18/6/10

Hasta siempre, Saramago

Hoy, apenas enciendo la computadora y me encuentro con esta terrible noticia. Hemos perdido a un gran ser humano, a un gran intelectual, lleno de pasión, de utopías, una gran inspiración. A los 87 años, en Lanzarote, España, ha dejado por fin las ataduras de la vida para dar paso al vacío. Pero su obra, sus increíbles relatos, sus fantásticas noveles, que encierran lo más íntimo de la esencia humana, estarán para siempre, y él vivirá a través de ella, sirviendo para hacer de este mundo un lugar mejor. Me duele en el alma esta pérdida, pero no hay nada qué hacer. La vida termina, y no hay marcha atrás.
Hasta siempre, José. Toda mi admiración, mi respeto, mi inspiración.
«Llevamos siglos preguntándonos los unos a los otros para qué sirve la literatura y el hecho de que no exista respuesta no desanimará a los futuros preguntadores. No hay respuesta posible. O las hay infinitas: la literatura sirve para entrar en una librería y sentarse en casa, por ejemplo. O para ayudar a pensar. O para nada. ¿Por qué ese sentido utilitario de las cosas? Si hay que buscar el sentido de la música, de la filosofía, de una rosa, es que no estamos entendiendo nada. Un tenedor tiene una función. La literatura no tiene una función. Aunque pueda consolar a una persona. Aunque te pueda hacer reír. Para empeorar la literatura basta con que se deje de respetar el idioma. Por ahí se empieza y por ahí se acaba.», José Saramago (1922-2010)
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30/5/10

Morir en su cama [parte dos]


[Imagen de Flickr: "Forbidden Love", Gabriel Radic]

De la ventana ni se dieron cuenta, todo pasó tan rápido, que sólo alcanzaron a reaccionar cuando la televisión voló por los aires en mil pedazos con un estruendo imposible partiendo la tranquilidad de la cena familiar. Entre gritos, llantos y balas, los tres hijos de la familia se echaron al suelo, cubiertos por el frondoso cuerpo de la madre, mientras el padre se metía debajo de la mesa, que era lo que le quedaba más cerca. Después explotó un florero, cayeron los cuadros de las paredes, las lámparas, las balas perforaron los sillones, las paredes, incluso el techo. Pareció un momento eterno, que se alargó cuando se detuvieron los proyectiles, y entonces Julio, temblando, levantó la cabeza y miró hacia la puerta, pensando que en cualquier momento entraría un sicario y le volaría los sesos sin compasión, frente a su familia. Pero no. El sicario, uno de los más fieles a Laureano Cañedo, tenía órdenes de espantar a este mequetrefe, pero no de matar a nadie, aunque ganas no le faltaban de arrancarle los huevos a ese hijo de puta.

No se imaginó Julio la escena que se desarrolló unas horas antes en la casa de Griselda, cuando llegó el marido, gritando, enfurecido, que dónde estaba ese cabrón, que lo iba a matar, que saliera, cobarde, maricón, no que muy machito, pendejo. La mujer, en bata de dormir, salió de su recámara, furiosa, por un lado, y por el otro aliviada de haber confiado en su intuición, a pesar de las ganas que tenía de dejar al muchacho desnudo en su cama, todo el día, todo el mes, toda la vida. Qué, qué quieres que haga, le dijo Griselda, también gritando, si me tienes aquí encerrada todo el día, no me dejas salir a ningún lado, no me llevas a ningún lado, no te veo en todo el día, nada más quieres tenerme aquí, como un trofeo, como un trofeo. Los guaruras no sabían que hacer, sostenían sus armas sobre el pecho, incómodos, esperando órdenes, y ante una seña de Laureano, todos se retiraron del pasillo, mientras el esposo, conmovido, se acercaba a la mujer, con los brazos extendidos, No llores, viejita, no llores. Lo que le hizo volver la sangre hasta las orejas, fue escucharla decir, No le hagas nada, pero con todo, respondió, No, te lo prometo, tratando de controlar su ira desbordante. Después de hacer el amor fugazmente, violentamente, desesperadamente, y al quedar Griselda dormida como un ángel en la cama, Laureano se fajó los pantalones, le llamó a su sicario más fiel, y lo mando a la casa de Julio para darle una calentadita, pero con órdenes estrictas de no matar a nadie.

Su familia se fue a casa de una prima y mandaron a Julio a un hotel, en las afueras de la ciudad. Su madre fue a comprarle un boleto de autobús para mandarlo a la capital, no podía quedarse aquí, menos ahora, cómo había llegado hasta este punto, si se suponía que sólo debía cogérsela una vez y dejarla, con todo el dinero que le pudiera sacar. Pero la ambición del muchacho, la inmadurez, lo habían hecho volver a la casa un día, y el siguiente, y el siguiente, y casi todos, y la madre lo había permitido, volvía con miles de pesos, en una semana habían juntado más dinero de lo que ella podía ganar en diez años, y ahora no podía con el remordimiento de conciencia, Nada más falta que me lo maten, lloraba en los brazos de su marido, inocente de todo lo que estaba pasando, insistiendo en ir a la policía, el muy ingenuo. Julio, en el hotel, no podía dormir. Cada luz que reflejaba en la ventana, cada puerta de coche que se abría en el estacionamiento, pensaba que hasta ahí había llegado, que era el final. El sonido del teléfono móvil lo hizo sobresaltarse, sintió que el ruido lo delataría, que el sicario estaría paseándose por el pasillo, Ajá, ya te tengo. Contestó sin pensar. Hola, Hola Julito, cómo estás, era ella, Bien, y tú, Extrañándote, y un pequeño silencio, no sabía qué hacer, qué decir, Oye, mi marido no viene a dormir esta noche, por qué no me haces compañía, No sé, Griselda, es que, Es que qué, no quieres, No, sí quiero, Entonces, Nada, voy para allá, Bueno Julito, aquí te espero, apúrate, Sí. Colgó el teléfono, se puso la chamarra y salió del hotel. Morir aquí, o morir en su cama, da lo mismo.

