
1. La novia
El salón está a reventar. Todos los que fueron invitados, vinieron, todos los asientos están ocupados, y además, hay gente en la pista, bailando, conversando, tomándose una cerveza. La boda ha sido un éxito, los fotógrafos no se dan abasto con las personalidades que aparecen, inesperadas, en el cuadro, y las luces de los flashes parecen ir acordes con el ritmo de la música. Vaya, hasta hay gente alrededor de la piscina, quién sabe si con intenciones de meterse, de refrescarse un poco, a nadie se le avisó que podían traer traje de baño, por eso, asumen, tampoco se puede uno meter al agua. Qué importa, hay trago, música, y muchos, muchos solteros. Ella va de un lado a otro, saludando a quienes conoce, siendo interceptada también por los que no conoce, quienes la felicitan, le dicen, Que bonita quedaste, que bonitas las mesas, que rica la cena, todo perfecto, muy bonita boda, cásate más seguido. Le duelen las mejillas de tanto sonreír. Va de un lado a otro, a veces por su propio pie, a veces guiada por la mano de su hermana que le quiere presentar al novio de Anastasia, o la trae de la mano la nuera para que conozca a la tía que vino de Calcuta, qué andaba haciendo por allá, sólo ella sabrá, a Diana no le importa, no pregunta, lo único que dice es Gracias por venir, gracias por venir, luego la llevan, el animador del grupo musical invita a la novia al centro de la pista, Que pase la novia, y Diana, fascinada, extasiada, a punto de reventar de tanta y tanta felicidad que se le sale por todos los poros, pasa, y baila, a su alrededor todos aplauden, y el animador vuelve a intervenir, Ahora que pase el novio a la pista, se escuchan más gritos, chiflidos invitando al novio para que baile también, pero el novio no aparece, no está, nadie sabe dónde anda, No está, pregunta el animador, alguien grita, Está en el baño, la carcajada es general. Diana sabe que a Raúl no le gusta bailar, que no le gustan las fiestas, que no le gustan las multitudes, y que el pobre aceptó pagar la boda a pesar de todo, tanto ha de amarla.
Logra escaparse de las manos y las voces que la llaman. Está exhausta. Se sienta en una jardinera, el vestido pesa como no se imaginó jamás, muere de calor, le pide a un mesero una cerveza. Consigue borrar por un instante la sonrisa de su rostro, y sus músculos faciales toman un respiro. Que bonita boda. Hasta ahora no había pensado, si era una buena decisión, si no se habría precipitado. Casi no conocía a Raúl. Fue su secretaria un tiempo, hasta que de pronto, sin siquiera saber su nombre, se le acercó con timidez un día, y la invitó a cenar. Ella aceptó, gustosa, pues desde que lo vio le pareció atractivo. Quién sabe si por sus finas facciones o por sus múltiples cuentas de banco, con muchos ceros, heredadas por el magnate que había sido su padre. Y a pesar de que era él quien la llevaba, que al cine, que al teatro, que al restaurante más caro de la ciudad, que a la fiesta más privada, siempre parecía que era ella la que lo estaba cortejando. La que le buscaba los ojos para darle un beso, la que le tomaba la mano o le proponía un tema de conversación. Él nunca hablaba de asuntos personales. Debía ser Diana la que intuyera que estaba preocupado, enojado o triste, y entonces se encargaba de consolarlo. Le tomó un cariño muy maternal, que jamás se transformó, ni se transformaría, en amor. Pensó en esto cuando Raúl le propuso matrimonio, con su frialdad e impersonalidad características. Creía que, como en los cuentos de hadas, un día llegaría un valeroso caballero a resolverle la vida, a llenarla de pasión y de caricias, aspecto en el que por cierto era Raúl muy torpe y brusco, y sería ella la mimada, la consentida, la princesa. Qué importaba. El dinero podía comprar mucha felicidad.
[Continúa]
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[Segunda parte]
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[Segunda parte]
Es poca madre.
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