lo único que tenía a mi alcance para recuperar mis energías agotadas era mi propio cuerpo? Después de todo, ¿no se ha dicho, una y otra vez, que la supervivencia es una cuestión mental? ¿De una mente superior? No voy a justificarme diciendo que cualquiera hubiera hecho lo mismo. En primer lugar, hay que ser cirujano. Y aun conociendo la técnica de la amputación, es posible hacer una carnicería y desangrarse de todos modos. Y, aun en el caso de poder sobrevivir a la amputación y al shock traumático, jamás se le ocurriría algo semejante a alguien convencional. No importa. Nadie tiene por qué enterarse. Lo último que haré antes de abandonar la isla será destruir este libro.

Tuve mucho cuidado.

Lo lavé muy bien antes de comérmelo. (...)

14/12/07

Volver otro día



Esta es la última vez, se dijo, tomó las llaves de la camioneta, encerró a los niños, y partió rumbo al lago. Apretaba con fuerza el volante mientras conducía sin prisas, sabía que si hoy descubría la verdad, John la esperaría. Pero qué tal si no. Lo imaginaba recargado en un árbol, escondiéndose, quizá fumando, como hace cuando espera algo que no sabe cuánto se tardará, atento a los sonidos de la carretera, lanzando piedras, mirando el cielo, abrazándose el pecho por el frío. Pobre, se decía, cómo habrá hecho todo este tiempo, dónde se habrá metido, por qué no fue a la casa, por qué no me pidió ayuda, pensó que lo traicionaría, que tonto, si yo lo amo.

Lo amaba tanto que se negaba a creerlo, y no sólo eso: estaba convencida de que la noticia había sido falsa. De que el acta de defunción la habían expedido con demasiadas prisas, para ocultar algo. De que el abogado tenía buenas intenciones, pero había arruinado la investigación. Estaba convencida de que el mundo había conspirado en su contra. Declararlo muerto, perdonarle las deudas, era lo que a todo el mundo le convenía, excepto a ella. No sabía cómo vivir sin él. Por eso Anne imaginaba todas las noches que John entraría a hurtadillas por la ventana, se recostaría a su lado y le diría, He vuelto, no te preocupes, estoy bien. Ella tocaría su cuerpo flaco y demacrado, mientras repite Lo sabía, lo sabía, y le plantaba sonoros besos en la cara. Pero luego despertaba, todas las mañanas, y se descubría sola en la inmensidad de la cama, bañada en lágrimas.

Siempre tomaba el mismo camino. Es que era supersticiosa. Desde que vio el bote estallando en mil pedazos en medio del lago. Fue una suerte que el helicóptero pasara por allí en ese preciso momento, y que ella estuviese viendo las noticias de la tarde. Si no, quién sabe hasta cuándo se habría enterado. Así pudo irse sin perder el tiempo hacia el lago, por ese camino que ahora recorría, pero pisando más a fondo el acelerador. Aquel día le urgía llegar. Para que fuese ella la que llevara a su marido al hospital, no la ambulancia, para que fuese ella quien le dijera las primeras palabras, No te preocupes, vas a estar bien. Pero la policía no la dejó pasar, hasta que barrieron toda el área del lago. La explosión, inexplicable, había sido tan aparatosa que esperaban encontrar los miembros de John regados por todo el lugar. No pasó eso. Al contrario, no pudieron encontrar un sólo rastro, una piedra manchada de sangre, un cabello, un trozo de uña. Nada. Buscaron y buscaron, hasta que la noticia se agotó, y nació el borrego con cinco patas, y fue la sensación. Todo el mundo se olvidó del hombre que se esfumó en el aire.

Tenía sus motivos para suicidarse. Pero Anne sabía que nunca tomaría una decisión como esa sin consultarla, o al menos, sin dejarle un recado, una nota, Es lo mejor para nosotros, así la habría firmado, porque él siempre se había sacrificado por su familia, hasta el suicidio habría sido un sacrificio y no un escape. Sabía que su muerte solucionaría todo. Anne podría cobrar el seguro de vida, el banco condonaría la hipoteca de la casa, y los delincuentes que los tenían amenazados la dejarían en paz, a ella y a sus hijos. Pero se negaba a creerlo. Quizá fingió su muerte. Nadie pudo comprobar que de verdad estuviera en el bote cuando estalló. No habían encontrado el cuerpo... No era, entonces, tan disparatado pensar en que había sobrevivido, se había escondido por un tiempo, y que en cualquier momento regresaría.

Pero cinco años es mucho tiempo. Al banco ya se le había olvidado el caso, la televisión nunca más tocó el asunto (en cambio hacían especiales de la oveja de cinco patas cada dos meses, hasta que murió y todo el país estuvo de luto). A nadie le importaba que estuviese vivo o muerto. Ya podía volver. Anne lo sabía, y por eso iba, de vez en cuando, al lago, para ver si lo encontraba por ahí, rondando la escena de su supuesta muerte.

Bajó de la camioneta y el frío le dio de lleno en la cara. Miró la quietud de la superficie, sintió el silencio y la calma de la tarde. Atenta a cualquier sonido, a cualquier sombra, a la señal que su marido le daría, esperó. Uno hora, dos horas, tres horas. Oscureció y ella siguió esperando. Hablándole como si estuviera presente, Ven mi amor, no tengas miedo, ya estás a salvo. John no respondía. Una vocecita, débil y desafiante, en el fondo de su pecho le decía, Ya no te engañes, pero Anne se negaba a escucharla. Ocho, nueve, diez de la noche. Ni un alma. Nada. Cuándo volverás John, cuándo.

Dio media vuelta y abrió la puerta de la camioneta. Ya era media noche y el frío era insoportable, incluso para un muerto. Sus hijos estaban solos, y de John, nada, como siempre. No importa. Tenía toda la vida para esperarlo. Volvería otro día... Y al encender la camioneta, estuvo segura de que la próxima vez que viniera a buscarlo, él la estaría esperando, y le preguntaría, Por qué tardaste tanto.

(FIN)

7/12/07

Si entendiera de estas cosas



No se despierta por el escándalo del coche estacionándose, o por el ruido de las llaves, menos por las patadas que le propina a la puerta cuando ésta, impenetrable, se niega a abrirse si no atina antes a la llave; es más la sensación, si entendiera de estas cosas el pobre, podría decirnos, Es que el ambiente se llena de tensión, se vuelve horrible y lo único que queda por hacer es fingir estar dormido. Qué puta madre, balbucea su padre, y entonces escucha un sonido como de latas, luego una bragueta y por fin, un chorro de algún líquido que ansiaba salir de su recipiente, un chorro grueso y violento, intenso y apestoso. Hugo se voltea para darle la espalda a la puerta de entrada. Esta vez no quiere ver nada, siempre hace un esfuerzo tremendo por mantener los ojos cerrados, por creerse su propia mentira e imaginar que aquello es una horrible pesadilla, que por la mañana despertará y podrá ver a su padre dormido, tranquilo, casi desnudo en la brillante cama, envuelto en la sábana que su pobre madre mantiene tan blanca, como si de su blancura dependiera su estabilidad.

Su padre ha dado -¡al fin!- con la llave correcta. El chirrido de los goznes llega hasta los infantiles oídos de Hugo, de tan sólo escucharlo se aterra, se cubre la cabeza, quizá hoy también pase desapercibido, siempre le ha dado miedo enfurecer a su padre con su sola presencia, si entendiera de estas cosas nos diría, Creerá que soy un insolente, que no tengo respeto por su autoridad, que es una osadía de mi parte mirarlo a los ojos y no mostrarle pánico. Pero lo más probable es que su padre, así de borracho, ni siquiera recuerde que tiene un hijo. Es tan reciente. No puede aceptarlo todavía. No puede creer que su mujer lo haya obligado a hacer esto, a pesar de que le dijo, Abórtalo, no lo quiero, y la mujer se atrevió a retarlo, Pues yo sí, no cree que sea culpa suya no poder acostumbrarse a ser padre, ni mencionar el posible intento de ser uno bueno, uno ejemplar, que no llegue borracho a las cuatro de la mañana. Además, la diminuta cama de Hugo, oculta en una esquina, ni siquiera se hace notar, y el bulto que forma su cuerpo puede pasar a sus ojos, desenfocados y en constante movimiento, como un mueble más.

Avanza por la sala dando traspiés y mentando madres. Ojalá su madre pudiese hacer algo por él para evitarle tan arduos momentos de tensión al pobrecillo Hugo, pero ella no ve sino la misma salida que su hijito: hacerse la dormida. Quizá hoy venga demasiado borracho como para querer dar pleito. Quizá venga arrepentido, quizá se haya gastado demasiado dinero, quizá le haya dado una paliza un policía, quizá una prostituta le haya pegado el herpes. Si Hugo entendiera de estas cosas, podría decirle a su madre, No te engañes ni seas ingenua, mi papá es un hombre con suficientes influencias como para pasarse al arrepentimiento, al dinero, a la policía y al herpes por el arco del triunfo, ¿no ves que nada de eso le importa un carajo? Es que es un muchachito muy inteligente, muy noble, muy entendido. Nada más decirle, Vete Huguito por las tortillas, y Huguito deja lo que esté haciendo y corre a la tortillería, así es en todo.