[FIN]

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[Primera parte]

Morir en su cama [parte uno]


[Imagen de Flickr ("No quiero ser tu amigo, sólo tu amante"): broma]

Parece estar en la naturaleza misma de los teléfonos móviles sonar en los momentos más inoportunos, cuando de verdad queremos que nadie nos moleste, o estamos en una situación donde el silencio es requisito, pudo haber estado todo el santo día sin recibir una llamada, y justo entonces suena, por ejemplo, durante el orgasmo. Aunque, para ser sinceros, el móvil de Griselda nunca se está quieto, esta vez se le ha olvidado activar el vibrador, y yace ahí, en la mesa de noche, haciendo un tremendo escándalo y restándole al momento la pasión que merece, este buen mozo, atlético, moreno, joven, meciéndose y gruñendo, sosteniendo en alto las piernas de su amante, Espera, Julio, espera, tengo que contestar, Déjalo, implora el muchacho, con una cara de pervertido que no puede con ella, Que esperes carajo, es mi marido, fórmula más que eficiente para detener sus ímpetus adolescentes, un poco de miedo, al misterio, al engaño, a lo inmoral, o a la muerte. Bueno, cariño, no, estaba en la ducha, sí, no me he olvidado, comeré con Monchita, en el sanborns, sí, amorcito, te amo, no, cómo crees, ya vas a empezar, deja eso, en serio gordo, deja eso, ya te dije que no, por qué siempre sales con lo mismo, de verdad que contigo no se puede, vete a la mierda.

Julio ha perdido la erección, era de esperarse. Mejor te vas, Julito, estoy segura que mi marido ya viene para acá, ya me tienen harta sus celos. Le da ternura ver cómo el muchacho empieza a sudar frío, despide un olor diferente, ya no es el calor ardiente del sexo frenético, sino el ácido aroma del pánico, pobrecillo, pero él sabía lo que le esperaba, conocía las reglas del juego desde que se encontraron en la fiesta, y ella se le acercó, le propuso ser amantes, así, al grano, para qué perder el tiempo con la seducción y demás cursilerías si todo se arregla con dinero, desde cogerse a una desconocida, hasta cogerse a una mujer 40 años más grande, o las dos cosas, y Julio, pobre, tan poco listo, tan insensato, nunca pudo medir las consecuencias de aquella turbia relación, no nos refiramos a las morales, que son las de menos, sino a las vitales, a las armas de fuego, a los celos de macho del marido, que podían ser mortales, más con tantos sicarios siempre dispuestos a complacerlo. Había tenido suerte con este, los últimos tres amantes de Griselda habían terminado tirados en el monte, descuartizados o usados para dejarles “mensajes” a la policía en menos de un mes, pero Laureano no podía matarle a todos, un día se iba a dar cuenta que, ya que no podía cumplir sus deberes como hombre, era su obligación costearle los amantes para mantener contenta a su mujer. Y que no se hiciera el loco, como si él no tuviera centenares de mujeres, quién sabe cuántos hijos regados por todo el país, con esas viejas putonas, interesadas, que sacaba de los bares, hijo de su madre, es lo menos que se merece, ojo por ojo.

Con ropa parece un fracasado enclenque y ridículo, nadie sospecharía que es una bestia en la cama, a pesar de eso, Griselda disfruta tenerlo ahí, parado, temblando y esperando, atento a los sonidos de la calle, imaginando que en cualquier momento llega el marido y bang, una bala en la frente. Lo disfruta, tener a los hombres en sus manos, a sus más de sesenta años, lo que puede hacer el dinero, con los jóvenes, y el “honor” con los viejos, que maravilla esto de ser mujer. Pásame la bolsa, le dice Griselda, el joven obedece, No te vas a poner la ropa, No, Y si te encuentra tu marido así, Qué tiene, decía ella, despreocupada, mientras sacaba un fajo de billetes, lo partía en dos y le daba la mitad a Julio, Como no acabamos, me quedo con la mitad para la próxima, se le ve a Julio la contrariedad en la cara, pero qué puede hacer él, la mujer lleva las riendas aquí, si dice algo, le quita todo, o peor, lo acusa con el marido, ella es la jefa. Bueno, ya me voy. Griselda toma el celular y marca, Olga ven por favor por el técnico, ya terminó. A los pocos segundos, una muchacha de rasgos indígenas con uniforme rosa y delantal blanco aparece en la puerta, con cara de El técnico, claro. Adiós Griselda, Adiós Julito, hasta mañana. No deja de maravillarse Julio al atravesar los pasillos amplios de la mansión, con esculturas bañadas de oro y cuadros finos en las paredes, tapetes caros, jarrones lujosos, todo es ostentoso y magnífico en esta casa, y guardias por todos lados, inmóviles como las estatuas, sosteniendo los cuernos de chivo, clavándole los ojos, sospechando, tarde o temprano lo descubrirán, y será el fin, mientras a disfrutar, a fin de cuentas, la vida es corta, siempre lo ha sido. A la salida, unos hombres lo revisan, miran el interior de la mochila, algunos discos, pinzas, cables, cosas que todo reparador de computadoras traería entre sus cosas, pero a quién quiere engañar este tipo, está sentenciado desde el primer día que vino a esta casa.

[CONTINÚA]

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[Parte dos]

19/5/10

Veinticuatro


["24 || 25", de Libertinus]

Mi nombre es Daniel. Soy tauro, aunque la astrología me parece una burrada. Vivo en la Ciudad de México, aunque nací en Mazatlán, Sinaloa, un día como hoy, pero hace 24 años, a eso de las diez de la mañana. Pasé toda la infancia en Tijuana, hasta por ahí de los 10 años, cuando migramos a mi ciudad natal donde viví hasta que salí de la preparatoria. Entonces decidí volver a Tijuana, a estudiar la licenciatura en comunicación y publicidad. Las cosas no pasaron como tenía planeado y tuve que regresar al puerto sinaloense, donde entré en un comité de promoción de la Otra Campaña, del EZLN, y mi vida cambió. Conocí a F, e iniciamos una aventura que sigue hasta ahora, y que seguirá por mucho tiempo todavía. Aunque ahora, la primera parte está próxima a concluir, cuando por fin termine de una buena vez la carrera, ya no en comunicación, sino en antropología social (no, no busco dinosaurios, lo siento), y entonces veremos qué pasa.

Soy una persona tranquila, algo perezosa, indolente o pasiva, sobre todo cuando no le veo el caso, que es la mayor parte de las veces. Para mí la vida es como una canción. Hay partes que te gustan y partes que no, a veces estás en la mejor disposición de oírla, incluso de cantarla, a veces no, y siempre es bueno encontrar personas con quién compartirla. Soy de los que procuran ver el vaso medio lleno, aunque también disfruto divertirme, reírme de mí mismo y de los demás, no tomarme las cosas muy en serio, jugar, despreocuparme. Un poco hippie, diría yo. En algún momento quise dedicarme a escribir, en otro a dibujar, luego a la música, o al teatro, por lo que, supongo, siempre fue del tipo de los artistas. Traté de cambiar un poco con la antropología pero es imposible, ya lo dijo Evans-Pritchard, la antropología social, más que una ciencia, es un arte: el de interpretar la cultura. Tiene algo de razón, pero no toda, porque el arte a veces no es práctico, aunque bueno: lo mismo con la antropología, pero en el primer día de clases, con el discurso de Falomir, supe que había encontrado mi vocación. Quizá no sea el mejor, ni el más inteligente o creativo, pero sé que me gusta, y cuando haces algo que te gusta, vas por buen camino.

