Es común que, en las fiestas de cumpleaños, acudan algunos despistados antes de la hora señalada, incomodando a los anfitriones como si buscaran presionarlos y sintiéndose ofendidos por no estar listos ya para los invitados. Esta no es la ocasión. Todo estuvo listo desde media hora antes, cuando el papá colgaba los últimos globos en el marco de la puerta, pegaba las sillas a la pared, separaba las bolsas de dulces, ponía las velitas en el pastel, ocho velas, una por cada año, y el niño, no podía evitar sentirse entusiasmado por su primera fiesta de cumpleaños, se sentaba en un banco junto a la mesa con un gorrito puesto, los zapatos brillosos, la camisa fajada, se puso perfumo de su papá para oler a hombre y cuidó que ni un solo pelo estuviera fuera del lugar que le correspondía. La sonrisa se le desvanecía a medida que pasaban los minutos, revisó las invitaciones, cuatro de la tarde, la dirección estaba bien clara, miró el reloj de la sala, las tres cincuenta, y nadie, el de la cocina, las tres cincuenta y dos, nadie, el reloj de pulso que le regaló en navidad su papá, las tres cincuenta y uno, nadie. La puerta está cerrada, el papá espera en la cocina, fingiendo que pule unos últimos detalles, mueve unos vasos por aquí, unos platos por allá, ya los las cuatro y cinco, según el reloj de la sala, la calle parece desierta, no pasa un alma. El niño lo sabía, lo sabía, o al menos lo intuía, pero su papá insistió, invita a los niños de tu escuela, le dijo, vas a ver que sí vienen, pero él no creía que fuera una buena idea, aún así, una semana antes llevó invitaciones, las repartió con timidez, los compañeros no hacían gestos, seguían las indicaciones de sus mamás, de los profesores, sólo las tomaban, unos las doblaban y las olvidaban en el fondo de la mochila, otros las dejaban por ahí, algunos más, los peores, las rompían y las echaban a la basura, pero esto no lo vio el cumpleañero, él confiaba que, por estadística, si invitaba a todos al menos iría una partelos que no tuvieran nada qué hacer, los que disfrutaban del pastel, de los dulces, de la piñata, unos cuatro, cinco, quien fuera, quizá lejos del ambiente de la escuela, viéndolo en su casa, en su entorno natural, olvidaran su condición y vieran que no iba a pasar nada si jugaban con él, si le dirigían la palabra, tal vez aquí, en su casa, lo vieran como a un niño común y corriente, no como un niño con sida.Son las cinco veintisiete. El niño se ha quitado el gorrito porque la liga lo lastimó. El papá, sentado en la cocina, se siente culpable, pues él también sabía que esto pasaría, y reprime como puede unas lágrimas, si ni siquiera su hijo llora, hay que demostrar coraje, por Dios. Las cinco y media de la tarde. Tocan a la puerta. "Yo voy", dice el papá, y salta de su silla en la cocina, ya sólo jugaba con un tenedor. Es el payaso. El niño, al verlo, no puede más, se da cuenta de la farsa, y sube corriendo las escaleras. Se escucha la puerta cerrando con violencia. El papá se muerde el labio, agacha la cabeza. "Disculpe, ya no vamos a necesitar sus servicios, señor", le paga y cierra la puerta. Él también se quita el gorrito, y traga saliva.
(FIN)
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