Como que quiere hablar, pero el sabor del vómito le cierra la garganta. Llega al fin hasta la puerta de la recámara, después de meterse dos veces al baño y decidir que mejor no, que prefiere echarse en la cama. Pero no puede entrar. Su madre ha cerrado la puerta por dentro, quién sabe si en un ataque de inconciencia decidió dejar encerrado a su bebé con el monstruo y su furia, no lo ha de haber pensado así, sólo se dijo, Que no entre aquí, que no entre conmigo, no lo aguanto. Y no pensó. Su padre, al razonar el por qué de la puerta cerrada, comienza a aporrearla, a gritarle, Abre pinche vieja puta o te parto el hocico; la puerta se estremece, si pudiera elegir una sola palabra en el mundo de entre todas las que existen para decirla sólo en este momento, seguro elegiría "basta". Pero las puertas no hablan, y los borrachos no entienden. Y Hugo, ay el pobre, espantado por los gritos y los golpes, por la furia encendida y en aumento de su padre, al que puede ver si entreabre los párpados, a pesar del esfuerzo que había hecho, no puede reprimir las lágrimas y los sollozos, y en un momento de silencio, su padre agudiza el oído, y lo escucha, y su madre, del otro lado de la puerta, también lo escucha, y comete una locura: abre la puerta.

La intención era desviar la atención. Y lo logró. Apenas vio su padre a su madre, la tomó de los cabellos y la echó al suelo. A ver si ahora muy valentona, pinche pendeja, le gritaba, mientras la obligaba a levantarse para seguir tirándola al suelo. Decía que jamás había golpeado a su mujer, y su mujer no sabía si aquello era mejor o peor. Se limitaba a aventarla, a escupirla, a insultarla, a apretarle el pescuezo hasta ponerla morada; ah, pero nunca la había golpeado con el puño cerrado. Su compadre le preguntó una vez, ¿Y a poco ni una cachetadita? Y él le contestó, Bueno, sí le doy sus cachetadas, pero nunca con el puño. Entonces le pegas como los maricones, ay mana, y las risotadas; y al siguiente segundo el compadre estaba en el suelo, retorciéndose por las patadas que el padre de Hugo le propinaba en la abultada barriga. Hugo se tapa los oídos. No es nada agradable escuchar aquello, sentirse en medio de la batalla, quisiera levantarse, gritarle a su padre, Déjala en paz, cabrón, eso quisiera, él no se pondría límites.

Tampoco es que dure mucho. Pronto el padre de Hugo se cansa de gritar y romper cosas, y se va arrastrando hasta la cama, donde se desviste y en menos de cinco segundos ya está roncando. La madre, humillada, presa de la ira y de la resignación, anda a gatas hasta la camita de Hugo, quien hace lo posible por mantener su mentira, su madre lo abraza, siente con las llemas de los dedos las lágrimas del niño empapando la almohada, tan chiquito y tan traumado, y se murmura, Shht, shht, duérmete hijito, mientras en su cabeza piensa, No merezco esto, ojo, no incluye al niño, por qué, ni ella lo sabe; como tampoco sabe Hugo lo que siente al verse rodeado por los brazos de su madre, al percibir su llanto en la sien, sus temblores de rabia, pero si entendiera de estas cosas, podría decirle a su madre, No me toques, me das asco.

(FIN)

1/12/07

El milagrero



Hay una multitud tan grande en la puerta de la casa, que el taxi se niega a dar vuelta en la esquina, y se ve obligado a caminar. Román se enfurece, ya los había corrido a todos el día anterior, los había amenazado con llamar a la policía, lo cual no funcionó, hasta que les dijo que le prendería fuego a la casa, y entonces sí, ni su fe pudo tanto, y salieron todos corriendo, espantados. Pero ahora... No iba a soportarlo más. Al diablo con la casa y los millones que le darían al venderla, al diablo con la memoria de su tío Monse que se la había heredado, al diablo con todos y con todo, ya estaba harto. Se abrió paso entre la gente, empujando a los inválidos, insultando a los sordos, tropezando con los ciegos, A ver, cabrones, háganse a un lado, esto no es la Corte de los Milagros.

Llega por fin a la reja y descubre que ahora sí se han sobrepasado. Abierta de par en par, los creyentes hacen una larga e impaciente fila para llegar al cristo milagrero. La cadena que mantenía cerrada la reja, a salvo de los fanáticos, no aparece por ningún lado. De seguro fue esa vieja, Fulgencia, piensa Román, y vuelve a abrirse paso para saltar la enorme fila y llegar hasta la recámara donde reposa, en medio de un altar con toda clase de ofrendas, la santa imagen. Oiga, no se meta, haga cola, le dicen los pobres infelices, y Román responde, insultante, A la chingada, esta es mi casa, y les saca el dedo. Había sido muy paciente con todos al principio. Incluso, cuando creyó que aquello podía ser negocio, puso una canastita con un letrero que versaba, "Una limosnita para el santo milagrero", pero nada, estos pobretones qué iban a tener, si estaban igual o más jodidos que él mismo, con lo que sacaba de la canastita no le alcanzaba ni para pagarse el desayuno del día siguiente. Entonces no venía tanta gente. Estaba seguro que Fulgencia había hecho propaganda por medio mundo, hasta conseguir reunir a esa multitud para que la policía no pudiera llevárselos a todos. Maldita mujer, pensó, es un demonio.

Lo sabía bien, nadie sino él tenía la culpa de aquello. Por mostrarse tan condescendiente cuando llegó, por dejar que pasaran en grupito a ponerle una velita que él mismo apagaba y tiraba a la basura en cuanto se iban. Luego volvían y preguntaban por la vela, y Román, en tono burlesco, les decía que a lo mejor dios se la subió al cielo, y las mujeres, Fulgencia siempre entre ellas, se persignaban y se hincaban a rezar y a darse golpes de pecho, mientras Román se divertía. Hasta entonces todo iba bien. El problema empezó cuando trajeron a un niño que nunca había podido caminar. Los papás lo dejaron frente al altar, rezaron unas dos o tres horas, y de pronto el niño tuvo unos ataques horrorosos, se convulsionaba por todo el suelo de la habitación, los ojos blancos, Fulgencia seguía rezando, todos los demás no podían hablar de la impresión, hasta que, justo cuando la mujer terminó el rezo, el niño se calmó, y como por arte de magia, se levantó del suelo y se colgó del cuello de su madre, espantado. Desde entonces desfilaron por su casa todo tipo de enfermos y discapacitados, para pedir por su salvación ante el enorme cristo que su tío muerto había dejado en la recámara más grande de la casa, y que desde siempre, según Fulgencia, había hecho milagros.

Entra en la habitación casi pisando a los allí reunidos. A los pies ensangrentados del cristo, Román descubre el velo negro y roído de Fulgencia, arrodillada, pidiendo por los pecados de todos con una devoción exagerada. A la mitad del camino Román ya no consigue avanzar. Le grita desde allí a la mujer, pero ella, absorta en su trance místico, no escucha más que el rumor permanente de los rezos. Les grita, Largo de mi casa, fuera todos, pero nadie hace caso. Hay unos cinco o seis tipos que se retuercen todos, babeando y con las manos en alto. Román siente un poco de miedo, pero ya, no hay otra solución. Ha intentado todo, y nada parece detener lo locura que produce el cristo milagrero. Una vez se lo llevó en su coche al basurero, le dio una fuerte suma a un pepenador para que lo resguardara, y cuando regresó a su casa, el cristo, desafiante, otra vez estaba clavado en la pared, a la espera de sus fieles, burlándose de Román. En otra ocasión intento destruirlo con un hacha, pero fue el filo del arma lo que se despostilló, mientras la figura no lucía un solo rayón.

Se acercó a una mesa lo más que pudo. Tomó una vela, y le prendió fuego a una cortina. Apenas se empezó a expandir el humo, el caos fue total en la recámara y todos comenzaron a salir atropellándose y gritando, pero Román, furioso, no iba a tener conmisceraciones con nadie. La muchedumbre se dispersó un poco, unos cuantos aún permanecían rezando, quién sabe si no se habrían dado cuenta del fuego o si estaban pidiendo que el cristo lo apagara con su infinito poder, a Román no le importa y va y prende otra cortina. Las paredes de madera vieja hacen que las llamas se expandan con rapidez, espantando al fin a los que permanecían detrás de la puerta de la recámara, esperando un nuevo milagro. Fulgencia, inmóvil hasta ese momento, tuvo un ataque de tos, y sin poder resistir más, se levantó y trató de irse, pero Román la detuvo en la puerta. Cómo quitaste la cadena, le preguntó. Y ella, desafiante, contestó, Rezándole al cristo. Él soltó una carcajada y Fulgencia aprovechó para huir. El humo empezaba a hacerse denso, así que Román, vela en mano, salió de la recámara y en su recorrido hacia el patio, iba incendiando todo lo que encontraba a su paso.

Cuando los bomberos terminaron su labor, y antes que la policía se llevara a Román, la casa del difunto don Monse, convertida en frágiles palitos negros, se derrumbó con limpieza, desvaneciéndose hasta llegar al suelo. El polvo y las cenizas se iban dispersando poco a poco, y mientras, una figura, un sobreviviente, se dibujaba en medio de las sombras, de pie, con su altura imponente y los brazos abiertos. El cristo, inmortal, sufría ahí, ni un tallón tenía siquiera, ni una mancha más de sangre, y por obra del santísimo se mantenía de pie, diciéndoles a sus fieles, Mírenme, aquí estoy. Román comenzó a reir, más por la desesperación y por la locura que le había provocado aquella figura durante su estancia en la casa de su tío que por otra cosa. Debe ser una broma, pensó, y le rogó al policía que se lo llevara, no quería estar ahí un momento más.

Y mientras lo montaban a la patrulla, echó un último vistazo, derrotado, y miró a los fieles, rodeando poco a poco, temerosos de tanto poder, al cristo que había soportado el fuego y el humo, pero otros, concientes de que aquello era imposible, se marchaban con discreción, pensando que, de seguro, aquello era obra del diablo.

