[Uno de esos es Pedro. Según]
Aprovechó unos matorrales altos y espinosos a las afueras de la ciudad para esconderse mientras transcurría el tercer día. Quizá si rezaba y demostraba su fe redimida, el cuerpo del maestro cobraría vida, tal y como había dicho. Pasó las largas horas de aquel lúgubre día entre vómitos por la peste y azotándose con una rama de espinas, mientras repetía todas las oraciones y plegarias que Jesús les había enseñado, sin resultados. Lo único que llamaba eran las moscas y los buitres que, esperanzados ante un posible doble banquete, hacían círculos sobre la cabeza de Pedro. Lloró, gritó, imploró, pero nada funcionó. Llegada la noche, Pedro cazó unas lagartijas y se las comió crudas, junto con un par de frutos silvestres. Al siguiente día repitió lo mismo, y al siguiente también, hasta que se convenció que el maestro no cumpliría su palabra. Es culpa mía, lloraba desconsolado.
Cubrió el cadáver con ramas y hojas secas, y cuando se alejaba, vio cómo los buitres se daban el festín de su vida. Anduvo por los caminos, asaltando viajeros y escondiéndose, durante casi una semana, hasta que escuchó, en un pueblo vecino, la noticia que estaba en boca de todos: que el nazareno que decía ser hijo de dios había resucitado, que se le había aparecido a su madre y que andaba todavía por ahí, curando lisiados y predicando el amor, como en los viejos tiempos. Al llegar tales nuevas a los oídos de Pedro, no pudo hacer otra cosa que robar un par de ropas limpias e ir en busca de María.
La mujer, aunque madura, todavía no podríamos decir que era una anciana, pero ya los estragos de la edad empezaban a hacerle mella. Se estaba quedando con su hijo mayor en una posada a las afueras de Jerusalén, no fue difícil dar con ella. El hijo, al principio, no dejó que Pedro estuviera a solas con María, pero cuando Pedro se quitó la capucha y enseñó el rostro, cambió de parecer al reconocerlo. Ya en la recámara, Pedro preguntó, Es verdad que has visto al maestro, y María de Nazaret respondió, Sí, otras mujeres y yo fuimos a su tumba, hace unos días, y nos habló, me habló. Dónde lo viste, cómo te habló, le preguntó Pedro, impaciente, y la mujer respondió, Lo sentí en mi corazón, estaba vivo Simón Pedro, vivo, tal como lo prometió. Pedro no tardó en reconocer el brillo de la locura en los ojos de la mujer, y después de decepcionarse, pensó que podía sacar algo de provecho. Asomado a la ventana, miraba la calle polvorienta y la gente viviendo sus vidas, como si el drama de días pasados fuese un cuento lejano y olvidado, como si su propio tormento no le interesara ni al creador de todas las cosas, cuando María lo abrazó por detrás, Eres tú, hijo mío, eres tú, estás vivo, mientras lloraba de alegría. Pedro tuvo que abofetearla para que lo soltara, Qué ha pasado, preguntó María, y Pedro, benévolo, le respondió, El maestro estuvo aquí, mientras la tranquilizaba.
Tuvieron que huir de la ciudad ante las amenazas de los fariseos. Pero se reunieron con los otros apóstoles en pueblos vecinos, y Pedro contaba cómo se le había aparecido Jesús mientras andaba vagando en el descampado, y luego como lo había vuelto a ver en el cuarto donde se quedaba María, mientras la mujer corroboraba la información añadiendo que les había mostrado, además, las heridas de los pies y las manos, y que olían a perfume de rosas. Algunos de los discípulos también percibieron el destello de sin razón en la mirada de María, pero comprendieron lo que tenían que hacer. Era su deber divino, como discípulos elegidos por el hijo de dios, convertir en verdad la promesa que les había hecho antes de morir. Costara lo que costara, enfrentándose a la persecución y a la muerte. En eso, se convencieron, consistía la verdadera fe: en ser martirizados, justo como su maestro, y ascender a las alturas, como después juraron, habían visto hacerlo a Jesús, todavía presumiendo sus heridas. Nunca le preguntaron a Pedro lo que realmente había pasado con el cuerpo, y él, a la hora de la muerte, ya no lo recordaba. En sus últimas horas, sólo alcanzaba a repetir, Lo vi subir al cielo, lo vi subir, yo lo vi.
[FIN]
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[Primera parte]
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