9/8/05

el exterminio

No había notado que su cuerpo temblaba hasta que pudo ocultarse debajo de unas tablas de madera que formaban una especie de cueva sobre un estanque rebosante de aguas putrefactas y malolientes. Sabía que no podría permanecer demasiado tiempo allí, pues los soldados usarían los detectores de calor corporal para localizar y cazar a los pocos sobrevivientes, tenían órdenes expresas de no dejar a nadie con vida, y autorización para lograrlo con cualquier método disponible. Carlos, sudoroso y con frío, se cubre con las manos el rostro mientras escucha las explosiones cercanas, tratando de reunir el valor necesario para salir corriendo de su escondite. Lo mejor que podía hacer era regresar a la ciudad cuanto antes, una vez a salvo, vería la forma de actuar, aunque sabía que el gobierno no se daría el lujo de dejar testigos. Incluso los soldados que se habían ofrecido para la sucia labor serían exterminados, eran auténticos kamikazes contemporáneos, vestidos con equipo negro, lanzando rayos de fuego transparente que arrasaban todo a su paso y lo llenaban de invisibles flamas que iban consumiendo, como voraces termitas, las casas de los vecinos, los árboles raquíticos, los perros callejeros, la chatarra de los patios, los coches obsoletos y en desuso, las cunas de los niños echas a la antigua, con clavos y serruchos, y con algunos de esos niños todavía dentro, sin comprender las razones de aquella descomunal tragedia, y por último, los cuerpos que trataban de huir sin saber de qué, y sus expresiones de pánico, de desesperación, de indignación, se incineraban en un parpadeo y se convertían en cenizas flotantes, ya sin nada qué decir. De repente surgían inmensos destellos seguidos de un estruendo ensordecedor y gritos agudos, y Carlos alcanzaba a distinguir en la interrumpida tiniebla algunos cuerpos, enteros o en partes, volando en el aire.Los escuadrones especiales habían rodeado el barrio entero y tenían bloqueados los accesos. Carlos sabía que si permanecía ahí por más tiempo terminarían atrapándolo, pero cada vez que intentaba ponerse de pie, una nueva explosión hacía temblar sus rodillas y volvía a caer al suelo para cubrirse los ojos, pensando que si no miraba el caos en el que ahora estaba envuelto, éste no lo amenazaría. Podía sentir el suelo temblando debajo de él y la atmósfera inundándose de los vapores de la sangre expulsada de los cuerpos de una manera atroz. A cada instante los gritos eran menos, si hablamos de cantidad, pero su resonancia y el impacto que provocaban al romper la tranquilidad relativa de la noche iban en aumento, y Carlos comenzó a llorar. Era cierto que ignoraba muchas cosas más que el resto de la gente, pero lo que sí tenía por seguro era que, entre aquellos fulminantes y desordenados gritos, se hallaban los de su familia, los gritos de Marcela, su mujer, de Carlitos, de Aurora y el llanto todavía de bebé de Armando. Tal vez no habían sentido nada, tal vez una bomba había estallado justo debajo de ellos sin darles tiempo de pensar "qué estará pasando", ni de preocuparse por nada: el fuego invisible los habría consumido en una fracción de segundo, y ellos ni lo habrían notado. Sus sollozos empezaron a borrar el escándalo del exterminio masivo y violento que había organizado el gobierno mismo con el fin de acabar de una vez por todas con la pobreza. Nadie imaginó que la medida tendría tanto de literal, y ahora Carlos podía atar los cabos sueltos, todo indicaba que terminaría así esto, desde la reubicación de las familias hasta la instalación de un chip de identificación, eso permitiría que nadie escapara de la masacre, cómo pudo ser tan ciego, ahora veía todo claro y sabía que no tenía salvación, de nada servía ocultarse allí, como un bicho temeroso, los soldados usarían los rastreadores para ubicarlo y acabarían con él, quizá lo torturaran un poco por tener la astucia, en su caso suerte, de haber escapado al primer ataque, y de continuar vivo después de treinta terribles minutos. Él no sabía, ni se imaginaba, que los mismos soldados tendrían igual fin, el gobierno no permitiría la divulgación de una medida tan drástica con el único objetivo de consolidar la economía, poco había por perder, pero cualquier riesgo era inconcebible, la imagen social quedaría dañada, cómo, en plena mitad del siglo XXI podía permitirse una atrocidad tal, así opinarían los humanistas y los defensores de los derechos humanos, que, aunque pocos, eran bastante polémicos y molestos. A fin de cuentas, no podían considerar a los pobres como personas: sólo eran parásitos inmundos endeudados de por vida con el gobierno, les venía mejor la muerte. La depresión de Carlos había sido sustituida por una ira irrefrenable después de tan sabias meditaciones. El silencio regresaba poco a poco. Salió del agujero que lo protegía y vio a lo lejos a un soldado apuntándole. No vio nada más, sólo sintió un calor tremendo en el pecho, y una extraña sensación de paz.

(FIN)

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