
Tal vez es tiempo de decirle la verdad a su marido. Las palabras son secillísimas, sólo hay que pronunciar Ya, no esperes más, no voy a sangrar porque estoy embarazada. Sabe de antemano lo que pensará, las tonterías que se imaginará, que esta niña que desposó es una cualquiera, una perdida, quizá la acuse de adulterio como muchos maridos y la condenen a morir apedreada, pero ella no está segura, si el milagro sucedió antes de casarse, entonces no es adulterio... Pero es absurdo lo que piensa. Dios mismo impediría que la madre de su hijo muriera por una bobada. Él tendría que aceptarlo, tendría que creerle, por obra y gracia del Señor.
Se limitaba a observarla atento, impaciente, marcando los días y midiendo los cambios en ella, muriendo por la desesperación de no saber qué pensar, qué hacer. La había elegido porque le parecía hermosa, tierna, con un aire todavía infantil irresistible. También había creído que era ingenua, apacible, y muy sumisa, como debía ser una buena esposa. Y todo parecía indicarle que estaba en lo correcto. María no hablaba de nada, con nadie, no salía de casa más que para lo indispensable, sus guisos se iban perfeccionando con el paso de los días, y en las labores domésticas no era muy buena, pero él sabía que debía ser la edad, y lo que valía era el esfuerzo que hacía. La notaba temblar cada vez que se le acercaba como hombre, por eso se había contenido, y sin embargo, le angustiaba que ya llevaran casi un mes de casados y ella todavía no sangrara. Estaba decidido a no pensar lo peor, a pedir una explicación coherente y racional, pero le era difícil aceptar que se había casado con una mujer cuya pureza había sido trastocada.
Un día, cuando José notó que el vientre de María se había hinchado un poco, él le preguntó por fin si no había algo que quisiera decirle. Sí, hay algo, le respondió ella, contenta de que le hubiese hecho esa pregunta, y nerviosa por no saber cómo darle una respuesta. Qué es, volvió a preguntar él, y ella, dando un hondo suspiro, dejó que las palabras fluyeran: Un ángel me anunció que sería la madre del hijo de Dios. José, estupefacto, la miró incrédulo y le ordenó que repitiera lo que había dicho. Ella repitió lo mismo, palabra por palabra, y cuando terminó, vio a José levantarse de la silla que había construído el día anterior, y agarrándose la cabeza para pensar mejor, se estuvo paseando por la cocina, como fiera en su jaula. María notó que se estaba enfureciendo, por eso continuó, y le contó cómo había visto al ángel, quien durante algunos días se le había aparecido aquí y allá, le había juntado la canasta del mercado una vez, y se lo había encontrado en el pozo de agua, a las afueras del pueblo, y allí le había hablado de su misión. Omitió, por supuesto, la parte del ritual, cuando el ángel le ordenó desnudarse y ella aceptó, no le contó sobre la espada del ángel, que le salía de entre las piernas y era larga, dura y roja, ni le dijo cómo el ángel había introducido su espada en ella, lento, con cuidado, hasta hacerla llegar a ese éxtasis glorioso del que cuentan en sus relatos los profetas de otros tiempos.
Imploró José a María, llorando ya, y mucho más tranquilo, que le dijera la verdad. Que no la acusaría, que la quería demasiado, que no iba a permitir que nadie le pusiera un dedo encima, pero que no blasfemara de esa manera, porque Dios los castigaría. Ella, sin ninguna duda, le aseguró que todo era verdad. José, con todo el dolor de su corazón, le tuvo que ordenar que se levantara el faldón de la túnica y abriera las piernas. Sólo había una manera de comprobar aquello. María obedeció, temerosa, apenada, y José se agachó. Constató que el himen de María seguía intacto, inmaculado, lloró más, pero esta vez de alegría al sentirse parte de una misión de Dios, abrazó a María y la besó, y le prometió cuidarla el resto de sus días. María, de frente a la ventana, vio cómo el rostro del ángel se asomaba, y luego se iba, desapareciendo entre el polvo de la calle. Pero no dijo nada.
El ángel se iría de aquel pueblo. Había resultado divertido lo que había pasado allí, no podía medir las consecuencias futuras de aquello, pero le daba lo mismo. La verdad es que todo había resultado así porque el himen de María era en extremo flexible, y porque él mismo había tenido mucho cuidado al penetrarla para no romperlo. De tan sólo acordarse, sintió un escalofrío recorriéndole la espalda, sintió en sus manos otra vez la piel suave y tersa, el olor a niña de María, sus piernas firmes, sus nalgas redondas, su vagina apretada y húmeda... Pero lo que más le había excitado era su ingenuidad. Que cada palabra que le dijo, la creyó. Que ni siquiera sospechó sobre un engaño, que ella de verdad creía que sería la madre de un hijo de Dios, y no del hijo de un desconocido, un tipo vago, sin lugar de procedencia ni destino, que iba de pueblo en pueblo, haciéndoles creer a las niñitas vírgenes, que tenían una misión. Y todavía, cuando María se retiraba del lugar, ya recuperada del orgasmo, le preguntó, Cómo lo llamo, y él respondió, No sé, qué tal Jesús.
(FIN)
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