14/12/07

Volver otro día



Esta es la última vez, se dijo, tomó las llaves de la camioneta, encerró a los niños, y partió rumbo al lago. Apretaba con fuerza el volante mientras conducía sin prisas, sabía que si hoy descubría la verdad, John la esperaría. Pero qué tal si no. Lo imaginaba recargado en un árbol, escondiéndose, quizá fumando, como hace cuando espera algo que no sabe cuánto se tardará, atento a los sonidos de la carretera, lanzando piedras, mirando el cielo, abrazándose el pecho por el frío. Pobre, se decía, cómo habrá hecho todo este tiempo, dónde se habrá metido, por qué no fue a la casa, por qué no me pidió ayuda, pensó que lo traicionaría, que tonto, si yo lo amo.

Lo amaba tanto que se negaba a creerlo, y no sólo eso: estaba convencida de que la noticia había sido falsa. De que el acta de defunción la habían expedido con demasiadas prisas, para ocultar algo. De que el abogado tenía buenas intenciones, pero había arruinado la investigación. Estaba convencida de que el mundo había conspirado en su contra. Declararlo muerto, perdonarle las deudas, era lo que a todo el mundo le convenía, excepto a ella. No sabía cómo vivir sin él. Por eso Anne imaginaba todas las noches que John entraría a hurtadillas por la ventana, se recostaría a su lado y le diría, He vuelto, no te preocupes, estoy bien. Ella tocaría su cuerpo flaco y demacrado, mientras repite Lo sabía, lo sabía, y le plantaba sonoros besos en la cara. Pero luego despertaba, todas las mañanas, y se descubría sola en la inmensidad de la cama, bañada en lágrimas.

Siempre tomaba el mismo camino. Es que era supersticiosa. Desde que vio el bote estallando en mil pedazos en medio del lago. Fue una suerte que el helicóptero pasara por allí en ese preciso momento, y que ella estuviese viendo las noticias de la tarde. Si no, quién sabe hasta cuándo se habría enterado. Así pudo irse sin perder el tiempo hacia el lago, por ese camino que ahora recorría, pero pisando más a fondo el acelerador. Aquel día le urgía llegar. Para que fuese ella la que llevara a su marido al hospital, no la ambulancia, para que fuese ella quien le dijera las primeras palabras, No te preocupes, vas a estar bien. Pero la policía no la dejó pasar, hasta que barrieron toda el área del lago. La explosión, inexplicable, había sido tan aparatosa que esperaban encontrar los miembros de John regados por todo el lugar. No pasó eso. Al contrario, no pudieron encontrar un sólo rastro, una piedra manchada de sangre, un cabello, un trozo de uña. Nada. Buscaron y buscaron, hasta que la noticia se agotó, y nació el borrego con cinco patas, y fue la sensación. Todo el mundo se olvidó del hombre que se esfumó en el aire.

Tenía sus motivos para suicidarse. Pero Anne sabía que nunca tomaría una decisión como esa sin consultarla, o al menos, sin dejarle un recado, una nota, Es lo mejor para nosotros, así la habría firmado, porque él siempre se había sacrificado por su familia, hasta el suicidio habría sido un sacrificio y no un escape. Sabía que su muerte solucionaría todo. Anne podría cobrar el seguro de vida, el banco condonaría la hipoteca de la casa, y los delincuentes que los tenían amenazados la dejarían en paz, a ella y a sus hijos. Pero se negaba a creerlo. Quizá fingió su muerte. Nadie pudo comprobar que de verdad estuviera en el bote cuando estalló. No habían encontrado el cuerpo... No era, entonces, tan disparatado pensar en que había sobrevivido, se había escondido por un tiempo, y que en cualquier momento regresaría.

Pero cinco años es mucho tiempo. Al banco ya se le había olvidado el caso, la televisión nunca más tocó el asunto (en cambio hacían especiales de la oveja de cinco patas cada dos meses, hasta que murió y todo el país estuvo de luto). A nadie le importaba que estuviese vivo o muerto. Ya podía volver. Anne lo sabía, y por eso iba, de vez en cuando, al lago, para ver si lo encontraba por ahí, rondando la escena de su supuesta muerte.

Bajó de la camioneta y el frío le dio de lleno en la cara. Miró la quietud de la superficie, sintió el silencio y la calma de la tarde. Atenta a cualquier sonido, a cualquier sombra, a la señal que su marido le daría, esperó. Uno hora, dos horas, tres horas. Oscureció y ella siguió esperando. Hablándole como si estuviera presente, Ven mi amor, no tengas miedo, ya estás a salvo. John no respondía. Una vocecita, débil y desafiante, en el fondo de su pecho le decía, Ya no te engañes, pero Anne se negaba a escucharla. Ocho, nueve, diez de la noche. Ni un alma. Nada. Cuándo volverás John, cuándo.

Dio media vuelta y abrió la puerta de la camioneta. Ya era media noche y el frío era insoportable, incluso para un muerto. Sus hijos estaban solos, y de John, nada, como siempre. No importa. Tenía toda la vida para esperarlo. Volvería otro día... Y al encender la camioneta, estuvo segura de que la próxima vez que viniera a buscarlo, él la estaría esperando, y le preguntaría, Por qué tardaste tanto.

(FIN)

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