No soy mucho de cumpleaños, me he dado cuenta. No recuerdo como algo especial las piñatas que me hacían de niño, sólo esperaba los regalos. Ya más grande, prefería pasarla con unos cuantos amigos, haciendo nada, descansando o distrayéndome. En mis primeros años de adultez, la cosa ha ido peor. Sobre todo desde que entré a la universidad. Francamente no me entusiasma la fecha. Me gusta, sí, que me feliciten, que me deseen un buen día, que se alegren por mí, y lo agradezco de todo corazón, pero no creo que cumplir años sea un logro, o que merezca un premio. Ese día más bien debería conmemorarse a la madre de uno, por haber soportado el trabajo de parto. En fin. Últimamente tampoco soy mucho de fiesta. No, no me considero antisocial. Quizá un poco. Pero cuando estás lejos de la familia, sobre todo si es por decisión propia, y has hecho un compromiso, lo mejor es cuidar, lo más que se pueda, el dinero que generas. Eso y las deudas, que en lugar de reducirse se incrementan, por más pagos que uno hace. Si hay algo que no me gusta de la adultez es justamente la dependencia que esta sociedad ha creado hacia el dinero. Yo sería feliz con el sistema de trueque, la verdad.

El caso es que ha pasado un año más, y el día en que naciste es un buen día para tomarlo como referencia del tiempo transcurrido, aunque en los hechos, es sólo otro día, como cualquiera. Hay muchas personas que extraño, muchas situaciones que extraño (ahora me viene a la mente el ceviche que compraba a la salida de la primaria, qué delicia), muchos lugares a los que algún día, de ser posible, me gustaría volver a ver, muchas sensaciones que me gustaría volver a sentir, como la emoción de estar en un lugar nuevo, rodeado de gente que no conoces. Me siento muy tranquilo, muy contento con lo que tengo y con lo que he logrado, aunque sé que todavía falta, falta mucho por hacer. Pero, una vez que has encontrado a alguien con quien compartirlo todo, desde lo bueno hasta lo malo, todo parece sencillo. Se siente uno invencible, de acero. El amor se trata de muchas cosas, pero sin duda, ese es uno de sus efectos, o de sus causas, nunca se sabe, hace años que paré de intentar definirlo. Quizá, cuando empecé a sentirlo nada más.

Estar aquí, ahora, es algo por lo que debo agradecer a muchas personas, desde el momento mismo en que nací. Unos ya eran parte de mi familia cuando yo llegué a ella, otros llegaron después; gente con la que no tengo ninguna relación de sangre, pero que considero mis hermanos, o que simplemente aparecieron, me enseñaron algo y se marcharon, o quienes todavía, a la distancia, me tienen en sus más remotos recuerdos, o quienes desaparecieron para siempre, o quienes están a la espera de volver, o aquellos que siguen aquí, después de tanto tiempo, y los que recién se cruzaron en mi camino, para bien o para mal, y con quienes compartí el amor, o la comida, una cerveza, un cigarro, una película, un pedazo de vida. Todos ellos forman parte de mí, de lo que soy y de lo que me estoy volviendo, y les agradezco, con todas las fuerzas, por eso.

Gracias a todos. Y bienvenidos los que lleguen después.

27/4/10

Mala memoria

Había olvidado cómo es que le rompan a uno el corazón.
Mal día para recordarlo (del carajo).

24/4/10

Pedro el apóstol [Segunda parte]


[Uno de esos es Pedro. Según]

Aprovechó unos matorrales altos y espinosos a las afueras de la ciudad para esconderse mientras transcurría el tercer día. Quizá si rezaba y demostraba su fe redimida, el cuerpo del maestro cobraría vida, tal y como había dicho. Pasó las largas horas de aquel lúgubre día entre vómitos por la peste y azotándose con una rama de espinas, mientras repetía todas las oraciones y plegarias que Jesús les había enseñado, sin resultados. Lo único que llamaba eran las moscas y los buitres que, esperanzados ante un posible doble banquete, hacían círculos sobre la cabeza de Pedro. Lloró, gritó, imploró, pero nada funcionó. Llegada la noche, Pedro cazó unas lagartijas y se las comió crudas, junto con un par de frutos silvestres. Al siguiente día repitió lo mismo, y al siguiente también, hasta que se convenció que el maestro no cumpliría su palabra. Es culpa mía, lloraba desconsolado.

Cubrió el cadáver con ramas y hojas secas, y cuando se alejaba, vio cómo los buitres se daban el festín de su vida. Anduvo por los caminos, asaltando viajeros y escondiéndose, durante casi una semana, hasta que escuchó, en un pueblo vecino, la noticia que estaba en boca de todos: que el nazareno que decía ser hijo de dios había resucitado, que se le había aparecido a su madre y que andaba todavía por ahí, curando lisiados y predicando el amor, como en los viejos tiempos. Al llegar tales nuevas a los oídos de Pedro, no pudo hacer otra cosa que robar un par de ropas limpias e ir en busca de María.

La mujer, aunque madura, todavía no podríamos decir que era una anciana, pero ya los estragos de la edad empezaban a hacerle mella. Se estaba quedando con su hijo mayor en una posada a las afueras de Jerusalén, no fue difícil dar con ella. El hijo, al principio, no dejó que Pedro estuviera a solas con María, pero cuando Pedro se quitó la capucha y enseñó el rostro, cambió de parecer al reconocerlo. Ya en la recámara, Pedro preguntó, Es verdad que has visto al maestro, y María de Nazaret respondió, Sí, otras mujeres y yo fuimos a su tumba, hace unos días, y nos habló, me habló. Dónde lo viste, cómo te habló, le preguntó Pedro, impaciente, y la mujer respondió, Lo sentí en mi corazón, estaba vivo Simón Pedro, vivo, tal como lo prometió. Pedro no tardó en reconocer el brillo de la locura en los ojos de la mujer, y después de decepcionarse, pensó que podía sacar algo de provecho. Asomado a la ventana, miraba la calle polvorienta y la gente viviendo sus vidas, como si el drama de días pasados fuese un cuento lejano y olvidado, como si su propio tormento no le interesara ni al creador de todas las cosas, cuando María lo abrazó por detrás, Eres tú, hijo mío, eres tú, estás vivo, mientras lloraba de alegría. Pedro tuvo que abofetearla para que lo soltara, Qué ha pasado, preguntó María, y Pedro, benévolo, le respondió, El maestro estuvo aquí, mientras la tranquilizaba.

