7/8/07

Príncipe azul



Noche de lluvia copiosa. Llega Omar a la clínica, al área de emergencias, para preguntar por su mil veces adorado Damián Ruvalcaba. No comprende cómo le pudo pasar eso. A dónde iba, con quién, para qué, pero no era culpa suya. El pobrecito no sabía cuidarse solo. La falta, lo sabía bien, la había cometido él mismo, por abandonarlo una noche nada más. Nadie sabe nada de él. No traía identificación. No pueden dejar pasar a Omar porque, el muy listo, tampoco la trae. Le preguntan si es familiar, No, soy su novio, Lo sentimos, el paciente está en shock, no podemos arriesgarnos. Tendrá que esperar. Tampoco le dicen su estado, para eso tiene que esperar al doctor. Sólo sabe que fue un accidente de coche. Qué imprudencia, en el coche de quién, persiguiendo qué. Omar enciende un cigarro y sale a la calle. Debe protegerse de la lluvia en el techito de la entrada. Eso es mala suerte, protegerlo día y noche, día tras día, de todo peligro, de todo lo que Omar consideró peligroso, de su vida de provincia, de sus amigos que venían a buscarlo, de su familia que quería verlo. No, ellos eran peligrosos, lo que no querían era que su hijo ejerciera su sexualidad de forma libre, querían disuadirlo, apartarlo de él y de la vida que llevaba con Omar, porque, le decían, era mala influencia. Por favor, mala influencia, pensaba Omar, quien se desvivía por el muchacho, quince años menor. Pero qué muchacho. Era un verdadero príncipe azul, con su tez blanca, sus ojos miel, su cabello sedoso, sus facciones finas, su cuerpo marcado. Jamás había visto a uno igual, y qué suerte, había caído en sus manos.
Cuando lo encontró era la inocencia encarnada. El pobre no sabía nada de nada, ni siquiera sabía que se había metido en un bar gay. Lo vi muy lleno, le contaría después, y por eso entré. Como el lugar era grande, se fue metiendo, subió las escaleras, nunca vio nada sospechoso, ni siquiera notó la total ausencia de mujeres, ya estaba en el cuarto oscuro, sin sospecharlo, y ahí fue cuando lo vio Omar. A este me lo pesco porque me lo pesco, pensó, y dejó ahí a su amigo para irse detrás de Damián. Dócil como siempre, el muchacho se dejó querer. Pero a Omar no le gustaba hacer esas cosas en público. Por eso le preguntó, Dónde te quedas hoy, y Damián, sincero como sólo él podía ser, contestó, No tengo dónde quedarme. Ah, me gané la lotería, pensó Omar, y se lo llevó a su departamento, pequeño, pero lujoso y acogedor. Ahí se quedaron esa noche, y las siguientes, todas.
Era un provinciano prófugo de las reglas absurdas que sus padres le imponían. Lo obligaban a trabajar en la televisora local de San Luis Potosí por un sueldo que se iba, completo, a las arcas de don Lucio, y lo retenían en casa el resto del día, sin comunicación alguna con el exterior. Su madre sabía que era su apariencia lo que le abriría las puertas del mundo, por eso le compraba cremas y tratamientos contra las arrugas, aunque cualquiera pensaría que intentar prevenir las arrugas a un muchacho de 17 años es algo excesivo. Por eso se escapó, un día, con Laura, su vecina, a la capital. Él mismo pensaba que tuvo suerte de encontrar a Omar. Jamás imaginó que sería gay, ni le preocupaba serlo, Omar le decía que no tenía nada de malo, que se dejara guiar por sus instintos. Y bueno, Damián aceptó, al fin y al cabo, estaba empezando una nueva vida, y la había empezado con mucha suerte.
Omar se lo llevaba a todas las fiestas y reuniones a las que iba. Su vida social brilló más que nunca, pues cuando llegaba a cualquier lugar, todo el mundo volteaba para verlo, más a Damián que a él, pero le encantaba aquello, escuchar el rumor general de Mira, ya viste con quién viene Omar Muñoz, No sé, quién es, No, yo tampoco sé, pero está divino el tipo. Y así era siempre. La paternalidad con que Omar trató a Damián volvieron a éste dependiente de todo cuando el otro le podía ofrecer. No tenía que trabajar, pues Omar tenía un empleo muy bien remunerado y no era necesario, hasta le compraba sus lujos, que él ni pedía, pero lo hacían ver mejor. Por eso no lo abandonaba. Eso, aunado a su buen corazón, lo hacían sentirse en deuda con Omar.
Y cuando Damián se quedaba un poco rezagado, a Omar lo rodeaban sus amigos, ávidos de curiosidad algunos, otros muertos de la envida, y le preguntaban De dónde te sacaste a ese papito, y Omar sólo decía, Pues ya ves, un día me tenía que llegar mi príncipe azul, verdad que está guapo, les preguntaba, y ellos, Guapísimo. Eso era todo. Eso llenaba de satisfacción los oídos, el corazón y el ego de Omar. Presumir a Damián, llevarlo por ahí como nueva adquisición, que lo fotografiaran las revistas sociales con él, que todo el mundo lo viera con el hombre más guapo que haya existido en la historia, y que fuera suyo, que fuera dócil, amable, educado, que no lo quisiera por su dinero, sino porque en verdad se sentía dependiente de él.
Señor Muñoz, preguntó el doctor. Omar se puso de pie. Casi se quedaba dormido, viendo en la televisión los noticieros repetidos. El doctor se lo llevó por el pasillo hacia los cubículos. Le informó que Damián se había tranquilizado con sedantes y que ahora lo único que pronunciaba era su nombre, Omar Muñoz. Que había sido un accidente gravísimo, que el acompañante misterioso de Damián había muerto, y el coche había quedado deshecho. Que los traumas y lesiones de Damián eran serias y que necesitaría muchos años de rehabilitación. Pero él, cómo está, preguntó Omar. Las llamas le destrozaron el rostro, le dijo el doctor, estamos a la espera de un donante para injertarle piel. Omar quedó en silencio. El doctor siguió, Además, la pierna derecha quedó inservible, tuvimos que amputarla. Ya, basta, era demasiado, Omar no quería escuchar más. Hubiese preferido que le dijeran que estaba muerto antes de ver profanada tanta belleza, su propia belleza.
Quiere verlo, preguntó el doctor, a lo que Omar, todavía impactado, respondió con un seco No, dónde pago. El doctor, confundido, le señaló el área de cajas y Omar dio media vuelta, pagó la cuenta de Damián y salió de la clínica, decepcionado. Había perdido a su príncipe azul, al único que había encontrado, y no lo recuperaría jamás.

(FIN)

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