había sido un día exhaustivo, de escuela, de grabar, de editar, de más grabar, entrevistas, sondeos, fotografías... todo lo que ocupa mi tiempo en los últimos días. cuando el taxista hizo señas de que cabía una persona más en el taxi, respiré aliviado: ya me voy a mi casa, uno de esos raros días en los que ansío llegar a casa y echarme en la cama a escuchar música y a leer a saramago. y, pues, como por ese lugar siempre pasa el mismo taxi del mismo color, y siempre me deja cerca de casa, ni siquiera lo pensé, sólo verle la pintura dorada y me monté en la parte trasera, al lado de una señora que llevaba un niño en brazos. era curioso ver a un niño tan pequeño articular algunas frases y caminar, con dificultades, cuando se bajaron del taxi, él y su madre. no me preocupó que el conductor diera vuelta antes de subir la segunda rampa, en ocasiones se va por ese lado, pero cuando noté que se adentraba cada vez más entre las calles, para mí desconocidas, me empecé a inquietar. "a dónde carajos va este tipo", pensé. y ninguna respuesta llegó a mi mente. el taxi descendía, doblada en las esquinas, alejándose cada vez más de mis lugares de referencia. decidí voltear y mirar los letreros que traen en el frente, indicando las rutas. decía "pte. baja - lomas". y dónde estaba eso, lo ignoraba, hasta hoy. me bajé donde se bajó el último pasajero, creyendo que todavía podía orientarme por la posición del sol, ya que si caía la noche, el extravío sería total y definitivo. la muchacha de suéter rojo me abordó: "vives por aquí", "no", "ah... con razón. como nunca te había visto... por dónde vives". sí, confesar que ni siquiera sabía dónde estaba me haría quedar en ridículo, y pedirle ayuda a un desconocido no es mi estilo. "más arriba", dije, y apreté el paso, mientras encendía un cigarro para aminorar el estrés de las casas que se amontonaban sobre mí, de los niños jugando en las calles despreocupados, de los chiflidos que se alcanzaban a escuchar desde lejos, los perros ladrando, los escasos carros que por esas laberínticas calles circulaban, el cielo pálido que se oscurecía con mayor velocidad que mis desesperados pasos, buscando en el horizonte cualquier punto que pudiese reconocer, y entonces caminar hasta allí. pero la loma estaba inclinada, y no podía ver más que cables de luz al alzar la cabeza. cuando llegué a la cima, me encontré con una calle cerrada, un muro enorme bloqueaba el camino que, supuse, tendría que seguir para dar con la calzada que me llevaría directo a mi barrio. "mierda". doblé a la derecha en la esquina anterior, y caminé, con la esperanza de que el muro desapareciera al subir algunas calles. tuve suerte de que, esta misma avenida corriera paralela a la uabc, lo cual descubrí al caminar unas pocas cuadras. respiré aliviado, y tiré el cigarro. de ahora en adelante, antes de subirme en un taxi (aunque sea del color de siempre), revisaré que diga "postal, uabc" o "20 de noviembre, otay".
por lo demás, todo sigue igual. escuela, escuela, y más escuela. no es que me moleste, mi vida (aun) no me tiene tan harto, y la rutina es soportable, pero cansada. sin embargo, nada me hace olvidarme, aunque sea por un día, que al llegar a casa lo único que me saludará será la radio, ya cansada y sin querer sintonizar bien las estaciones, diciéndome "sólo me utilizas, no sabes lo que valgo en realidad, eres un egoísta". ni siquiera el richard me habla, y el espejo me devuelve un rostro que cambia cada día, y que apenas reconozco. el teléfono permanece mudo, cada vez más inútil para mí, y el suelo de mi cuarto se llena poco a poco de basura y de polvo (lo que me recuerda: debo comprar una escoba). el tubo de la cortina de la regadera se achica en cada baño, y el colchón está tan lleno de somnolencia que él es quien me contagia a mí, y me atrapa en cuanto me acuesto a devorar el último libro que compré, y que no he logrado soltar. mis pies me dueles, el cajón de los calcetines ya está casi vacío, y el choco krispis se agota, y ni qué decir de la leche: los vecinos desaparecen mis últimos tragos cada noche, y por la mañana, no hay para desayunar. pero las carencias son siempre suplidas, desplazadas por otras formas abstractas que, si no las sustutiyen como deben, al menos hacen el intento. mi familia son mis amigos, con los que convivo cada día, los que me llaman por teléfono, los que me llevan a pasear, los que me dicen, muy por debajo del agua, utilizando otras palabras (¿o será que las traduzco a mi conveniencia?) para decirme que me aprecian, que siga con esta lucha que no se acabará nunca, una aventura interminable, llena de episodios inesperados. después de todo, uno nunca sabe lo que le espera al despertar la mañana siguiente, al salir de casa temprano, o al subirse en el primer taxi que pasa.
por lo demás, todo sigue igual. escuela, escuela, y más escuela. no es que me moleste, mi vida (aun) no me tiene tan harto, y la rutina es soportable, pero cansada. sin embargo, nada me hace olvidarme, aunque sea por un día, que al llegar a casa lo único que me saludará será la radio, ya cansada y sin querer sintonizar bien las estaciones, diciéndome "sólo me utilizas, no sabes lo que valgo en realidad, eres un egoísta". ni siquiera el richard me habla, y el espejo me devuelve un rostro que cambia cada día, y que apenas reconozco. el teléfono permanece mudo, cada vez más inútil para mí, y el suelo de mi cuarto se llena poco a poco de basura y de polvo (lo que me recuerda: debo comprar una escoba). el tubo de la cortina de la regadera se achica en cada baño, y el colchón está tan lleno de somnolencia que él es quien me contagia a mí, y me atrapa en cuanto me acuesto a devorar el último libro que compré, y que no he logrado soltar. mis pies me dueles, el cajón de los calcetines ya está casi vacío, y el choco krispis se agota, y ni qué decir de la leche: los vecinos desaparecen mis últimos tragos cada noche, y por la mañana, no hay para desayunar. pero las carencias son siempre suplidas, desplazadas por otras formas abstractas que, si no las sustutiyen como deben, al menos hacen el intento. mi familia son mis amigos, con los que convivo cada día, los que me llaman por teléfono, los que me llevan a pasear, los que me dicen, muy por debajo del agua, utilizando otras palabras (¿o será que las traduzco a mi conveniencia?) para decirme que me aprecian, que siga con esta lucha que no se acabará nunca, una aventura interminable, llena de episodios inesperados. después de todo, uno nunca sabe lo que le espera al despertar la mañana siguiente, al salir de casa temprano, o al subirse en el primer taxi que pasa.
GRACIAS POR COMPARTIR LA EXPERIENCIA,LO TOMARE EN CUANTA CADA QUE SUBA AUN TAXI :)
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