4/4/10

Pedro el apóstol [Primera parte]


[Jesús y el ángel durante el desfile del jueves en la pasión según los iztapalapenses]

1.

Una mujer se abrió paso entre la multitud, gritando, empujando, vuelta loca, con manchas de mugre en la cara por las lágrimas y el sudor, preguntando por Pedro. Simón Pedro, el discípulo del nazareno, especificaba, cuando la gente alrededor, alborotada en la calle, le preguntaba, Qué Pedro. Al fin lo encontró, oculto en la oscuridad de una esquina. Su escándalo había puesto todas las miradas de la calle en ella. Pedro, le dijo, Pedro, aquí estás, vamos, rápido, han apresado a Jesús. Pedro miró alrededor. La gente los observaba, atentos. Un hombre que, hace apenas un instante, había puesto en duda su identidad, le clavó los ojos y sonrió, Con que sí, eh, mentiroso, te han expuesto. Abrumado por aquello, Pedro no tuvo más remedio que contestar, Yo no soy Pedro. La mujer se quedó totalmente pasmada, De qué hablas, no es tiempo de bromas, nuestro maestro está preso y, un empujón, zas, hasta el suelo, la mujer no lo vio venir, Déjame en paz, no conozco a ese hombre. Ante las expresiones de asombro de la gente, qué hacía tanta gente aquí en la madrugada, nada más que alimentar el morbo de ver al que había entrado, días atrás, triunfante en la ciudad, ahora preso, como un vil delincuente, y sus discípulos perseguidos, añadámosle a este espectáculo la cobardía de quienes han quedado expuestos, y que al mismo tiempo tampoco tienen el valor para huir, como esta rata que ahora se aleja, no conforme con negar a su líder, encima ataca a una inocente mujer en la vía pública, Es una prostituta, lo tiene bien merecido, apoyaban algunos, pero los murmullos fueron acallados en un santiamén por el canto sobrenatural de un gallo, que retumbó por todas las calles y en todos los oídos, luego otro, y otro, y entonces la gente pensó que todos los gallos de la ciudad habían empezado a cantar al mismo tiempo, un canto desesperado y acusador, algo así como No juegues conmigo, Pedro, que soy el hijo de dios.

Hasta entonces, Pedro decidió huir al descampado. Desde lejos vio cómo conducían a su maestro hasta el Gólgota, cómo los romanos lo clavaban en la cruz y le encajaban una lanza, cómo la madre, hecha pedazos, lloraba sobre el cuerpo inerte y bañado de sangre. No hizo nada porque, había dicho Jesús, esto tenía que pasar, y para demostrarle a los simples mortales que en verdad era el hijo de dios y no otro lunático hablador cualquiera, resucitaría al tercer día. Luego de que vio cómo le clavaban la lanza, atravesándole el pecho, Pedro dudó que su maestro fuese capaz de traer de nuevo a la vida su propio cuerpo vuelto una piltrafa. Pero esperó. Siguió a las tropas que llevaron el cuerpo a la tumba que les habían conseguido, y luego vio a los guardias que custodiaban la entrada, al acecho de los discípulos prófugos, pues era por todos sabido que tarde o temprano intentarían venir a la tumba del amado maestro.

Pedro dormía a la intemperie, presa del hambre y el remordimiento, se atormentaba pensando que la única razón por la que su maestro no resucitaría sería su falta de fe. Haberlo negado, haberle dado así la espalda, haberle traicionado peor que Judas Iscariote, era imperdonable. Lo único que podía hacer era resucitarlo con sus propias manos. En la madrugada del tercer día, tomó por sorpresa a uno de los guardias que orinaba alejado de sus compañeros, entre las piedras, le arrebató su espada y lo degolló, inyectado de valor por su tormento mental. Se puso el casco y la capa del romano y, así disfrazado, pudo acercarse al resto de los guardias con sigilo y aniquilarlos de uno por uno, en silencio. Luego movió la piedra que cubría la tumba de Jesús, algo ciertamente más difícil que sacarle las tripas a los romanos. Tomó una antorcha y entró a la tumba. Aguantó la respiración para no desmayarse por el fétido olor, y luego, sacando fuerzas divinas, seguramente provistas por su señor, cargó el cadáver, rígido, en su espalda, y lo sacó de ahí. Cuando las mujeres vinieron, al amanecer, y vieron la tumba vacía y los cuerpos de los guardias regados por todos lados, salieron gritando excitadas, Ha cumplido su palabra, el maestro ha resucitado.

[Continúa]

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[Segunda parte]

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