
Desde que la vio aquel infortunado día, supo enseguida que su fin estaba próximo, pues estaba escrito en su destino el rigor de las rocas. La verdad era que estaba esperando a que llegara el momento por pura curiosidad, quería saber quién, cómo, y si en verdad se consumaría el delito o serían puras calumnias. La primera cuestión era si el adulterio lo cometería él o ella. La fecha de su boda la sabía lejana, lejanísima, y el día en que vio a aquella mujer extraña, pecadora, vestida de rosa, supo, pues, que jamás llegaría a conocer a su esposa. Una vez develado este primer misterio, necesitaba saber el temperamento y la posición del marido de la mujer vestida de rosa, la cual, más tarde se enteró, resultó llamarse Hessén, igual un nombre poco común, pero aceptable viniendo de una extranjera, y como toda buena extranjera, predispuesta al adulterio, en especial con jovencitos.
El marido era un prominente comerciante con muchos, muchísimos amigos e influencias. La primera vez que estuvo en la cama de Hessén, ella sonreía mientras correteaba entre las cortinas, desnuda, burlándose de él. "Es que cuando te descubra mi marido", le decía, "¿sabes qué pasará?", y él contestaba Sí, estamos condenados, le decía, y ella se dejaba alcanzar, y cuando estaba apresada en sus brazos, le decía, cínica, Yo no, tú. Aquello no podía ser menos verdad. El poder de su marido era tal que incluso alcanzaba para salvar a su mujer de la muerte, pues ya otras tantas ocasiones lo había hecho. Kelú acudía al lecho de Hessén con una opresión en el pecho, pues no había ocasión en que ella negara que lo que hacía con él, ya lo había hecho otras tantas veces con otros tantos hombres cuyos huesos descansaban resquebrajados en el desierto. Más bien parecía presumirlo, sin dolerle ni un poco la conciencia. Después le decía, ¿Y sabes qué es lo peor? Que cuando te apedreen a ti, te olvidaré y me buscaré otro amante.
Kelú estaba convencido de que el marido no la vigilaba en sus prolongadas ausencias, pues sabía que una mujer tan hermosa tenía necesidades obvias para su condición que él mismo no podía satisfacer. Y en sus viajes trataba de no pensar, de hacerse el ignorante, pero cuando llegaba y olía el cuello de Hessén, hedionda a sudor y a arena, a camellos, a gritos, a calor, y su sonrisa de desfachatez, y su impertinencia, el odio lo dominaba y no tardaba en averiguar quién había sido esta vez. Para Kelú fue bueno saberlo desde antes de conocer a Hessén, por eso tampoco dejaba de visitarla, no tanto porque la mujer le pareciera con encantos irresistibles, sino porque iba caminando directo hacia el destino que desde siempre supo le pertenecía.
Los guardias, cuando fueron por él, ya tenían el agujero preparado, y Hessén estaba ahí, con sus ojos grandes brillando, quién sabe si de tristeza o de emoción, y Kelú pensó que tal vez aquel agujero había pertenecido a otro amante suyo, de similar edad y condición, y que la escena ya había sido representada tantas veces frente a ella que se había vuelto insensible. El marido también se encontraba allí, y bastó una señal de su brazo para que las personas reunidas, todas ávidas de justicia, castigo y sangre, lanzaran las piedras que le destrozarían poco a poco los huesos.
Y a pesar de los golpes, Kelú permaneció erecto, mirando los presuntuosos ojos de Hessén, hasta que ella levantó la mano y lanzó una piedra con una puntería que, no cabía duda, había sido perfeccionada por la práctica, y fue a impactarse entre los ojos del joven adúltero, y lo bañó en los placenteros y húmedos campos de la inconciencia eterna.
(FIN)
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