1/12/07

El milagrero



Hay una multitud tan grande en la puerta de la casa, que el taxi se niega a dar vuelta en la esquina, y se ve obligado a caminar. Román se enfurece, ya los había corrido a todos el día anterior, los había amenazado con llamar a la policía, lo cual no funcionó, hasta que les dijo que le prendería fuego a la casa, y entonces sí, ni su fe pudo tanto, y salieron todos corriendo, espantados. Pero ahora... No iba a soportarlo más. Al diablo con la casa y los millones que le darían al venderla, al diablo con la memoria de su tío Monse que se la había heredado, al diablo con todos y con todo, ya estaba harto. Se abrió paso entre la gente, empujando a los inválidos, insultando a los sordos, tropezando con los ciegos, A ver, cabrones, háganse a un lado, esto no es la Corte de los Milagros.

Llega por fin a la reja y descubre que ahora sí se han sobrepasado. Abierta de par en par, los creyentes hacen una larga e impaciente fila para llegar al cristo milagrero. La cadena que mantenía cerrada la reja, a salvo de los fanáticos, no aparece por ningún lado. De seguro fue esa vieja, Fulgencia, piensa Román, y vuelve a abrirse paso para saltar la enorme fila y llegar hasta la recámara donde reposa, en medio de un altar con toda clase de ofrendas, la santa imagen. Oiga, no se meta, haga cola, le dicen los pobres infelices, y Román responde, insultante, A la chingada, esta es mi casa, y les saca el dedo. Había sido muy paciente con todos al principio. Incluso, cuando creyó que aquello podía ser negocio, puso una canastita con un letrero que versaba, "Una limosnita para el santo milagrero", pero nada, estos pobretones qué iban a tener, si estaban igual o más jodidos que él mismo, con lo que sacaba de la canastita no le alcanzaba ni para pagarse el desayuno del día siguiente. Entonces no venía tanta gente. Estaba seguro que Fulgencia había hecho propaganda por medio mundo, hasta conseguir reunir a esa multitud para que la policía no pudiera llevárselos a todos. Maldita mujer, pensó, es un demonio.

Lo sabía bien, nadie sino él tenía la culpa de aquello. Por mostrarse tan condescendiente cuando llegó, por dejar que pasaran en grupito a ponerle una velita que él mismo apagaba y tiraba a la basura en cuanto se iban. Luego volvían y preguntaban por la vela, y Román, en tono burlesco, les decía que a lo mejor dios se la subió al cielo, y las mujeres, Fulgencia siempre entre ellas, se persignaban y se hincaban a rezar y a darse golpes de pecho, mientras Román se divertía. Hasta entonces todo iba bien. El problema empezó cuando trajeron a un niño que nunca había podido caminar. Los papás lo dejaron frente al altar, rezaron unas dos o tres horas, y de pronto el niño tuvo unos ataques horrorosos, se convulsionaba por todo el suelo de la habitación, los ojos blancos, Fulgencia seguía rezando, todos los demás no podían hablar de la impresión, hasta que, justo cuando la mujer terminó el rezo, el niño se calmó, y como por arte de magia, se levantó del suelo y se colgó del cuello de su madre, espantado. Desde entonces desfilaron por su casa todo tipo de enfermos y discapacitados, para pedir por su salvación ante el enorme cristo que su tío muerto había dejado en la recámara más grande de la casa, y que desde siempre, según Fulgencia, había hecho milagros.

Entra en la habitación casi pisando a los allí reunidos. A los pies ensangrentados del cristo, Román descubre el velo negro y roído de Fulgencia, arrodillada, pidiendo por los pecados de todos con una devoción exagerada. A la mitad del camino Román ya no consigue avanzar. Le grita desde allí a la mujer, pero ella, absorta en su trance místico, no escucha más que el rumor permanente de los rezos. Les grita, Largo de mi casa, fuera todos, pero nadie hace caso. Hay unos cinco o seis tipos que se retuercen todos, babeando y con las manos en alto. Román siente un poco de miedo, pero ya, no hay otra solución. Ha intentado todo, y nada parece detener lo locura que produce el cristo milagrero. Una vez se lo llevó en su coche al basurero, le dio una fuerte suma a un pepenador para que lo resguardara, y cuando regresó a su casa, el cristo, desafiante, otra vez estaba clavado en la pared, a la espera de sus fieles, burlándose de Román. En otra ocasión intento destruirlo con un hacha, pero fue el filo del arma lo que se despostilló, mientras la figura no lucía un solo rayón.

Se acercó a una mesa lo más que pudo. Tomó una vela, y le prendió fuego a una cortina. Apenas se empezó a expandir el humo, el caos fue total en la recámara y todos comenzaron a salir atropellándose y gritando, pero Román, furioso, no iba a tener conmisceraciones con nadie. La muchedumbre se dispersó un poco, unos cuantos aún permanecían rezando, quién sabe si no se habrían dado cuenta del fuego o si estaban pidiendo que el cristo lo apagara con su infinito poder, a Román no le importa y va y prende otra cortina. Las paredes de madera vieja hacen que las llamas se expandan con rapidez, espantando al fin a los que permanecían detrás de la puerta de la recámara, esperando un nuevo milagro. Fulgencia, inmóvil hasta ese momento, tuvo un ataque de tos, y sin poder resistir más, se levantó y trató de irse, pero Román la detuvo en la puerta. Cómo quitaste la cadena, le preguntó. Y ella, desafiante, contestó, Rezándole al cristo. Él soltó una carcajada y Fulgencia aprovechó para huir. El humo empezaba a hacerse denso, así que Román, vela en mano, salió de la recámara y en su recorrido hacia el patio, iba incendiando todo lo que encontraba a su paso.

Cuando los bomberos terminaron su labor, y antes que la policía se llevara a Román, la casa del difunto don Monse, convertida en frágiles palitos negros, se derrumbó con limpieza, desvaneciéndose hasta llegar al suelo. El polvo y las cenizas se iban dispersando poco a poco, y mientras, una figura, un sobreviviente, se dibujaba en medio de las sombras, de pie, con su altura imponente y los brazos abiertos. El cristo, inmortal, sufría ahí, ni un tallón tenía siquiera, ni una mancha más de sangre, y por obra del santísimo se mantenía de pie, diciéndoles a sus fieles, Mírenme, aquí estoy. Román comenzó a reir, más por la desesperación y por la locura que le había provocado aquella figura durante su estancia en la casa de su tío que por otra cosa. Debe ser una broma, pensó, y le rogó al policía que se lo llevara, no quería estar ahí un momento más.

Y mientras lo montaban a la patrulla, echó un último vistazo, derrotado, y miró a los fieles, rodeando poco a poco, temerosos de tanto poder, al cristo que había soportado el fuego y el humo, pero otros, concientes de que aquello era imposible, se marchaban con discreción, pensando que, de seguro, aquello era obra del diablo.

(FIN)

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