Tuvieron que huir de la ciudad ante las amenazas de los fariseos. Pero se reunieron con los otros apóstoles en pueblos vecinos, y Pedro contaba cómo se le había aparecido Jesús mientras andaba vagando en el descampado, y luego como lo había vuelto a ver en el cuarto donde se quedaba María, mientras la mujer corroboraba la información añadiendo que les había mostrado, además, las heridas de los pies y las manos, y que olían a perfume de rosas. Algunos de los discípulos también percibieron el destello de sin razón en la mirada de María, pero comprendieron lo que tenían que hacer. Era su deber divino, como discípulos elegidos por el hijo de dios, convertir en verdad la promesa que les había hecho antes de morir. Costara lo que costara, enfrentándose a la persecución y a la muerte. En eso, se convencieron, consistía la verdadera fe: en ser martirizados, justo como su maestro, y ascender a las alturas, como después juraron, habían visto hacerlo a Jesús, todavía presumiendo sus heridas. Nunca le preguntaron a Pedro lo que realmente había pasado con el cuerpo, y él, a la hora de la muerte, ya no lo recordaba. En sus últimas horas, sólo alcanzaba a repetir, Lo vi subir al cielo, lo vi subir, yo lo vi.

[FIN]

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[Primera parte]

4/4/10

Pedro el apóstol [Primera parte]


[Jesús y el ángel durante el desfile del jueves en la pasión según los iztapalapenses]

1.

Una mujer se abrió paso entre la multitud, gritando, empujando, vuelta loca, con manchas de mugre en la cara por las lágrimas y el sudor, preguntando por Pedro. Simón Pedro, el discípulo del nazareno, especificaba, cuando la gente alrededor, alborotada en la calle, le preguntaba, Qué Pedro. Al fin lo encontró, oculto en la oscuridad de una esquina. Su escándalo había puesto todas las miradas de la calle en ella. Pedro, le dijo, Pedro, aquí estás, vamos, rápido, han apresado a Jesús. Pedro miró alrededor. La gente los observaba, atentos. Un hombre que, hace apenas un instante, había puesto en duda su identidad, le clavó los ojos y sonrió, Con que sí, eh, mentiroso, te han expuesto. Abrumado por aquello, Pedro no tuvo más remedio que contestar, Yo no soy Pedro. La mujer se quedó totalmente pasmada, De qué hablas, no es tiempo de bromas, nuestro maestro está preso y, un empujón, zas, hasta el suelo, la mujer no lo vio venir, Déjame en paz, no conozco a ese hombre. Ante las expresiones de asombro de la gente, qué hacía tanta gente aquí en la madrugada, nada más que alimentar el morbo de ver al que había entrado, días atrás, triunfante en la ciudad, ahora preso, como un vil delincuente, y sus discípulos perseguidos, añadámosle a este espectáculo la cobardía de quienes han quedado expuestos, y que al mismo tiempo tampoco tienen el valor para huir, como esta rata que ahora se aleja, no conforme con negar a su líder, encima ataca a una inocente mujer en la vía pública, Es una prostituta, lo tiene bien merecido, apoyaban algunos, pero los murmullos fueron acallados en un santiamén por el canto sobrenatural de un gallo, que retumbó por todas las calles y en todos los oídos, luego otro, y otro, y entonces la gente pensó que todos los gallos de la ciudad habían empezado a cantar al mismo tiempo, un canto desesperado y acusador, algo así como No juegues conmigo, Pedro, que soy el hijo de dios.

Hasta entonces, Pedro decidió huir al descampado. Desde lejos vio cómo conducían a su maestro hasta el Gólgota, cómo los romanos lo clavaban en la cruz y le encajaban una lanza, cómo la madre, hecha pedazos, lloraba sobre el cuerpo inerte y bañado de sangre. No hizo nada porque, había dicho Jesús, esto tenía que pasar, y para demostrarle a los simples mortales que en verdad era el hijo de dios y no otro lunático hablador cualquiera, resucitaría al tercer día. Luego de que vio cómo le clavaban la lanza, atravesándole el pecho, Pedro dudó que su maestro fuese capaz de traer de nuevo a la vida su propio cuerpo vuelto una piltrafa. Pero esperó. Siguió a las tropas que llevaron el cuerpo a la tumba que les habían conseguido, y luego vio a los guardias que custodiaban la entrada, al acecho de los discípulos prófugos, pues era por todos sabido que tarde o temprano intentarían venir a la tumba del amado maestro.

Pedro dormía a la intemperie, presa del hambre y el remordimiento, se atormentaba pensando que la única razón por la que su maestro no resucitaría sería su falta de fe. Haberlo negado, haberle dado así la espalda, haberle traicionado peor que Judas Iscariote, era imperdonable. Lo único que podía hacer era resucitarlo con sus propias manos. En la madrugada del tercer día, tomó por sorpresa a uno de los guardias que orinaba alejado de sus compañeros, entre las piedras, le arrebató su espada y lo degolló, inyectado de valor por su tormento mental. Se puso el casco y la capa del romano y, así disfrazado, pudo acercarse al resto de los guardias con sigilo y aniquilarlos de uno por uno, en silencio. Luego movió la piedra que cubría la tumba de Jesús, algo ciertamente más difícil que sacarle las tripas a los romanos. Tomó una antorcha y entró a la tumba. Aguantó la respiración para no desmayarse por el fétido olor, y luego, sacando fuerzas divinas, seguramente provistas por su señor, cargó el cadáver, rígido, en su espalda, y lo sacó de ahí. Cuando las mujeres vinieron, al amanecer, y vieron la tumba vacía y los cuerpos de los guardias regados por todos lados, salieron gritando excitadas, Ha cumplido su palabra, el maestro ha resucitado.