(FIN)

28/11/07

Trastornos mentales


Simplemente sentí rabia. De que en pleno siglo XXI siga habiendo gente que diga esta clase de sandeces, en público y frente a un auditorio... No puedo imaginar qué tienen en la cabeza. Es indignante, una muestra más de la increíble ignorancia de los mexicanos... Les dejo la nota completa aparecida en La Jornada:

“Es un derecho que corresponde a padres de familia”, señalan

Demandan ONG de León quitar de los planes de enseñanza la educación sexual

Martín Diego Rodríguez (Corresponsal)

León, Gto., 27 de noviembre. Integrantes de la organización no gubernamental Comisión Mexicana de los Derechos Humanos condenaron la homosexualidad, que consideraron “trastorno de la conducta sexual”; recriminaron la perspectiva de género, criticaron las políticas de salud que incluyen el uso del condón y exigieron que el Estado mexicano retire de la educación básica cualquier tipo de enseñanza sexual, “por ser un derecho que corresponde a los padres de familia”.

Este martes, agrupaciones ultraconservadoras, que consideran la abstinencia sexual, la fidelidad y el rechazo a cualquier método anticonceptivo “únicas formas científicas eficaces en la lucha contra el sida”, presentaron en conferencia de prensa las conclusiones del foro El valor humano de la sexualidad, celebrado el fin de semana en esta ciudad.

En el acto, auspiciado por la Secretaría de Educación de Guanajuato (SEG), participaron agrupaciones como la Asociación en Defensa de la Familia, la Asociación de Padres de Familia de Guanajuato, la Coalición Derechos Humanos y Bioética, Jesús Médico Fe en Acción y la Red Familia y Visión Humana de la Vida.

Aunque la SEG se deslindó de las conclusiones, la presidenta de la Comisión Mexicana de los Derechos Humanos, Beatriz Rodríguez Moreno, reveló que la dependencia envió a 200 profesores para que participaran en el encuentro. “La secretaría manifiesta su total apertura a las diferentes aportaciones de la sociedad en general respecto del tema de la educación sexual, especialmente de los padres de familia como primeros responsables de esta educación, y quienes comparten esa responsabilidad son los maestros”, expresó.

Rodríguez Moreno condenó el uso del condón, que rechazó como el método más efectivo para evitar males de transmisión sexual y embarazos no deseados, pues, sostuvo, “lo más efectivo es la abstinencia y la fidelidad”. (¿Qué clase de pendejo es este?)

Juan Dabdoud Giacomán, representante de Familia Mundial, aseveró que la perspectiva de género “carece de sustento racional o científico, pues la conducta sexual humana está determinada por la naturaleza propia del hombre y la mujer”. Por tanto, subrayó, “la homosexualidad es un trastorno de la conducta sexual humana, y aunque se respeta esa condición se tiene que dar apoyo sicológico para rehabilitar a los homosexuales; hay que corregirlos”. (Tú que me corriges y yo que te parto tu madre. Neta, cabrón)

21/11/07

La virgen



Tal vez es tiempo de decirle la verdad a su marido. Las palabras son secillísimas, sólo hay que pronunciar Ya, no esperes más, no voy a sangrar porque estoy embarazada. Sabe de antemano lo que pensará, las tonterías que se imaginará, que esta niña que desposó es una cualquiera, una perdida, quizá la acuse de adulterio como muchos maridos y la condenen a morir apedreada, pero ella no está segura, si el milagro sucedió antes de casarse, entonces no es adulterio... Pero es absurdo lo que piensa. Dios mismo impediría que la madre de su hijo muriera por una bobada. Él tendría que aceptarlo, tendría que creerle, por obra y gracia del Señor.

Se limitaba a observarla atento, impaciente, marcando los días y midiendo los cambios en ella, muriendo por la desesperación de no saber qué pensar, qué hacer. La había elegido porque le parecía hermosa, tierna, con un aire todavía infantil irresistible. También había creído que era ingenua, apacible, y muy sumisa, como debía ser una buena esposa. Y todo parecía indicarle que estaba en lo correcto. María no hablaba de nada, con nadie, no salía de casa más que para lo indispensable, sus guisos se iban perfeccionando con el paso de los días, y en las labores domésticas no era muy buena, pero él sabía que debía ser la edad, y lo que valía era el esfuerzo que hacía. La notaba temblar cada vez que se le acercaba como hombre, por eso se había contenido, y sin embargo, le angustiaba que ya llevaran casi un mes de casados y ella todavía no sangrara. Estaba decidido a no pensar lo peor, a pedir una explicación coherente y racional, pero le era difícil aceptar que se había casado con una mujer cuya pureza había sido trastocada.

Un día, cuando José notó que el vientre de María se había hinchado un poco, él le preguntó por fin si no había algo que quisiera decirle. Sí, hay algo, le respondió ella, contenta de que le hubiese hecho esa pregunta, y nerviosa por no saber cómo darle una respuesta. Qué es, volvió a preguntar él, y ella, dando un hondo suspiro, dejó que las palabras fluyeran: Un ángel me anunció que sería la madre del hijo de Dios. José, estupefacto, la miró incrédulo y le ordenó que repitiera lo que había dicho. Ella repitió lo mismo, palabra por palabra, y cuando terminó, vio a José levantarse de la silla que había construído el día anterior, y agarrándose la cabeza para pensar mejor, se estuvo paseando por la cocina, como fiera en su jaula. María notó que se estaba enfureciendo, por eso continuó, y le contó cómo había visto al ángel, quien durante algunos días se le había aparecido aquí y allá, le había juntado la canasta del mercado una vez, y se lo había encontrado en el pozo de agua, a las afueras del pueblo, y allí le había hablado de su misión. Omitió, por supuesto, la parte del ritual, cuando el ángel le ordenó desnudarse y ella aceptó, no le contó sobre la espada del ángel, que le salía de entre las piernas y era larga, dura y roja, ni le dijo cómo el ángel había introducido su espada en ella, lento, con cuidado, hasta hacerla llegar a ese éxtasis glorioso del que cuentan en sus relatos los profetas de otros tiempos.

Imploró José a María, llorando ya, y mucho más tranquilo, que le dijera la verdad. Que no la acusaría, que la quería demasiado, que no iba a permitir que nadie le pusiera un dedo encima, pero que no blasfemara de esa manera, porque Dios los castigaría. Ella, sin ninguna duda, le aseguró que todo era verdad. José, con todo el dolor de su corazón, le tuvo que ordenar que se levantara el faldón de la túnica y abriera las piernas. Sólo había una manera de comprobar aquello. María obedeció, temerosa, apenada, y José se agachó. Constató que el himen de María seguía intacto, inmaculado, lloró más, pero esta vez de alegría al sentirse parte de una misión de Dios, abrazó a María y la besó, y le prometió cuidarla el resto de sus días. María, de frente a la ventana, vio cómo el rostro del ángel se asomaba, y luego se iba, desapareciendo entre el polvo de la calle. Pero no dijo nada.

El ángel se iría de aquel pueblo. Había resultado divertido lo que había pasado allí, no podía medir las consecuencias futuras de aquello, pero le daba lo mismo. La verdad es que todo había resultado así porque el himen de María era en extremo flexible, y porque él mismo había tenido mucho cuidado al penetrarla para no romperlo. De tan sólo acordarse, sintió un escalofrío recorriéndole la espalda, sintió en sus manos otra vez la piel suave y tersa, el olor a niña de María, sus piernas firmes, sus nalgas redondas, su vagina apretada y húmeda... Pero lo que más le había excitado era su ingenuidad. Que cada palabra que le dijo, la creyó. Que ni siquiera sospechó sobre un engaño, que ella de verdad creía que sería la madre de un hijo de Dios, y no del hijo de un desconocido, un tipo vago, sin lugar de procedencia ni destino, que iba de pueblo en pueblo, haciéndoles creer a las niñitas vírgenes, que tenían una misión. Y todavía, cuando María se retiraba del lugar, ya recuperada del orgasmo, le preguntó, Cómo lo llamo, y él respondió, No sé, qué tal Jesús.

(FIN)

15/11/07

La farsa



No alcanza los pañuelos desechables, tiene que quitarse de encima de Derek para llegar hasta el buró al lado de la cama. Toma uno, y se limpia. Le pasa uno a Derek, quien hace lo mismo, y luego abre los brazos y se queda tendido en la cama, con la respiración todavía agitada, cierra los ojos, estira las piernas, ha sido demasiado para él. John, a pesar de la oscuridad, puede ver sus facciones relajadas e inocentes, provocándole un enorme arranque de ternura. No puede resistirse, le da un beso antes de dirigirse al baño. Derek apenas logra responder, pobre, ha quedado agotado, bien dicen que el amor cansa, y bastante. Es por eso que John no tiene una gota de sudor. Deja al muchacho ahí, recostado, le murmura, Ha dormir, le parece mucho más fácil esta forma verbal que el presente, no hace mucho aprendió español para poder acostarse con un mexicanito que conociera en su largo, larguísimo viaje de negocios, pero no se topó con ningún mexicanito que le gustara, los veía a todos, horribles, no porque fueran feos, sino porque los jovencitos, los que quería, eran unos verdaderos idiotas. Todos. No sabían ni jota de inglés, no tenían tema de conversación si no era la absurda televisión de su país, la ropa o los mejores antros. No había remedio. Por fortuna, se le atravesó en el camino este bonito espécimen argentino, de ojos grandes, moreno, pelo negro, en pleno desarrollo. Diecisiete años tenía, Wow, fue lo único que dije John cuando Derek le mencionó su edad.

