
Es que todo fue muy confuso. De pronto ya todas las almas habían sido despachadas y estaba yo, frente a Mictlantecuhtli, que me miraba fijamente desde una nube negra que hacía el papel de trono real. Si no hubiese estado yo muerto, habría muerto de un susto. Y ya me iba cuando Tláloc me detuvo. Supe que había sido él porque de pronto la profunda oscuridad del lugar se diluyó en una neblina brillante y espesa, que llenó el ambiente de tranquilidad. Hablaron entre ellos en el idioma de los dioses, una especie de conjunto de ruidos imprecisos, chillantes, y que sin embargo pude comprender. Tláloc dijo, Esa alma es mía. Pero Mictlantecuhtli se rehusó. De cierta manera, me sentí importante. Mira que no todos los días un par de poderosos dioses se pelean por tu alma.
Es que cuando resbalé del risco, caí al acantilado pero antes mi cabeza golpeó contra una roca. Cuando llegué al agua ya no supe si estaba vivo o no. Cualquier intento por opinar, de todas maneras, sería vano. A ellos qué les interesa mi opinión. A fin de cuentas, qué voy a saber yo de la muerte; ellos son los expertos. Me hice a un lado y esperé. Miraba con mucha curiosidad a mi alrededor. De verdad confiaba en que la muerte sería cosa de no existir. Para mí la vida era el ser, y su contraparte, el no ser. Y ahora estaba ahí, a la entrada de un valle enorme, frío y tétrico. Podía ver uno o dos ríos a lo lejos, la tierra asediada por rocas filosas y relámpagos feroces, y más allá, después del horizonte, se distinguía un lugar despejado y limpio.
Enfoqué los ojos y distinguí las almas de las gentes. Todos eran como calaveras, sólo los esqueletos moviéndose, andando con pasos pesados, desorientados. Nadie les había explicado nada, Mictlantecuhtli sólo les había dicho, Adelante, uno por uno. Miré hacia atrás pero no había nadie. Quién sabe si las muertes se habían suspendido debido a mi caso particular. Me sentí más importante aún. Me puse de pie y avancé un poco. El primer río con el que se encontraban las almas parecía ser de corriente potente, porque muchas eran arrastradas por las aguas. De la inmensa cantidad que se sumergía en él, sólo unos pocos lograban pasar a la otra orilla.
Sentí de pronto una urgencia de mirarme las manos. Yo también era un alma, ¿sería igual sólo huesos? Pero no pude verme. Sabía que estaba ahí, de pie, con la mano extendida frente a mi cara, pero no la veía. Me di cuenta que los esqueletos de las otras almas tampoco parecían muy sólidos. Una ansiedad terrible se apoderó de mí. No podía esperar a que Tláloc y Mictlantecuhtli terminaran de discutir a dónde debía ir yo. Necesitaba llegar a ese valle lejano, despejado y limpio, así que empecé a caminar, casi corrí.
Era difícil dar los pasos. La tierra no era dura, los pies se hundían, a pesar de que no podía verlos. Me costó mucho trabajo llegar a la orilla del río, pero al fin estaba ahí. Respiré y miré adelante. La extensión del Reino de Mictlán se apreciaba mejor de aquí. Logré contar nueve ríos antes de la meta. Pude ver almas cortadas en trozos por el mismo viento, y otras aplastadas por rocas enormes que caían del cielo. Tuve miedo, pero no podía permanecer ahí. Tenía que llegar. Metí un pie al agua y sentí que mi alma se congelaba. Si mi otro pie no hubiese estado todavía en tierra firme, la poderosa corriente me habría arrastrado hasta dios sabe dónde.
En ese momento sentí los ojos centelleantes de Mictlantecuhtli sobre mí, y al siguiente segundo ya estaba yo en sus manos huesudas; me gritaba y me escupía, Está prohibido pisar el Reino de Mictlán sin mi autorización, cómo te atreves... Otra vez, si no hubiese estado ya muerto, me habría muerto del susto. Por esta tontería me expulsaron para siempre del Reino.
Me he pasado los años pensando. ¿Qué tal si ya no muero? Tuve mi oportunidad, y por impaciente, la perdí. Qué se le va a hacer.
(FIN)
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