[Continúa]

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[Segunda parte]

22/3/10

Bala perdida


[El bloque de búsqueda del coronel Martínez celebra sobre el cuerpo de Pablo Escobar el 2 de diciembre de 1993. Fotografía del agente de la DEA Steve Murphy - Vista en el Flickr de andy z, quien la vio en Rotten.com]

Esta mañana, Barbara despertó y dijo, Basta ya de lamentarme. Se ha puesto un pantalón blanco y una blusa negra, ha tomado una ducha de agua fría y, mirándose la barriga hinchada, temiendo reventar, al sentir la patadita de la nena se le ha llenado la cara de dicha. Tuvo que sentarse en el piso del baño a llorar otra vez, pero ya no de culpa y de terror, por haber sido tan irresponsable, dejar la escuela a menos de un año de titularse, ver en la cara de sus padres la decepción y el desprecio, recordar las palabras de Fausto, No estoy listo, y nunca más saber de él. Esta mañana, Barbara se ha levantado convencida de que todo irá bien, por eso llora, por no haber disfrutado los últimos ocho meses, en vez de acudir al ginecólogo y querer preguntarle si conoce una clínica de abortos, sin atreverse nunca, pudo haber mirado los ultrasonidos y sentirse emocionada de formar en su interior una nueva vida, que es lo mismo que una nueva oportunidad, para ella y para alguien más.

Quizá es muy tarde para avisar a sus amigas que siempre sí habrá baby shower. No esperará que nadie venga, con un cambio de actitud así, cualquier se sorprendería. Ha decidido gastarse el cheque por incapacidad que le dieron en el trabajo en ropa para su hija. Toma un taxi sin mucha dificultad, es lo bueno de estar embarazada, el mundo se vuelve más amable, más cariñoso, cualquier hijo de vecino que la ve en la parada del camión le ofrece un lugar para esperar en la sombra, un trago de agua, le acaricia el vientre suspirando, le cede el taxi que viene. Lástima haber valorado todo esto hasta ahora, pero no importa, nunca es tarde para empezar, menos para ella. El taxista sólo la baja unas cuantas cuadras, con este calor está imposible caminar, y para su sorpresa, cuando le pregunta cuánto es, el conductor del vehículo le dice que Nada, así está bien, señora, y le mira, sonriente, el bulto debajo de la blusa. Barbara le agradece y sale del taxi lo más rápido que puede, entra en la tienda y se refugia del infierno del exterior en el aire acondicionado del local de ropa para bebés.

La encargada se le acerca maravillada, Ay mira que enorme pansa, felicidades, y le da un abrazo. El mundo percibe su cambio de actitud de Barbara, ya no lleva el ceño fruncido o la cara sombría, ahora irradia esperanza y calma, como toda futura madre entusiasta, y la gente no tiene miedo de acercarse y llenarla de mimos. Qué va a ser, niño o niña, le pregunta la encargada, y Barbara responde, Nena, mientras se deja dirigir a la parte rosa del local, justo frente al aparador que da a la calle. Le enseña un vestidito, dos, tres, Barbara quiere comprarlo todo, se muere por ver a su nena en cada trajecito rosa, amarillo, con osos o con conejos, con flores o con abejas. Ríe, siente ganas de llorar otra vez, lo que no daría por que su madre estuviera aquí con ella, quién necesita a Fausto, ese cabrón.

El cristal del aparador estalla en mil pedazos y lo primero que Barbara escucha son las llantas de las camionetas, enormes y negras, patinando tratando de escapar de sus atacantes, otras camionetas, blancas y rojas, que van detrás a toda velocidad, tirando balas. Muy atrás, las sirenas de la policía. Luego sintió las pequeñas heridas en la cara, de los pedazos de vidrio que habían volado por todas partes. La encarga de la tienda, horrorizada, gritaba, Auxilio, auxilio, una ambulancia, mientras salía corriendo a la calle, parecía ilesa. Por último, una fuerte punzada en el abdomen. Súbitamente baja la vista, su blusa negra está húmeda, más negra todavía, y su pantalón blanco está lleno de sangre. No, iba a empezar a lamentarse, se lleva una mano al vientre, No por favor, murmura, no siente dolor, sólo puede pensar en la nena, Mi nena, exhala por última vez, y cae para siempre, sujetándose la barriga, pensando, ingenuamente, no lastimar a la niña al caer al piso.

[FIN]

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[Inspirado por "En el paralelo 23º", de Freddy]

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Más información:

7/3/10

Dios te salve [parte dos]


[Fuente original de la imagen]

2.

Esto de los celulares es una verdadera maravilla. Le permiten mirar, una y otra vez, como si el tiempo no fuera más que una broma de mal gusto, al nuevo recluta en la ducha, en la cama, paseándose por la habitación del hotel desnudo, asomándose al balcón, susurrándole suciedades, con esos ojos grandes y esos labios rojos, tan joven, tan inocente, tan incrédulo. Está en juego la salvación de tu alma, le decía, purifícate, mientras le dirigía la mano a su entrepierna. Se estaba poniendo duro, cosa que, a su edad, ya le costaba más trabajo, pero este jovencito no necesitaba tal esfuerzo, cuando abrieron la puerta del despacho de golpe, el padre Tomás sabe que no debe hacer eso, pero, o le importa un bledo, o es excesivamente torpe, o las dos cosas. Disculpe mi insensatez, monseñor, le dice, nervioso, sin saber dónde poner los ojos, Qué quieres, Tomás, habla, El... el... el muchacho... está aquí...

Bendito sea, murmuró Ramón, que en esta sacrosanta institución, y más bien en el mundo entero excepto en casa de la madre de sus hijos, era mejor conocido por su verdadero nombre seguido del tratamiento, padre Miguel, Hazlo pasar, qué esperas. El padre Tomás sale corriendo del despacho, se persigna y reza luego de cerrar la puerta, sabe, en el fondo de su corazón, que arderá por siempre jamás en el fuego del infierno, qué saca él de esto, qué gana, si ya ni siquiera se lo cogen, ahora que ha envejecido, llegar a los 26 no le ha sentado nada bien. Adopta una postura totalmente distinta mientras baja por las escaleras de caracol hacía el patio de la iglesia, de una solemnidad autoritaria, juntas las manos, sereno el semblante, llama con un grito al muchacho y le hace una señal para que se acerque, hará bien irlo preparando para lo que le espera, le pone una mano en la cabeza, realmente es hermoso, sólo 15 años, alto, moreno, robusto, ojos brillantes, abundante cabellera, es perfecto, la bondad pura, Hijo mío, le dice, el padre Miguel va a recibirte, has tenido mucha, mucha suerte, te has ganado el cielo, le dice, mientras suben las escaleras, el padre Tomás, como si fuese la cosa más natural del mundo, lo lleva tomado de las nalgas, mientras el pobre muchacho tiembla de miedo.