Es una verdadera lástima. Pero es que así no se puede. Cada año hace lo mismo, y aunque esta vez le ha gustado mucho el pibe, sabe bien que no puede quedarse con él. Las promesas no valen nada, apenas se conocen, cómo espera el pobre Derek que un gringo cuarentón, con toda una vida a cuestas, cumpla sus promesas, si le cree es por su ingenuidad adolescente, pero ya aprenderá, con el tiempo se irá curtiendo, los dolores del amor y de la vida lo harán convertirse en un ser frío y calculador, incapaz de amar a nadie. Lo sabe porque son muy parecidos. De inmediato te das cuenta, o al menos así lo cree John, cuando una persona es compatible contigo, por lo que dice, las palabras que usa, hasta los gestos que hace. Toma un poco de papel higiénico y se limpia otra vez. Han sido noches placenteras, ni dudarlo, pero ya, se le terminó su plazo, imposible continuar la farsa. Ya será el año que entra, quién sabe, quizá vuelva a encontrar a Derek por ahí, deambulando por las calles, yendo de un antro a otro porque en todos se aburre, igual que él. O quizá no. Como sea. Le dirá a su mujer y a sus hijos que se va a impartir unas conferencias importantísimas a sus empleados de Polonia. Es ahí donde tiene sus negocios y sus socios, ahí y en Francia, Alemania, Portugal, por toda Europa. En México, ni pensarlo. Además de que no se puede, le gustan mucho los mexicanos, por eso no puede arriesgarse a que en uno de estos viajes de placer, se encuentre a uno de sus colegas y le pregunte qué anda haciendo en el Tercer Mundo, o peor aún, que lo vea caminando abrazado de su chamaco, melosos, comiéndose un helado. La que se le armaría. Pero sabe que está a salvo acá.

Se mira en el espejo y comprueba que no es feo. Su mujer ha tenido suerte. Igual sus hijos, tendrán todo lo que quieran, cuando lo quieran. El único requisito es no cuestionarlo nunca. Su mujer no debe preguntar, ni siquiera pensar, en por qué no le hace nunca el amor. Por qué viaja tanto, por qué tiene secretario en vez de secretaria. En Washington sabe guardar las apariencias y resistir las tentaciones. Se limita a ver, con disimulo, a los latinos que se le van cruzando por la calle, pero jamás le gana el instinto. Es triste, en ocasiones, frustrante muchas veces, sabe que un día no va a resistir y se va a lanzar encima de su amigo Frank, un marica tremendo, por lo bueno y por lo marica, víctima de sus eternas provocaciones. No hay de otra, es hora de volver.

Sus maletas ya estaban listas, detrás del guardarropa. Toma un baño rápido, se viste, se perfuma. Derek se retuerce entre las sábanas. Luce tan tranquilo, tan seguro. Busca en su saco el boleto de avión, debe estar en el aeropuerto a las cinco de la mañana, así que ya es hora de salir. Como siempre hace, le deja un fajo de dólares en el buró, junto con una nota: "Me he ido a San Francisco. Take care. Love. John", se le acerca, no despertará, está bien dormido. Le da un beso en la frente, Last kiss, piensa, le acaricia el cabello. Se da media vuelta, toma su maleta y sale de la habitación. El pobre Derek despertará tarde, se descubrirá solo, sin John, llorará un rato, se llevará el dinero, y se pasará la vida entera juntando plata para irse a San Francisco, detrás de su amado, pero jamás volverá a verlo, porque irá a buscarlo en un tiempo y lugar equivocados.

(FIN)

10/11/07

Un recuerdo que dejo




¿Con qué he de irme?
¿Nada dejaré en pos de mí sobre la tierra?
¿Cómo ha de actuar mi corazón?
¿Aca
so en vano venimos a vivir,
a brotar sobre la tierra?
Dejemos al menos flores
Dejemos al menos cantos

Netzahualcóyotl, tlatoani de Tezcuco (1402-1472)

2/11/07

Virginio Urbina y el Reino de Mictlán



Es que todo fue muy confuso. De pronto ya todas las almas habían sido despachadas y estaba yo, frente a Mictlantecuhtli, que me miraba fijamente desde una nube negra que hacía el papel de trono real. Si no hubiese estado yo muerto, habría muerto de un susto. Y ya me iba cuando Tláloc me detuvo. Supe que había sido él porque de pronto la profunda oscuridad del lugar se diluyó en una neblina brillante y espesa, que llenó el ambiente de tranquilidad. Hablaron entre ellos en el idioma de los dioses, una especie de conjunto de ruidos imprecisos, chillantes, y que sin embargo pude comprender. Tláloc dijo, Esa alma es mía. Pero Mictlantecuhtli se rehusó. De cierta manera, me sentí importante. Mira que no todos los días un par de poderosos dioses se pelean por tu alma.

Es que cuando resbalé del risco, caí al acantilado pero antes mi cabeza golpeó contra una roca. Cuando llegué al agua ya no supe si estaba vivo o no. Cualquier intento por opinar, de todas maneras, sería vano. A ellos qué les interesa mi opinión. A fin de cuentas, qué voy a saber yo de la muerte; ellos son los expertos. Me hice a un lado y esperé. Miraba con mucha curiosidad a mi alrededor. De verdad confiaba en que la muerte sería cosa de no existir. Para mí la vida era el ser, y su contraparte, el no ser. Y ahora estaba ahí, a la entrada de un valle enorme, frío y tétrico. Podía ver uno o dos ríos a lo lejos, la tierra asediada por rocas filosas y relámpagos feroces, y más allá, después del horizonte, se distinguía un lugar despejado y limpio.

Enfoqué los ojos y distinguí las almas de las gentes. Todos eran como calaveras, sólo los esqueletos moviéndose, andando con pasos pesados, desorientados. Nadie les había explicado nada, Mictlantecuhtli sólo les había dicho, Adelante, uno por uno. Miré hacia atrás pero no había nadie. Quién sabe si las muertes se habían suspendido debido a mi caso particular. Me sentí más importante aún. Me puse de pie y avancé un poco. El primer río con el que se encontraban las almas parecía ser de corriente potente, porque muchas eran arrastradas por las aguas. De la inmensa cantidad que se sumergía en él, sólo unos pocos lograban pasar a la otra orilla.

Sentí de pronto una urgencia de mirarme las manos. Yo también era un alma, ¿sería igual sólo huesos? Pero no pude verme. Sabía que estaba ahí, de pie, con la mano extendida frente a mi cara, pero no la veía. Me di cuenta que los esqueletos de las otras almas tampoco parecían muy sólidos. Una ansiedad terrible se apoderó de mí. No podía esperar a que Tláloc y Mictlantecuhtli terminaran de discutir a dónde debía ir yo. Necesitaba llegar a ese valle lejano, despejado y limpio, así que empecé a caminar, casi corrí.

Era difícil dar los pasos. La tierra no era dura, los pies se hundían, a pesar de que no podía verlos. Me costó mucho trabajo llegar a la orilla del río, pero al fin estaba ahí. Respiré y miré adelante. La extensión del Reino de Mictlán se apreciaba mejor de aquí. Logré contar nueve ríos antes de la meta. Pude ver almas cortadas en trozos por el mismo viento, y otras aplastadas por rocas enormes que caían del cielo. Tuve miedo, pero no podía permanecer ahí. Tenía que llegar. Metí un pie al agua y sentí que mi alma se congelaba. Si mi otro pie no hubiese estado todavía en tierra firme, la poderosa corriente me habría arrastrado hasta dios sabe dónde.

En ese momento sentí los ojos centelleantes de Mictlantecuhtli sobre mí, y al siguiente segundo ya estaba yo en sus manos huesudas; me gritaba y me escupía, Está prohibido pisar el Reino de Mictlán sin mi autorización, cómo te atreves... Otra vez, si no hubiese estado ya muerto, me habría muerto del susto. Por esta tontería me expulsaron para siempre del Reino.

Me he pasado los años pensando. ¿Qué tal si ya no muero? Tuve mi oportunidad, y por impaciente, la perdí. Qué se le va a hacer.

(FIN)

30/10/07

Las noches vendidas



"Concéntrate. Tienes que sentir placer".

Siempre ha sido así, Rufino. A pesar de todo, no pierdes la esperanza. Apenas consigues respirar entre sus sudorosas carnes. Tus gemidos, eso cualquiera podría notarlo, no son de placer. Pero hay que trastocarlos, o tal vez él se dé cuenta. A quién engañas. En tus pensamientos estás a salvo. De Rufino y de ti misma. No tienes que fingir en tu cabeza. Puedes pensar, Hijo de la chingada, mientras gritas, Oh, sí, papito. ¿Quién va a enterarse, a parte de ti? ¿Y tú qué vas a hacerte? ¿Quién va a castigarte por odiar al patán de Rufino? Nada cambiará. Por más que lo desees.

Hace cuánto lo conoces. Ya no sabes. Es como si siempre hubiera estado aquí. Su cara te es familiar, lo suficiente como para no temer, para sentirte tranquila, segura. Eso es lo que tiene. Siendo sinceros, no es muy agraciado. Tiene un encanto extraño que lo hace popular entre las damas, eso ni dudarlo, pero de eso a tener atractivo sexual está muy lejos. Digamos que no ayudan sus bigotes disparejos, su penetrante olor a podrido, su piel siempre húmeda y pegajosa, sus manos callosas, duras, incapaces de dar una caricia. Y esos gestos que hace con la boca, como un viejo que juega con su dentadura postiza, es desagradable, asqueroso. Pero sabes que si estás con él no es por eso.

Es la esperanza. Que te rescate de la soledad. Porque temes que un día te levantes de la apestosa cama y descubras que no eres tú, que ya ni eso te queda. Que no te pases la noche esperando, a ver si viene, y si no vino hoy, a ver si viene mañana. Que te quite la incertidumbre que te está acabando, que te dejé aunque sea la seguridad de que un día, cercano o lejano, se va a quedar contigo para siempre.

Qué importa que no sea guapo, que sea un patán, que te coja así, con violencia, con furia, que te encaje las uñas y te grite en el oído. Sus perversiones no te importan. Podría ser peor, lo sabes bien. Tiene poco tacto, pero de eso a nada.

"Ya casi acaba. Le falta poco".

