
Era una suerte que se supiera la misa de memoria, porque aquella mañana no había podido concentrarse. No escuchó ni una palabra de lo que dijo el padre, pero se ponía de pie en el momento adecuado, se persignaba cuando había que hacerlo, y se daba los habituales golpes de pecho como la más arrepentida de las pecadoras, pero su mente no estaba ahí, en la iglesia. Se había quedado, su mente, en la cama, entre las almohadas, ya a esta hora lisas y en su lugar, encima de la cama impecable. La razón, simple: su pesadilla. Era la misma pesadilla de siempre. Pero ahora, de alguna manera, ya no era igual. Ahora la sentía más como una premonición, un aviso, o un anuncio de lo inmediato. Ya no sentía que faltara mucho tiempo. Esa misma tarde, quizá, se acabaría el mundo.
Su madre le dijo toda la vida, Julia, te vas a volver loca si crees en todo lo que sueñas. Por eso la niña Julia había terminado convencida de que, a pesar de soñar lo mismo todas las noches, no debía creer que algún día se volvería realidad. El fuego, la sangre y la muerte en sus sueños ya no la afectaban, y vivía su vida como cualquier mujer decente debía vivirla, a sus 37 años. Tenía su casita en un edificio humilde, cuidaba de su madre, pues como la hija menor le correspondía hacerlo hasta su muerte, no hablaba con los hombres, ni pensarlo, iba al mercado cada tres días, preparaba el desayuno, la comida y la cena, y acudía a misa a rezar por la salvación del alma de su madre y de la suya propia. Su hermano mayor, el ingeniero, las mantenía, como debía hacerlo por ser el único hombre de la familia. No era muy bueno su hermano. Ya la había amenazado: nomás se muere nuestra madre, Julia, y te vas a tener que poner a trabajar, no voy a mantener viejas güevonas. Julia pensaba en esto cuando terminó la misa, y sonrió. Ni va a tener que preocuparse, pensó, porque el mundo no va a durar hasta que se muera mi mamá.
No iba a comentarlo con nadie. Imagínate, ir diciendo por ahí que soñó que el mundo se iba a acabar por la tarde, ni pensarlo. O creerían que está loca, o enloquecerían ellos. Pero, ¿y si dios la responsabilizaba por no decir nada? ¿Qué tal si, en las puertas del cielo, dios la detenía en seco y le decía que no podía entrar porque no había cumplido con su misión? Patrañas, dios elegía a gente mejor preparada y con muchos más sesos para sus misiones. Además, sería su culpa, por no haber sido claro. Ella sólo soñó que el mundo se acababa, no que debía pregonarlo por el mundo para que la gente se preparara. Iba doblando en la esquina cuando lo vio. Era alto, moreno, con la barba crecida y los ojos vacíos, andrajoso y pestilente. Con una campana medio oxidada trataba de llamar la atención, y cuando se percataba que la gente volteaba a verlo, les decía, con toda la determinación que su euforia le permitía, ¡El fin está cerca! ¡Muy cerca! Julia se le quedó mirando, asombrada. Y el profeta incomprendido también la miró, pero cuando captó sus ojos, dejó caer la campana de su mano, y se quedó petrificado, observándola. Julia sabía. Sabía que él sabía. Jamás lo había visto, pero lo reconoció de inmediato, creyó que así funcionaban los designios de dios. ¿Qué haría con él, ahora que lo había encontrado? Ni siquiera sabía que tenía que encontrarlo, pero ahora que estaba frente a él, y que él se había detenido frente a ella, todo le resultaba bastante claro. La pregunta ahora era Para qué. Y el problema era que faltaba poco tiempo.
Se acercó con cuidado, como si el hombre pudiera lanzarse contra ella y morderle el cuello en cualquier momento. Pero él no hizo movimiento alguno, se quedó inmóvil, esperándola, y cuando la tuvo a un palmo, siguió sin hacer nada. Julia lo miró de arriba a abajo. Su olor era insoportable. Le faltaba un diente. El bigote y la barba crecían, desordenados, bajo sus propias reglas, y no llevaba ropa interior, a juzgar por la notable erección del hombre. Aquello podía ser una señal, porque Julia notó enseguida que la erección del hombre, torcida a la derecha, señalaba en dirección a su casa. Lo tomó de la mano, y dirigiéndolo con cuidado, se lo llevó todo el camino hasta su casa. Pasaron por ahí unas mujeres de la iglesia y la saludaron. Cuando estuvieron fuera del alcance del oído de Julia, murmuraron, Mira la muchacha, que alma tan bondadosa, recogiendo locos. El hombre no habló más en todo el camino. Julia se cubría la cabeza del sol con su chal, y caminaba despacio, para no espantar al profeta callejero. Tenía ganas de preguntarle cosas, de compartirle sus sueños, de decirle, Somos iguales, pero no dijo nada. Sólo caminaron en silencio, todo el tramo, hasta el edificio donde vivían Julia y su madre.
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