El padre Miguel no puede esconder la emoción cuando lo mira en el umbral del despacho, ahí, de pie, vestido con unos harapos, limpios, pero siguen harapos, el pelo alborotado, la piel lampiña, es un ángel del señor, no hay duda. Pasa, hijo, pasa, le dice, y el muchacho da unos pasos inseguros, Te han dado de comer, Sí señor, responde, agachando la cabeza, Y qué tal, Muy rico señor, le han dicho que así debe dirigirse a este hombre, que es un santo, con respeto y sin cuestionarlo, así le hubiesen dado de comer mierda, que entre eso y lo que le espera, no hay gran diferencia. Tienes miedo, le pregunta el padre Miguel, No señor, responde el muchacho, pero la voz lo delata, las manos sudorosas, las rodillas a punto de venirse abajo con todo y cuerpo, Padre nuestro, que estás en el cielo, empieza a rezar el muchacho en su cabeza, pero no le alcanza el tiempo, el padre Tomás ha salido del despacho ante un gesto del padre Miguel, y ha cerrado la puerta, con órdenes de no molestar. Bueno, criatura, le dice el padre, qué esperas, quítate la ropa.

3.

Dios te salve maría llena eres de gracia el señor es contigo bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre jesús, dios te salve maría llena eres de gracia el señor es contigo bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre jesús, dios te salve maría... El padre Miguel reza frente un altar improvisado en la mesita de noche de la habitación del hotel, donde ha adoptado la identidad de su alter ego, el doctor Ramón González. Ha sido un día duro, sobre todo para Omarcito, que se lo ha tenido que pasar encerrado hasta hace dos horas, cuando por fin llegó su padre para llevarlo a dar un paseo. Cenaron hamburguesas, que no son muy diferentes a las de México, Para eso he venido, se lamentaba el niño, en su cabeza, por su puesto, su madre no ha parado de decirle que sea agradecido y amable, pues su papá lo único que quiere es su bien, Julio tenía razón, no hubiera venido, piensa, mientras se da un baño de burbujas en el jacuzzi y juega con un barco en miniatura que trajo con sus juguetes.

Y bendito es el fruto de tu vientre jesús, recita Ramón, ha terminado el rosario, ahora puede ponerse de pie, apagar las velas, y prepararse, que para eso ha venido. Siente que va a eyacular de sólo pensarlo, pero se contiene, respira, no puede arruinar el momento, siete largos años, desde que lo tomó en sus brazos el día que nació, salido de esa sucia cavidad femenina, fantaseó con este día. A Julio lo había tomado de 9 años, hace ya dos, y no había sido sencillo, pero Omarcito era dócil, y frágil, sus tiernos siete añitos no representarían mucha resistencia. Respiró una vez más, Alabado sea el señor, pensó, y se metió en el baño, ya sin ropa.

[FIN]

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[Primera parte]
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5/3/10

Dios te salve [parte uno]


[Miguel Ángel. La Sagrada Familia con el infante San Juan Bautista. c. 1503-05/ Fuente original]

1.

Antes de la cena, oraban, y se comía rápido y en silencio. Su marido siempre había sido un hombre muy religioso, desde que lo conoció en un parque, casi una década atrás. Sus canas plateadas y finas, sus facciones amables y serias, sus ademanes elegantes, su inteligencia abrumadora: características suficientes para cautivar a una muchacha de 18 años y convencerla de formar una familia sui generis, con 35 años de diferencia. Casémonos, le decía ella al principio, pero él no cambiaba de opinión, Para qué, si dios sabe que nos amamos. Hace mucho que dejó de insistir. Ramón, ay Ramón, a pesar de sus ausencias prolongadas, del relativo abandono en que los tenía, a ella y a los hijos, de los secretos y las mentiras, ella no podía olvidar que lo amaba, como se ama el aire o el agua, que sabemos que, sin ellos, no podríamos vivir.

Los niños se ponían contentos cuando su padre llegaba de sus viajes. Pasaba cuatro, cinco días, una semana a lo mucho, llevándolos de paseo, comprándoles regalos, mimándolos hasta el cansancio, y los niños no podían estar más agradecidos y felices. Sólo Julio, el mayor, que al ir creciendo se había vuelto más callado, más nervioso, pero los juguetes y dulces de su padre no tardaban en devolverle la sonrisa al rostro. Así son los niños.

Tengo un anuncio que hacer, dijo Ramón, después de persignarse, cuando todos habían terminado la cena. Voy a Europa, de negocios, y me llevo a Omarcito. El niño sintió que volaba, a sus tiernos siete años, no sabía dónde era Europa, pero le encantaban los viajes. La madre se entusiasmó, el padre los abrazó, pero a Julio le sudaron las manos y se le encogió el estómago. Él todavía recordaba el viaje al que había ido con su padre, a Colombia. Cómo olvidarlo.

Ya en su habitación, a punto de dormir, Omarcito planeaba qué juguetes se llevaría al viaje, su oso de peluche no podía faltar, el carro de carreras, el videojuego. Julio, irritado, le ordenó que se callara, que se metiera de una vez a la cama. Su hermano obedeció. Se quedaron los dos, en silencio, cada uno en su cama, Omarcito arriba, Julio abajo, mirando por la ventana, esperando, cerca de una hora, y entonces Julio dijo, No vayas. Qué, preguntó Omarcito, No vayas al viaje, repitió Julio en un susurro. Por qué, Por favor, te pido que no vayas. Omarcito se quedó muy quieto, callado. Luego se dio la vuelta hacia la pared, Tienes envidia, y se durmió.

(...)