Lo conoces bien. Sabes que a veces aumenta de ritmo y no pasa nada, pero cuando aumenta de ritmo y ahoga los gemidos, cuando se pone rígido, de los brazos, del cuello, es que se avecina el orgasmo. Ya no es necesario que te dé instrucciones. Tú misma alzas más las piernas, para dejarlo subirse hasta tu cara. Cierras los ojos, aprietas los labios. Él ni se fija. Clava la mirada en el abanico de techo, se le dificulta respirar. "¿De verdad disfrutará esto?", piensas, mientras un líquido caliente y salado cae sobre tu rostro. Y él se limita a quitarse de encima, y se desploma en el colchón.

"Estás bien rica, Meme", te dice, mientras enciende un cigarro, porque así hacen en las películas. Ya que te limpiaste, te acuestas a su lado y por fin te sientes en paz. Ha pasado la tortura, el terrible momento de hacer el amor, si a eso puede llamársele hacer el amor. Ahora puedes entregarte a disfrutar su cuerpo aquí, contigo, en el momento en que tú dejas de ser suya, y él empieza a pertenecerte. Ahora puedes engañarte, decirte "Soy feliz, estoy bien", e imaginar que un día, quizá no muy lejano, llegue Rufino no a pagarte dos horas, sino una vida entera; y te diga, "Vente, vámonos de aquí. Vente conmigo".

Hoy no ha sido el día. Hoy te ha pagado dos horas, y las dos horas se han terminado. Ya tocan a la puerta. Gritas, Ya salgo, mientras Rufino todavía se pone los pantalones, tú sólo te pones el calzón, no es necesario más, abres la puerta y recibes a Salomón, siempre viene a las siete en punto. Rufino se va sin despedirse, saluda a Salomón, Buenas, y desaparece en el pasillo. Tú le sonrís a Salomón, y empiezas a engañarte otra vez, a imaginar que si no fue Rufino el que te salvó, tal vez sea Salomón, y que quizá esta sea la última noche de las noches vendidas.

(FIN)

7/10/07

Tarde o temprano



-Prende una veladora, y reza por mí. Esta noche me muero.

Creíste que sería uno más de sus delirios. Tu madre era fuerte como una vaca. Soportaba en silencio el dolor de su cáncer, tensando los músculos, poniéndose rígida, hasta el color le cambiaba por la falta de aire, pero ni un quejido salía de sus labios. Llegas de tu fingido trabajo, y le das todas las atenciones que necesite, que si el juguito de naranja, que si el lavado de pies, que si sacarla un rato al sol. Hasta eso, ese último día, no ibas a salir, te quedarías con ella todo el día, en parte porque no tenías nada qué hacer, pero también porque querías ver si era verdad lo que había dicho.

La alentaste a que redactara su testamento cuando todavía le quedaba algo de lucidez. En aquellos tiempos te agradecía todos los días que la cuidaras, te imploraba que no la dejaras sola, que estuvieras con ella hasta el último suspiro, porque su más grande temor era morir y ser olvidada. Así al menos al hijo menor le quedaría la frustración de no haberla podido salvar, por más intentos que hubiese hecho, o el insoportable recuerdo de su agonía, torturándole las noches. A ti no te iba a quedar nada de eso, sino la casa y el dinero: te había hecho su heredero universal. Se te olvidó entonces la tristeza que había nacido en ti cuando escucharon el diagnóstico del doctor. Tu hermano tomó a su esposa y a sus hijos, y se mudó al piso de abajo. Ni te dirigía la palabra. Tu madre decía que lo comprendieras, que había sido un golpe terrible, que él era muy sensible y tú muy fuerte, que no le hicieras caso. Luego le remordió la conciencia, pero ya no lo dejaste regresar. Le prohibiste la entrada a tu casa, cambiaste la cerradura, pero no por rencor, sino pensando en futuro, siempre fuiste tan previsor, así no te podría reprochar nada, cuando tuvieras en tus manos la casa y el dinero, no iba a tener ningún derecho a reclamar su parte.

Le comentaste a tu amante alemán quién sería el próximo dueño de la enorme casa, con 8 departamentos independientes para rentar, dinero suficiente para vivir, y vivir bien. Después de hacer el amor, se quedaban acostados, haciendo cuentas, pensando qué se podrían comprar con aquel dinero, a dónde viajarían, qué negocio pondrían. Pero el avance de la enfermedad fue retrocediendo gracias a las poderosas defensas de tu madre y a las efectivas medicinas que le comprabas. Fue idea del alemán, no tuya, frase que ahora no te cansas de repetirte. Él te comentó, Y qué pasa si no le das todas las medicinas. Era verdad, aquellas pastillas e inyecciones estaban arruinándote el futuro. El doctor había dicho que sólo un milagro podía salvarla. Tú no creías en los milagros.

Temías que se diera cuenta. Temías que tu madre fuera de esas personas paranoicas, y que en cualquier momento te descubriera, te lanzara platos, vasos, gritándote, Maldito, desagradecido, asesino, y pidiendo auxilio a tu hermano. Pero no fue así. Las medicinas la habían vuelto dócil, distraída, habían perturbado su memoria. Un día olvidó el nombre de tu hermano. Luego, olvidó que tenías uno. Primero le diste las pastillas a deshoras, a ver qué pasaba. Pero nada. Ella seguía igual, el doctor seguía diciendo que todo iba bien, que estaba mejorando. Así que suprimiste una, al azar. Se le quitó el hambre, dejó de comer. Pero aun así, su salud seguía estable. Entonces le quitaste otra. Y cuando la paciencia se te acabó, y pasaron dos años de quitarle pastillas y tu madre no se moría, se las quitaste todas. Todas. Le dabas dulces en su lugar, y le inyectabas agua. Entonces comenzó el deterioro, a una velocidad vertiginosa. Se le cayeron el pelo y las uñas. Se le partieron los labios. Envejeció de pronto, no podía caminar. Y tú veías el éxito venir, nadie sospechaba, el doctor decía, Tarde o temprano tenía que pasar, los medicamentos sólo estaban retrasando lo peor, pero al parecer, ya no funcionan.

Volvió a ti el alemán, pues por esos tiempos se había alejado, creyéndote débil e inmaduro, pero apenas se enteró que tu madre estaba en las últimas, se enamoró otra vez. Rehicieron los planes, las cuentas y los viajes. Te revolcabas con él y soñabas con tu madre, revolcándose también, pero en el dolor de su cama. Habías empezado a hartarte. Desde hacía seis meses no le dabas medicamentos, y todavía no se moría. Tu hermano había empezado a sospechar, y se metía a tu casa por la puerta de atrás. Un día descubrió el frasquito de las medicinas, olorosas a chocolate. Por fortuna no lo dejaste probarlas. No ves lo caras que están, apenas si me alcanza para comprárselas. Tu madre se había asustado con los gritos. Entraste en la recámara, luego de correr a tu hermano, y le acariciaste la cabeza, mientras la engañabas, Todo va a estar bien, te vas a recuperar, vas a ver.

Y al fin, aquella mañana ella misma te había dado las instrucciones de qué hacer cuando muriera, cómo quería su ataud, qué vestido quería traer puesto. La escuchaste atento. Se pasaron el día juntos. Cuando le llevaste las pastillas, te tiró la charola, furiosa, y te gritó, Para qué, si no sirven para nada. Tú te quedaste temblando. Era verdad que habías puesto en marcha aquel plan maligno sin que nadie te obligara, pero te aterrorizaba la idea de que alguien te descubriera, peor si era la propia víctima. Hiciste un segundo intento, Pero mamá, son por tu bien, para que te pongas mejor, y te agachaste a juntarlas, pero tu madre otra vez gritó, Cállate, no quiero nada. Bueno, allá ella. Se pasó el día entero en la mecedora, sin hablarte, sin mirar nada, sin moverse siquiera. Llegada la noche, murmuró, con una voz débil, de moribunda, Llévame a acostar. Dejaste la revista que leías en el sillón, y la cargaste hasta la cama.

La arropaste y le acomodaste la almohada. Ya te ibas, para acostarte también, pues te hayabas fastidiado por la falsa promesa y la espera eterna, cuando te detuvo, tomándote de la mano y negándose a soltarte. Se le empezaron a cerrar los pulmones. Sentía la muerte ahí, acostada a su lado, acariciándole el rostro, invitándola, Vente, vámonos, mientras ella le respondía, Espérame, dame un minuto. Te clavó los ojos, y tú le evadías la mirada, A ver mamá, no te sientes bien, verdad, deja llamo al doctor. Ella dijo No, ya no lo necesito. Entonces capturó por fin sus ojos. Se quedaron así, tú pidiendo disculpas, con las lágrimas a punto de salir, ella conteniendo a la muerte. Al final, con el último suspiro, pronunció tu propia sentencia:

-Ojalá que disfrutes mi casa y mi dinero, cabrón.

Y murió.

