
No dio un solo paso para abrir la puerta, el coche se detuvo justo delante de él, y él, como si esto fuera cosa de todos los días, como si el chofer del taxi fuera en realidad su chofer particular (al que despidió ayer por insolente), se sube al asiento de en medio, hablando por teléfono, o mejor dicho, gritándole a alguien, cómo eres pendejo, cómo se te ocurre, qué tienes en la cabeza, vuelve a hacer todo el trámite, fíjate bien en el pinche expediente que para eso está y luego le mandas el fax al licenciado Arreola, sí, al licenciado Arreola, estás sordo o qué. Cuanco cuelga, parece cansado, harto de la mediocridad de sus empleados. Miguel lo mira de reojo, se ha tenido que encoger en el asiento para hacerle espacio a su mochila repleta de libros, el tipo este ni lo toma en cuenta, se ha desparramado sobre sí mismo, dejando libre su barriga inflamada, abriendo las piernas, tosiendo, rascándose, parece que no cabe, Miguel no protesta, su menudo cuerpo no moverá la mole inmensa del sujeto este. En una de esas, el tipo gordo empieza a revolverse en el asiento, Miguel es aplastado casi, el otro saca la cartera, repleta de billetes de doscientos pesos, y le extiende uno al chofer. Seguro el pobre se preguntará, "no tendrá cambio", pero por algo se calla, la autoridad que este tipo despide es tanta que hasta a él lo intimida, saca sus propios y escasos billetes y le da el cambio. Sí, va a bajar, baja ya, labor casi imposible encontrar la manija de la puerta, abrirla y despegar el trasero sudoroso del asiento. Hace caso omiso al letrero "NO AZOTE LA PUERTA", Miguel siente que le ha dado el portazo en la cara, suspira, triste la mirada, triste la imagen de la cartera rebosante de este sujeto y el recuerdo de lo que le espera al llegar a casa, los hermanos llorando de hambre, la pobre madre echándole más agua a los frijoles, tristes sus zapatos con la suela despegada y su mochila descosida y vuelta a coser un millar de veces, triste esta cartera olvidada, yace en el asiento, justo al lado de Miguel, quien hasta ahora no la había visto, a la expectativa de que alguien, por favor, la salve de la soledad. Miguel la toma, le tiemblan las manos, sabe que nunca volverá a tener esa cantidad de dinero en su poder, y pronto se da cuenta: el semáforo rojo detuvo el taxi, el tipo que se acaba de bajar se detiene ahí, en esa esquina, ya está gritando por teléfono otra vez, no mira a Miguel, a pesar de que el niño le clava los ojos, acaricia el forro de piel, abre un poco la cartera, admira los billetes nuevos, verdes, es mucho, mucho dinero... Miguel grita, ¡señor!, pero el señor no hace caso. El semáforo cambia a verde. El taxi avanza. Vuelve a gritar ¡señor!, pero ya no lo escucha. Miguel se sonroja, y el corazón se le acelera mientras la figura del hombre gordo se desvanece entre la gente.
(FIN)
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