Raras veces hacían el amor, y cuando Laura lograba convencer a Ramón, tenía que aguantar que la penetrara por el ano. No le desagradaba del todo, pero llegaba un punto en que estaba cansada, se le llenaba la cabeza de ideas disparatadas, Por qué le gusta así, pero no decía nada. Él era tan bueno, mejor no pelear, que nunca está aquí y yo haciendo escándalo por nada. Laura se puso boca abajo, metió la cabeza en la almohada y dejó que el marido, le gustaba decirle marido, o esposo, aunque no estuvieran casados y supiera que nunca lo iban a estar, dejó que el marido, decíamos, se sirviera a su antojo. Él volvió a persignarse, susurró Amén, y empezó. Ella gimió un poco, pero no llegó al orgasmo. Ramón sí, Bendito sea, dijo cuando acabó. Luego se tumbó en el colchón y se quedó dormido. Laura se quedó despierta un rato, mirándolo. No sabía cómo se había enamorado así. Luego de un rato, el teléfono móvil de Ramón vibró en el tocador, y estaba a punto de caerse, cuando Laura lo cogió y, sin pensar, contestó. Sí bueno, Padre Miguel, preguntaron del otro lado, No, se equivocó señor, Virgen santísima... perdón, Ramón González, busco a Ramón González. Laura iba a decir que estaba dormido, pero eso hubiera sido una mentira, Ramón ya tenía los ojos abiertos y puestos en Laura, que sólo atinó a decir, Un momento, por favor. Le pasó el teléfono a su esposo, él se lo quitó con violencia, Por qué contestaste, reclamó, se puso de pie y, desnudo, salió de la recámara para tomar la llamada. Laura sólo alcanzó a escuchar un Te he dicho que no llames aquí, mientras Ramón cerraba la puerta tras él.

[CONTINÚA]

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[Segunda parte]
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24/2/10

Sueños y escombros


[Imagen de United Nations Development Programme en flickr.com]

Cuando por fin logra quedarse dormida, Jackie sueña con la oscuridad. Se ve a sí misma, como mirando una pantalla de cine, en medio de un gran espacio vacío, negro, sin ningún lugar a dónde ir. Sólo su cuerpo, como si tuviese luz propia, puede verse entre la nada, pero no es una luz que ilumine: el resplandor no logra atravesar más allá de su piel. En este espacio vacío, no tiene sentido moverse, porque ningún paso lleva a ningún lado, todo es inútil, se ha perdido para siempre, la esperanza, el futuro, aquí no hay días mejores, ni peores, simplemente no hay nada, no hay gente, no hay aire, no hay vida.

No es que haya una gran diferencia entre las ilusiones oníricas de Jackie y la realidad que la recibe, con cara de pocos amigos, cuando despierta sobresaltada y sus sobrinos, unos delincuentes de dieciséis años, le lanzan con rudeza un par de sshh, hay gente aquí intentando descansar. Jackie, empapada de sudor, decide levantarse y estirar las piernas. Por las ventanas cubiertas con cortinas polvorientas apenas se filtra un poco de esa luz de media tarde que todo lo vuelve más melancólico, casi triste. Afuera la vida sigue para aquellos afortunados que tienen empleo. Acá, en las casas de la periferia, hechas de grandes y frágiles ladrillos grises, con varillas saliendo por todos lados, no hay otra manera de engañar el hambre, además de las drogas, que dormir. Pero los dioses del descanso ni siquiera ese gusto le dan a la pobre de Jackie. Atravesando con cuidado el cuarto, para no pisar a los familiares y amigos que se refugian en esta casa, por ser, según dicen, más fresca que otras, llega hasta la cocina y trata de servirse un vaso de agua, pero abre la llave y lo único que sale es el ruido que hace el aire al subir por las tuberías sofocadas. Sigue sin haber agua. Ahora tendrá que volver a cruzar la casa entera para ir con la vecina, y se dispone a ello cuando, sin más, se abre la tierra y les cae la casa encima.

Por un breve instante, Jackie pensó que había sido otro sueño. Que en realidad no había despertado, hasta ahora, envuelta otra vez en un manto de tiniebla absoluta. Pero pronto llegó el dolor. Sintió la cabeza caliente, las piernas destrozadas, y el peso del techo haciendo presión sobre su espalda. Trató de levantarse, pero estaba totalmente inmovilizada por los escombros. Se ha vuelto realidad, piensa, al ver que, como siempre, la realidad es mucho más cruel, mucho más espantosa y terrible que el más siniestro de los sueños. No consigue ver nada, por más que abre los ojos. Sus oídos no logran captar sonido alguno, sólo un zumbido agudo, interminable, como si le hubiera estallado una bomba en la cara. A sus pulmones casi no llega aire, las piedras que la aplastan no le permiten expandir el pecho.

Quiere gritar, pedir auxilio, alguien, quien sea, que me ayude. Si he de morir, que no sea de esta manera, implora Jackie, no se sabe a quién. Pero no cree poder resistir mucho. Ni siquiera le queda claro qué ha pasado. Llama con el pensamiento a Alex, a Piró, a Manuel, a quien sea, que vengan, seguro a ellos no les cayó el techo encima, seguro ellos están a salvo, y no tardarán en sacarme. Qué importa ya. Aunque la sacaran, qué haría después. Ni casa le ha quedado, que era lo único que tenía. Así pues, mejor la resignación. El fin, la extinción de la llama vital, que venga y me tome sin remordimientos, Jackie implora, que se acabe, por favor, que se acabe, le parece que ha sido una eternidad, por qué su cuerpo se resiste a lo inevitable, por qué desear algo imposible.

Un hombre que pasaba por allí levantaba desesperado pedazos de piedra y loza, intentando guiarse por el instinto más que por los gritos, los llantos y los lamentos, que a partir de ahora y por muchos días más, serían todo lo que viajaría por el cielo de Puerto Príncipe. Tiene suerte de haber salido ileso, iba caminando por la calle cuando de pronto la tierra decidió echar abajo todo el vecindario de una sola sacudida. A su alrededor, fuego, caras ensangrentadas, polvo, desesperación. Levanta un gran bloque de ladrillos, con mucho esfuerzo, y debajo ve la cabeza de una mujer. Una pesada loza le aplasta las piernas, y entonces es él quien comienza a gritar, Ayuda, que alguien me ayude, hay una mujer aquí. Otro hombre acude al llamado, entre los dos, después de varios intentos, logran liberar a la mujer.

Jackie no abre los ojos, pero siente cómo su pecho se infla otra vez de aire, cómo el alma le regresa al cuerpo, y con ella, el dolor expandiéndose sin tregua ni compasión por todos sus huesos. Un hombre la lleva en brazos, a algún lugar, a dónde sea, no tiene importancia. Susurra algo, pero el hombre, ese gran héroe, ese salvador desinteresado, no entiende lo que dice. Cálmese, ya está a salvo, le dice, queriendo tranquilizarla. Acerca el oído a los labios de Jackie. Me hubieras dejado ahí, dice ella, mientras unas gruesas lágrimas resbalan, viscosas, abriéndose paso por el polvo del rostro. Me hubieras dejado ahí.

[FIN]

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Haiti Earthquake Aftermath Montage from Khalid Mohtaseb on Vimeo.