(FIN)

26/9/07

Antropología




"La atracción de lo extraño y distante ejerce una influencia peculiar en los que están descontentos de sí mismos o que no se sienten agusto en su propia sociedad"

-Clyde Kluckhohn

11/9/07

Los profetas (parte dos)


Subieron las escaleras hasta el tercer piso. Julia se detuvo en el rellano, sacó de su diminuto bolsillo una único llave, y abrió la puerta. Entró, y luego le hizo señas al vagabundo para que entrara también y no hiciera ruido. Seguro su madre ya estaba despierta, pero no quería que se espantara con aquella ocurrencia suya. Y es que estaba convencida de que la idea había sido una iluminación súbita, por eso su madre tendría que comprenderla. Le murmuró al vago, Siéntate, pero éste no hizo caso, no parecía estar poniendo mucha atención en lo que estaba pasando, con los ojos fijos en las caderas bamboleantes de Julia. A pesar de ser una cuarentona, poseía una buena figura, con el busto erguido y las caderas anchas, su rostro limpio y delicado, era bonita, no vamos a negarlo. Llamó a su madre con sigilo, como una niña que sabe que hizo una travesura y está dispuesta a confesarlo todo. Le parecía que el tiempo había avanzado demasiado rápido, pues el sol ya estaba alto. Hacía un calor infernal, se quitó el chal y lo dejó por ahí. Los aviones sobrevolaban la ciudad. Nunca se sabía si eran los propios o los del enemigo, pero ya se habían acostumbrado. Además, sólo por las noches bombardeaban. El televisor de la recámara estaba prendido, pero no había señal, como siempre. Vio la cabeza de su madre, le daba la espalda en la mecedora. Pero no se mecía. Parecía mirar el televisor atenta, esperando algo. Ya había pasado antes, que la madre encendía el televisor, y esperaba, luego, de pronto, gritaba, Viste, pero Julia nunca veía nada. Ya estaba vieja, su pobrecita madre. Y un día tenía que suceder. Pasó justo a tiempo.
Sus ojos bien cerrados. Sus manos sobre el regazo. El rostro tranquilo, como si estuviese en un sueño profundo. Quizá la estuvo esperando. Quizá sospechó lo que iba a pasar aquella tarde, y decidió irse antes. Julia dejó escapar unas pocas lágrimas antes de echarse a la cama y llorar un largo rato, en silencio. Se había quedado sola. Presenciaría el fin del mundo sin nadie con ella, sin haber hecho tantas cosas, como casarse, comer helado o ponerse una tanga. No haber hecho todo eso no le importaba mientras tuviera a su madre, pero ahora ella no estaba. No se dio cuenta del tiempo, pero dejó de llorar cuando ya los ojos le ardían y las rodillas se le habían entumecido. Se quedó recostada, deseando que llegara la tarde y que el mundo se acabara de una vez por todas, para no tener que pasar aquel dolor.
En ese momento sintió una mano dura y áspera sobre su gluteo, acariciando despacio. Luego la otra mano, en el otro gluteo. Al principio se espantó, pero la sensación era tan agradable que no hizo nada para detenerlo. El profeta callejero se había metido a hurtadillas a la habitación. Julia se dio la vuelta para verlo, y descubrió que ya llevaba los pantalones abajo, todavía con su erección y el pene babeando lubricante. Jamás había visto una cosa así. Sintió más calor, y de golpe comprendió todo otra vez. Por qué lo había encontrado justo hoy. Por qué lo había llevado a su casa. Por qué su madre había muerto antes de que llegara. Tomó al vagabundo de las muñecas y lo jaló hacia ella. Lo llenó de besos, desesperados y violentos, que sabían a mugre y a sudor. El vagabundo no hacía más que mover la cabeza de un lado a otro y abrir y cerrar la boca. Pronto ambos se despojaron de sus ropas y comenzaron a acariciarse. Julia había escuchado que, si no quería embarazarse o enfermarse, debía usar condón. Pero mierda, con el fin del mundo a unas cuantas horas, no iba a volver a vestirse para salir a comprar un maldito condón. Había que aprovechar el momento. Acostó al vago de espaldas y se le subió encima. Casi de inmediato sintió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo, cerró los ojos y un cosquilleo insoportable la invadió. Pero no se detuvo. Al contrario, siguió hasta que la sensación, la mejor que había experimentado, se repitió. Y así una y otra vez.
No le cabía duda en aquel momento, dios era sabio. Se paró y tomó al vago de la mano, para llevarlo al baño y limpiarlo, porque el sabor de la mugre en un principio no le importó, pero ya le empezaba a parecer repugnante. Iban por el pasillo de la recámara cuando oyeron las primeras explosiones. Los aviones parecían volar a dos centímetros de sus cabezas. Las sirenas de alarma sonaron por toda la ciudad, y los gritos de la gente inundaron el aire. No alcanzaron a llegar al baño, pero antes de que el fuego arrasara también con ellos, Julia abrazó al vagabundo y apretó sus labios contra los suyos, congelando ese último beso en el final de los tiempos.

(FIN)

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[Primera parte]

8/9/07

Los profetas (parte uno)


Era una suerte que se supiera la misa de memoria, porque aquella mañana no había podido concentrarse. No escuchó ni una palabra de lo que dijo el padre, pero se ponía de pie en el momento adecuado, se persignaba cuando había que hacerlo, y se daba los habituales golpes de pecho como la más arrepentida de las pecadoras, pero su mente no estaba ahí, en la iglesia. Se había quedado, su mente, en la cama, entre las almohadas, ya a esta hora lisas y en su lugar, encima de la cama impecable. La razón, simple: su pesadilla. Era la misma pesadilla de siempre. Pero ahora, de alguna manera, ya no era igual. Ahora la sentía más como una premonición, un aviso, o un anuncio de lo inmediato. Ya no sentía que faltara mucho tiempo. Esa misma tarde, quizá, se acabaría el mundo.
Su madre le dijo toda la vida, Julia, te vas a volver loca si crees en todo lo que sueñas. Por eso la niña Julia había terminado convencida de que, a pesar de soñar lo mismo todas las noches, no debía creer que algún día se volvería realidad. El fuego, la sangre y la muerte en sus sueños ya no la afectaban, y vivía su vida como cualquier mujer decente debía vivirla, a sus 37 años. Tenía su casita en un edificio humilde, cuidaba de su madre, pues como la hija menor le correspondía hacerlo hasta su muerte, no hablaba con los hombres, ni pensarlo, iba al mercado cada tres días, preparaba el desayuno, la comida y la cena, y acudía a misa a rezar por la salvación del alma de su madre y de la suya propia. Su hermano mayor, el ingeniero, las mantenía, como debía hacerlo por ser el único hombre de la familia. No era muy bueno su hermano. Ya la había amenazado: nomás se muere nuestra madre, Julia, y te vas a tener que poner a trabajar, no voy a mantener viejas güevonas. Julia pensaba en esto cuando terminó la misa, y sonrió. Ni va a tener que preocuparse, pensó, porque el mundo no va a durar hasta que se muera mi mamá.
No iba a comentarlo con nadie. Imagínate, ir diciendo por ahí que soñó que el mundo se iba a acabar por la tarde, ni pensarlo. O creerían que está loca, o enloquecerían ellos. Pero, ¿y si dios la responsabilizaba por no decir nada? ¿Qué tal si, en las puertas del cielo, dios la detenía en seco y le decía que no podía entrar porque no había cumplido con su misión? Patrañas, dios elegía a gente mejor preparada y con muchos más sesos para sus misiones. Además, sería su culpa, por no haber sido claro. Ella sólo soñó que el mundo se acababa, no que debía pregonarlo por el mundo para que la gente se preparara. Iba doblando en la esquina cuando lo vio. Era alto, moreno, con la barba crecida y los ojos vacíos, andrajoso y pestilente. Con una campana medio oxidada trataba de llamar la atención, y cuando se percataba que la gente volteaba a verlo, les decía, con toda la determinación que su euforia le permitía, ¡El fin está cerca! ¡Muy cerca! Julia se le quedó mirando, asombrada. Y el profeta incomprendido también la miró, pero cuando captó sus ojos, dejó caer la campana de su mano, y se quedó petrificado, observándola. Julia sabía. Sabía que él sabía. Jamás lo había visto, pero lo reconoció de inmediato, creyó que así funcionaban los designios de dios. ¿Qué haría con él, ahora que lo había encontrado? Ni siquiera sabía que tenía que encontrarlo, pero ahora que estaba frente a él, y que él se había detenido frente a ella, todo le resultaba bastante claro. La pregunta ahora era Para qué. Y el problema era que faltaba poco tiempo.
Se acercó con cuidado, como si el hombre pudiera lanzarse contra ella y morderle el cuello en cualquier momento. Pero él no hizo movimiento alguno, se quedó inmóvil, esperándola, y cuando la tuvo a un palmo, siguió sin hacer nada. Julia lo miró de arriba a abajo. Su olor era insoportable. Le faltaba un diente. El bigote y la barba crecían, desordenados, bajo sus propias reglas, y no llevaba ropa interior, a juzgar por la notable erección del hombre. Aquello podía ser una señal, porque Julia notó enseguida que la erección del hombre, torcida a la derecha, señalaba en dirección a su casa. Lo tomó de la mano, y dirigiéndolo con cuidado, se lo llevó todo el camino hasta su casa. Pasaron por ahí unas mujeres de la iglesia y la saludaron. Cuando estuvieron fuera del alcance del oído de Julia, murmuraron, Mira la muchacha, que alma tan bondadosa, recogiendo locos. El hombre no habló más en todo el camino. Julia se cubría la cabeza del sol con su chal, y caminaba despacio, para no espantar al profeta callejero. Tenía ganas de preguntarle cosas, de compartirle sus sueños, de decirle, Somos iguales, pero no dijo nada. Sólo caminaron en silencio, todo el tramo, hasta el edificio donde vivían Julia y su madre.

(CONTINÚA)

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[Segunda parte]

6/9/07

Que bonita boda (segunda parte)




2. El novio.

Hizo todo de forma mecánica. Le pidió a José Luis el video de su boda, y lo vio una y otra vez, hasta que aprendió los pasos que un buen novio debía ejecutar. Desde el Sí acepto, hasta el brindis al llegar a la recepción. Y vio que a partir de ahí, ya no era necesario. Que Diana se divirtiera con su fiesta, él casi no había invitado a nadie, a algunos socios nada más, y claro, a Emanuel. Su madre se había encargado de darle clase a la fiesta, según sus propias palabras, porque si por Diana fuera, hubiese invitado a todo el rancho. Por fortuna le restringieron las invitaciones, y la boda fue una mezcla de fiesta popular con distinguido coctel. A Raúl poco, o nada, le importaba aquel asunto. Le gustaba consentir a Diana, porque veía que se ponía contenta cuando le compraba algo, o cuando le daba dinero, cuando la llevaba a algún lado. Y le gustaba verla feliz, bueno, por algo la había elegido a ella. Además, tenían una especie de pacto secreto. Él sabía que Diana sospechaba algo, que intuía algo, justo como su madre, pero con su madre no tenía pacto alguno, sino una guerra. Ella misma se encargó de que la invitación no llegara a manos de Emanuel. Pero sus intentos fueron vanos, porque a pesar de todo, Emanuel vino. Raúl lo vio en cuanto llegaron. Estaba en la última fila, con su mirada melancólica, con un traje elegante, negro, y sus ojos brillantes. Había llegado a pensar que no vendría. Que su furia había sido tanta, que se alejaría para siempre, que había cumplido sus amenazas, sin importarle lo que le juraba Raúl, una y otra vez, A ti te amo, sólo a ti.

Fue duro para el pobre muchacho. Se había ilusionado tanto. Raúl lo mantenía al margen de su vida pública, lo escondía como a su más preciado tesoro. Iba por él a la escuela, en su coche menos lujoso, para no llamar la atención, y lo llevaba a algún mirador, al estacionamiento de un centro comercial, al principio, después empezaron a ir al motel más seguro del mundo gracias al dinero todopoderoso. Emanuel no entendía la razón del clandestinaje. A él le parecía tan natural. En la escuela podía ver a las parejas de hombres echados en el pasto, sonrientes y amorosos, o a las muchachas besándose, y creía que el temor de Raúl era por su edad. Siempre le decía que no tenía nada de malo. Que nunca se era demasiado grande como para empezar a ser auténtico. Una tarde le explicó todo. Su pasado, su vida pública, sus relaciones multimillonarias que, de fracasar, llevarían a la quiebra no sólo a su familia, sino a muchas otras que trabajaban en sus empresas. Que debía mantener las apariencias, porque a los socios no les gustaban los escándalos. Por eso, le dijo, voy a casarme con una mujer. Lloró por horas Emanuel, herido y destrozado, pero incapaz de asesinar el amor que ya sentía. Raúl le había dado alternativas que parecían sacadas de novelas de ciencia ficción, fingir su muerte y escapar, por ejemplo, o llevárselo con él a todas partes, aparentando ser su asesor, o su sobrino. La sola relación de ellos dos era riesgosa. La madre de Raúl lo sabía, por eso había insistido tanto en la boda.

Y a pesar del dolor, a pesar del incierto futuro, Emanuel acudió. Encontró a Raúl en medio del jardín, lo tomó de la mano y sin decir una palabra, sin hacer promesas que tal vez no se habrían de cumplir, se dispuso a disfrutar aquello mientras durara. Ni los millones de dólares, ni los socios internacionales, ni la esposa interesada podrían acabar jamás con el inmenso amor que se tenían, eso lo sabían muy bien los dos. Se fueron a un baño privado, que Raúl había rentado y que era independiente al del salón, y ahí se desnudaron, a prisa, con furia casi, y a lo lejos se escuchaba la fiesta, en su máximo esplendor, y al animador gritando, Ahora que pase el novio a la pista, y a alguien diciendo, Está en el baño.

(FIN)

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[Primera parte]

3/9/07

Que bonita boda (primera parte)



1. La novia

El salón está a reventar. Todos los que fueron invitados, vinieron, todos los asientos están ocupados, y además, hay gente en la pista, bailando, conversando, tomándose una cerveza. La boda ha sido un éxito, los fotógrafos no se dan abasto con las personalidades que aparecen, inesperadas, en el cuadro, y las luces de los flashes parecen ir acordes con el ritmo de la música. Vaya, hasta hay gente alrededor de la piscina, quién sabe si con intenciones de meterse, de refrescarse un poco, a nadie se le avisó que podían traer traje de baño, por eso, asumen, tampoco se puede uno meter al agua. Qué importa, hay trago, música, y muchos, muchos solteros. Ella va de un lado a otro, saludando a quienes conoce, siendo interceptada también por los que no conoce, quienes la felicitan, le dicen, Que bonita quedaste, que bonitas las mesas, que rica la cena, todo perfecto, muy bonita boda, cásate más seguido. Le duelen las mejillas de tanto sonreír. Va de un lado a otro, a veces por su propio pie, a veces guiada por la mano de su hermana que le quiere presentar al novio de Anastasia, o la trae de la mano la nuera para que conozca a la tía que vino de Calcuta, qué andaba haciendo por allá, sólo ella sabrá, a Diana no le importa, no pregunta, lo único que dice es Gracias por venir, gracias por venir, luego la llevan, el animador del grupo musical invita a la novia al centro de la pista, Que pase la novia, y Diana, fascinada, extasiada, a punto de reventar de tanta y tanta felicidad que se le sale por todos los poros, pasa, y baila, a su alrededor todos aplauden, y el animador vuelve a intervenir, Ahora que pase el novio a la pista, se escuchan más gritos, chiflidos invitando al novio para que baile también, pero el novio no aparece, no está, nadie sabe dónde anda, No está, pregunta el animador, alguien grita, Está en el baño, la carcajada es general. Diana sabe que a Raúl no le gusta bailar, que no le gustan las fiestas, que no le gustan las multitudes, y que el pobre aceptó pagar la boda a pesar de todo, tanto ha de amarla.
Logra escaparse de las manos y las voces que la llaman. Está exhausta. Se sienta en una jardinera, el vestido pesa como no se imaginó jamás, muere de calor, le pide a un mesero una cerveza. Consigue borrar por un instante la sonrisa de su rostro, y sus músculos faciales toman un respiro. Que bonita boda. Hasta ahora no había pensado, si era una buena decisión, si no se habría precipitado. Casi no conocía a Raúl. Fue su secretaria un tiempo, hasta que de pronto, sin siquiera saber su nombre, se le acercó con timidez un día, y la invitó a cenar. Ella aceptó, gustosa, pues desde que lo vio le pareció atractivo. Quién sabe si por sus finas facciones o por sus múltiples cuentas de banco, con muchos ceros, heredadas por el magnate que había sido su padre. Y a pesar de que era él quien la llevaba, que al cine, que al teatro, que al restaurante más caro de la ciudad, que a la fiesta más privada, siempre parecía que era ella la que lo estaba cortejando. La que le buscaba los ojos para darle un beso, la que le tomaba la mano o le proponía un tema de conversación. Él nunca hablaba de asuntos personales. Debía ser Diana la que intuyera que estaba preocupado, enojado o triste, y entonces se encargaba de consolarlo. Le tomó un cariño muy maternal, que jamás se transformó, ni se transformaría, en amor. Pensó en esto cuando Raúl le propuso matrimonio, con su frialdad e impersonalidad características. Creía que, como en los cuentos de hadas, un día llegaría un valeroso caballero a resolverle la vida, a llenarla de pasión y de caricias, aspecto en el que por cierto era Raúl muy torpe y brusco, y sería ella la mimada, la consentida, la princesa. Qué importaba. El dinero podía comprar mucha felicidad.

[Continúa]

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[Segunda parte]