18/2/10

Ese hombre que va allí



Ese hombre que va allí tiene un nombre y un apellido, igual que todos aquellos que, en el transcurso del día, han circulado por esta calle tranquila y desierta de las afueras de la Gran Ciudad, con el que podría identificarse, detenerse, por ejemplo, frente a este perro, y decirle, Me llamo fulano de tal, ese es mi nombre, cuál es el tuyo. No lo hace, porque sabe que no serviría de nada. En este lugar, en este tiempo, bajo estas circunstancias, que se han mantenido imperturbables desde que su ser se introdujo en el mundo, y que no cambiarán de aquí a que lo abandone, que no falta mucho, su nombre no vale para un carajo. Igual que su persona.

Ese hombre que va allí tiene una especial debilidad por las sustancias alucinógenas. O al menos, al principio le gustaban. Todavía hace tres días se conformaba con alcohol puro y simple, de ese que venden en las farmacias. Hoy lo extraña, aunque por dentro le quemaba las tripas, no había, nunca hubo, punto de comparación con la gloriosa mariguana, su eterna favorita, de la que ya no podía ni evocar su sabor, o con la elegante cocaína que llegó a probar dos o tres veces, mucho menos con la potente pero incómoda heroína, de cuando eran buenos tiempos en las calles. Hoy, sólo perros y frío. Pero antes, ah que tiempos eran antes. La memoria, sin embargo, ya no le alcanza más que para recordar el futuro inmediato: qué hacer ahora, a dónde ir, cómo encontrar en esta maldita ciudad un pedazo de comida que echarse a la pansa, un lugar donde pasar la noche para no morirse de frío. Hay un coche abandonado aquí cerca, sólo que no recuerda exactamente en qué calle, por estos rumbos, que no son suyos, y lo cierto es que ningunos lo son, y a estas horas, todas las casas parecen iguales, unas al lado de las otras, apretujándose para aliviarse de la helada lluvia que cae como cristales puntiagudos sobre la cabeza del hombre, sobre las calles, sobre los techos, sobre los autos estacionados. La diferencia es que el hombre ya no las siente, y los demás nunca lo hicieron.

Van unos perros, siete u ocho, rodeando a ese hombre que va allí, pero él no es su dueño, sino al revés, y no son ellos quienes siguen al hombre, sino al revés. Gracias a ellos ha logrado sobrevivir, no sólo los últimos tres días, también el resto de sus días en la calle. Cualquiera con la suficiente, no digamos consideración, basta curiosidad, se preguntaría que cómo, que por qué este hombre, que en otros tiempos tuvo un trabajo, ni bueno ni malo, era sólo eso, un trabajo, una familia como cualquier otra, y algunos amigos efímeros, o fugaces, si se prefiere, ahora vaga por los ríos de cemento sin rumbo ni meta, sin esperanzas, como nada más que una sombra que se va apagando con el frío. Pero haría falta, ahora sí, algo más que pura curiosidad para acercarse y preguntarle, Oiga, qué hace usted aquí, pero sobre todo, para obtener una respuesta. Y es que ese hombre que va allí ha decidido no hablar con nadie sobre su pasado, y esa ha sido la única forma de acabar con él. No se dio cuenta que, a pesar de lo que dicen, un hombre sin pasado es un hombre sin futuro, y un hombre que sólo es presente, no es nada.

Ya no falta mucho para que ese hombre que va allí se rinda de una buena vez, se de cuenta de que es una inconsciencia, una verdadera desconsideración hacia los perros, quienes, desesperados, tratan de hallar un refugio que les sirva a todos, sin éxito. Uno encontró un huequito entre las raíces de un raquítico árbol, pero no tuvo corazón para dejar a los otros a la intemperie, desamparados, más al hombre, y decidió correr para alcanzarlos, Qué haría este pobre sin mí, sin nosotros. Aquí las casas son fortalezas inexpugnables, donde la gente protege con todas sus fuerzas y humores las delicadas posesiones que han acumulado, cual despiadados capitalistas ambiciosos, a lo largo de sus años, y si ese hombre que va allí tocara a cualquiera de esas puertas, o a todas, y dijera que por favor, que me dejen quedar aquí, sólo una noche, aunque sea en el patio, a mí y a mis perros, porque si no siento que me voy a morir, no recibiría más que el silencio desde adentro, si alguna luz estaba prendida, se apagaría, si algún sonido indiscreto se escapaba, sería reprimido, al menos hasta que ese viejo vago se vaya, que lo que menos queremos aquí es que nos robe un drogadicto, ya tenemos suficiente con los hijos, los sobrinos o los nietos, en sus versiones masculinas y femeninas, que no se diga que en este barrio no hay equidad de género e igualdad de oportunidades.

Se le ha congelado la garganta. Ya era hora. Esos harapos pestilentes y roídos, podridos de tanta mugre, de tanto sol y de tanta tristeza, nunca cumplieron ni su más mínimo cometido, que es proteger de la intemperie la piel desnuda, callosa y sucia, de ese hombre que va allí. El aire ya no consigue atravesar todo el camino hacia los pulmones, lo cual sólo significa una cosa: el olvido y la soledad, ayudados por el frío abrasador, han cumplido su cometido. Con todo, decide no tirarse en medio de la calle, no vaya a ser que lo atropellen, faltaba más, se arrastra como puede hasta la banqueta, hasta el toldo de un local, casi en la esquina, buscando todavía un refugio, aunque fuese breve, de la lluvia, debajo de un potente farol que alumbra la noche y que, con cierta carga de cruel ironía, y otro tanto de sublime metáfora, cuando el hombre al fin se rinde ante el desfallecimiento y el dolor incontenible e irremediable, decide privarnos para siempre jamás de su luz áspera y sucia, mientras adentro, un muchacho joven susurra en un oído, Al fin se apagó la lámpara, ahora podré dormir tranquilo.

Los perros le lamen la cara. Olfatean inquietos, intentando percibir el cálido y pestilente aliento al que ya se habían acostumbrado, sin éxito. No queda nada, excepto un cuerpo maloliente que se había comenzado a pudrir estando todavía vivo. Y sin ceremonia alguna, sin un lamento de dolor o de incertidumbre, sin un aullido solitario antes del amanecer que haga eco entre los demás caninos que descansan, complacidos, entre colchas confortables o al menos debajo de un techo sólido, se dispersan y se pierden entre los rincones de la oscuridad, uno por aquí, otro por allá, totalmente en silencio, para no llamar la atención, esperando no encontrarse nunca más.

[Fin]