20/8/07

Piel de plástico



Despierta solo en la cama, con la cabeza a punto de estallarle, y muy desorientado. No hay duda, esta es su cama, y su recámara, por donde la luz entra a bocanadas en la primer mañana soleada del invierno. A pesar del intenso sol, hace frío, y Gil busca la colcha, con los ojos entrecerrados, en el suelo. Se tapa, retornando así a la oscuridad cálida de sus sueños. Anoche estuvo bien. Quién diría que por única ocasión Juani tendría razón. Ella no es tan mala. Sólo a ella puede considerar como su amiga. Se preocupa por él. Le lleva de comer, a veces. Le consigue trabajos buenos. Lo invita al cine, a un concierto, o a ir a tomarse un café, un helado. Lo aconseja. De no ser porque se conocen muy bien, Gil creería que le gusta. Pero ella sabe muy bien cómo es él. Sabe que no tiene ojos más que para Butch. Y hablando del muñeco...
De un salto se levanta, abriendo mucho los ojos, diciendo, como en las películas, Butch, llamándolo, preguntándole al aire por él, y quedándose ciego unos segundos por el paso de la oscuridad a la luz. No recuerda muy bien qué pasó anoche. Ni siquiera sabe si se enteró del nombre del fulano que se trajo a la casa. Sólo sabe que tenía unas manotas que daban miedo. Aún las siente en la piel. Mas no es momento de pensar en vanalidades, ahora mismo hay asuntos más importantes qué atender, o hay al menos uno, pero es como si contara por todos los asuntos de su vida: dónde carajos dejaron a Butch anoche. Quién sabe, tal vez el fulano todavía ande por aquí, esté en el baño, o en la sala, o preparándose un té, un café, Gil se pone la ropa, unos pants y una camisa, por estos días se ha puesto guapo, ya no es más el muchachito escueto y sin chiste, le pasa algo a su rostro, Juani se lo ha dicho, sin precisar bien los detalles, sólo sabe que hay algo, que le ha cambiado algo, por eso su conquista de anoche, en otros tiempos habría regresado solo a casa, a pesar de sus repetidos intentos, pero siempre estaba Butch para consolarlo, él jamás se había atrevido a abandonarlo, despertaba ebrio y triste, con Butch a su lado, los ojos abiertos, la boca abierta también, marcados los músculos con un color más fuerte en su piel de plástico, y se abrazaba de él con tal desesperación que a veces temía reventarlo.
Lo vio por primera vez en una sex shop. En ese entonces le parecía una ridiculez, una tontería, un juego casi. Preguntó el precio, según él, nada más por curiosidad. El encargado de la tienda no le dio importancia, todos los días iba gente así, o muy pervertida o muy desesperada, preguntando por todo, era el método general, excepto el de unos pocos, los más valientes, que tomaban lo que querían sin preguntar nada a nadie y lo llevaban directo al mostrador sin importar si hubiese o no gente, pagaban y se iban por la calle muy contentos con sus nuevos artículos en bolsas negras con el sello de la tienda. Gil no era tan osado. Hasta la tercera ocasión que puso un pie en la tienda, casi un mes después, durante el cual soñaba y fantaseaba con Butch, que así decía en la caja que se llamaba, pensando cómo una piel de plástico y un cuerpo inarticulado podrían provocarle placer. Tomó la caja, los ojos del encargado fijos en él todo el tiempo, no fuera a robarse algo, y se anduvo paseando por la tienda. Tomó también unas revistas, una película y unos condones. Condones, pensó el encargado, No se necesitan condones para cogerse un muñeco, pinche pervertido pendejo. Gil, incapaz de conocer lo que habitaba la mente del vendedor, agradeció con una sonrisa nerviosa y se fue. Jamás volvió a ese lugar.
Lo guardaba en secreto, a salvo de todo y de todos. Nunca le mencionó a nadie su compañero nocturno, el que le devolvió la sonrisa al rostro, el que lo hizo olvidar sus fracasos sentimentales, era suyo, no lo quería compartir, no deseaba exponerlo al juicio feroz de los que supieran de él. Conocían bien las consecuencias, lo relajado que estaba, la risa espontánea y hasta entonces desconocida, el optimismo, la seguridad. La única que sospechó fue Juani. A ella no podía engañarla, y le dijo. Le habló de Butch. Hasta se lo enseñó. Lo mantenía desnudo siempre, con el pene artificial erecto y los pies pequeños, desproporcionados, las manos sin dedos, los vellitos pintados en el pecho. Es una aberración, dijo ella, espantada. Le costó trabajo a Gil hacerla comprender que era asunto suyo, no de un psicólogo o un doctor, que estaba conciente de lo que estaba haciendo, que sabía que Butch era un muñeco y no un hombre de verdad, que no estaba perdiendo la razón. A Juani le costó un tiempo asimilarlo, pero cuando al fin lo logró, de algún modo se hizo de centenares de amigos para presentar a Gil, pero él nunca podía entablar una relación, por más que quiso. Hasta la noche anterior, cuando salió por su propio pie al antro cerca de su casa, conoció a este fulano, se besó con él, lo acarició, lo invitó a su casa, Vivo solo, le dijo, y tengo un amigo, era arriesgado, pero como iba a ser su primera vez, iba a sentirse más seguro con Butch ahí, vigilando.
Cuando lo sacó del clóset el fulano sonrió, pensando, Maldito pervertido, me encanta. Tomó a Gil y al muñeco y los echó en la cama. Estaban ebrios, no supo cómo pasaron las cosas, hasta que despertó, y vio los condones esparcidos por aquí y por allá. En definitiva, el fulano este se había ido, no estaba su ropa. Tampoco estaba Butch, ni en la sala, ni en la cocina, ni en el patio, ni de vuelta en el clóset. Gil se puso de rodillas frente a la ventana, y lloró. Al principio de su llanto porque lo extrañó. Pensó que ya no tendría su compañía incondicional, que ya nadie le daría cariño, comprensión, placer como Butch. Pero luego, poco a poco y conforme sus cavilaciones avanzaron, lo odió. Porque se había ido. Porque había provocado que el fulano que se trajo a casa se lo llevara, tan hábil era en la cama, o más que Gil, al menos, y se sintió desplazado, traicionado, y abandonado. Ya más calmado, aceptó que no iba a tener otra salida. Volvería a esa sex shop, y se haría creer que Butch estaría ahí, esperándolo, como si nada de esto hubiese pasado, para empezar de nuevo.

(FIN)

7/8/07

Príncipe azul



Noche de lluvia copiosa. Llega Omar a la clínica, al área de emergencias, para preguntar por su mil veces adorado Damián Ruvalcaba. No comprende cómo le pudo pasar eso. A dónde iba, con quién, para qué, pero no era culpa suya. El pobrecito no sabía cuidarse solo. La falta, lo sabía bien, la había cometido él mismo, por abandonarlo una noche nada más. Nadie sabe nada de él. No traía identificación. No pueden dejar pasar a Omar porque, el muy listo, tampoco la trae. Le preguntan si es familiar, No, soy su novio, Lo sentimos, el paciente está en shock, no podemos arriesgarnos. Tendrá que esperar. Tampoco le dicen su estado, para eso tiene que esperar al doctor. Sólo sabe que fue un accidente de coche. Qué imprudencia, en el coche de quién, persiguiendo qué. Omar enciende un cigarro y sale a la calle. Debe protegerse de la lluvia en el techito de la entrada. Eso es mala suerte, protegerlo día y noche, día tras día, de todo peligro, de todo lo que Omar consideró peligroso, de su vida de provincia, de sus amigos que venían a buscarlo, de su familia que quería verlo. No, ellos eran peligrosos, lo que no querían era que su hijo ejerciera su sexualidad de forma libre, querían disuadirlo, apartarlo de él y de la vida que llevaba con Omar, porque, le decían, era mala influencia. Por favor, mala influencia, pensaba Omar, quien se desvivía por el muchacho, quince años menor. Pero qué muchacho. Era un verdadero príncipe azul, con su tez blanca, sus ojos miel, su cabello sedoso, sus facciones finas, su cuerpo marcado. Jamás había visto a uno igual, y qué suerte, había caído en sus manos.
Cuando lo encontró era la inocencia encarnada. El pobre no sabía nada de nada, ni siquiera sabía que se había metido en un bar gay. Lo vi muy lleno, le contaría después, y por eso entré. Como el lugar era grande, se fue metiendo, subió las escaleras, nunca vio nada sospechoso, ni siquiera notó la total ausencia de mujeres, ya estaba en el cuarto oscuro, sin sospecharlo, y ahí fue cuando lo vio Omar. A este me lo pesco porque me lo pesco, pensó, y dejó ahí a su amigo para irse detrás de Damián. Dócil como siempre, el muchacho se dejó querer. Pero a Omar no le gustaba hacer esas cosas en público. Por eso le preguntó, Dónde te quedas hoy, y Damián, sincero como sólo él podía ser, contestó, No tengo dónde quedarme. Ah, me gané la lotería, pensó Omar, y se lo llevó a su departamento, pequeño, pero lujoso y acogedor. Ahí se quedaron esa noche, y las siguientes, todas.
Era un provinciano prófugo de las reglas absurdas que sus padres le imponían. Lo obligaban a trabajar en la televisora local de San Luis Potosí por un sueldo que se iba, completo, a las arcas de don Lucio, y lo retenían en casa el resto del día, sin comunicación alguna con el exterior. Su madre sabía que era su apariencia lo que le abriría las puertas del mundo, por eso le compraba cremas y tratamientos contra las arrugas, aunque cualquiera pensaría que intentar prevenir las arrugas a un muchacho de 17 años es algo excesivo. Por eso se escapó, un día, con Laura, su vecina, a la capital. Él mismo pensaba que tuvo suerte de encontrar a Omar. Jamás imaginó que sería gay, ni le preocupaba serlo, Omar le decía que no tenía nada de malo, que se dejara guiar por sus instintos. Y bueno, Damián aceptó, al fin y al cabo, estaba empezando una nueva vida, y la había empezado con mucha suerte.
Omar se lo llevaba a todas las fiestas y reuniones a las que iba. Su vida social brilló más que nunca, pues cuando llegaba a cualquier lugar, todo el mundo volteaba para verlo, más a Damián que a él, pero le encantaba aquello, escuchar el rumor general de Mira, ya viste con quién viene Omar Muñoz, No sé, quién es, No, yo tampoco sé, pero está divino el tipo. Y así era siempre. La paternalidad con que Omar trató a Damián volvieron a éste dependiente de todo cuando el otro le podía ofrecer. No tenía que trabajar, pues Omar tenía un empleo muy bien remunerado y no era necesario, hasta le compraba sus lujos, que él ni pedía, pero lo hacían ver mejor. Por eso no lo abandonaba. Eso, aunado a su buen corazón, lo hacían sentirse en deuda con Omar.
Y cuando Damián se quedaba un poco rezagado, a Omar lo rodeaban sus amigos, ávidos de curiosidad algunos, otros muertos de la envida, y le preguntaban De dónde te sacaste a ese papito, y Omar sólo decía, Pues ya ves, un día me tenía que llegar mi príncipe azul, verdad que está guapo, les preguntaba, y ellos, Guapísimo. Eso era todo. Eso llenaba de satisfacción los oídos, el corazón y el ego de Omar. Presumir a Damián, llevarlo por ahí como nueva adquisición, que lo fotografiaran las revistas sociales con él, que todo el mundo lo viera con el hombre más guapo que haya existido en la historia, y que fuera suyo, que fuera dócil, amable, educado, que no lo quisiera por su dinero, sino porque en verdad se sentía dependiente de él.
Señor Muñoz, preguntó el doctor. Omar se puso de pie. Casi se quedaba dormido, viendo en la televisión los noticieros repetidos. El doctor se lo llevó por el pasillo hacia los cubículos. Le informó que Damián se había tranquilizado con sedantes y que ahora lo único que pronunciaba era su nombre, Omar Muñoz. Que había sido un accidente gravísimo, que el acompañante misterioso de Damián había muerto, y el coche había quedado deshecho. Que los traumas y lesiones de Damián eran serias y que necesitaría muchos años de rehabilitación. Pero él, cómo está, preguntó Omar. Las llamas le destrozaron el rostro, le dijo el doctor, estamos a la espera de un donante para injertarle piel. Omar quedó en silencio. El doctor siguió, Además, la pierna derecha quedó inservible, tuvimos que amputarla. Ya, basta, era demasiado, Omar no quería escuchar más. Hubiese preferido que le dijeran que estaba muerto antes de ver profanada tanta belleza, su propia belleza.
Quiere verlo, preguntó el doctor, a lo que Omar, todavía impactado, respondió con un seco No, dónde pago. El doctor, confundido, le señaló el área de cajas y Omar dio media vuelta, pagó la cuenta de Damián y salió de la clínica, decepcionado. Había perdido a su príncipe azul, al único que había encontrado, y no lo recuperaría jamás.

(FIN)