
1. La niña de al lado
Se había acostumbrado tanto al llanto estruendoso de Ahmed, que ni siquiera lo escuchaba. Ella decía que ya estaba muy vieja para cuidar a un niño, por eso dejaba que la niña de al lado, nunca supo su nombre, entrara todos los días a darle una botella de agua y algo de comer al bebé. La niña lo hacía de mala gana, pero temía tanto a los castigos divinos, que ella misma tocó un día a la puerta de Khadija y le dijo, Disculpe, señora, por qué llora tanto su hijo. Yo no tengo hijos, contestó la mujer, y le cerró la puerta en las narices. Le ponía la almohada en la cara para que su llanto no se expandiera hasta la calle, pero por alguna razón, la niña podía percibirlo, lo escuchaba en la escuela, en la calle, en la mezquita, cuando jugaba, cuando cocinaba, cuando su abuelo le contaba cuentos sobre niños muertos, escuchaba el llanto inconsolable de Ahmed y sentía la urgencia de ir a socorrerlo, y de mala gana cuestionaba a su conciencia, Yo por qué, pero no habiendo nadie que pudiese contestarle esa pregunta, insistió con Khadija, quien al fin la dejó pasar para que se convenciera de que en su casa no había ningún niño.
Quizá la mujer, en efecto, estaba loca, porque su casa parecía un chiquero. Pero cuando la niña de al lado comenzó a alimentar a Ahmed, la presencia del bebé se hizo evidente. La niña creció y quién sabe si le tomó cariño a Ahmed. Khadija le decía, Por qué no te lo llevas a tu casa, para que lo cuides siempre, pero no había que pensarlo, su madre la mataría si llegaba un día con un niño en brazos, imagínate. Mejor vengo y aquí lo cuido, le dijo.
Un día entre los días, Khadija quiso un plato de arroz y descubrió que ya no tenía. Tampoco alubias, ni maiz, ni nada. Tampoco tenía dinero para comprarlo. Se preguntó cómo es que sus pocos recursos, de un tiempo a acá, se terminaban más rápido que de costumbre, y la única explicación que se le ocurrió fue Ahmed. Así que lo envolvió en una sábana sucia y rota, y emprendió un largo viaje hasta la casa de una pariente del esposo de su difunta hermana, que por cierto, había muerto a causa de Ahmed. Llegó de sorpresa y todos la recibieron con gran alegría. Le dijeron Que lindo niño, es tuyo. Y ella respondió, No, es el hijo de mi hermana. Entones la cara se les hizo larga y nadie quiso seguir acariciándolo, porque el hijo que mata a su madre al nacer, sin duda está maldito. Se marcharon, pues, a dormir, y Khadija se quedó al final, despierta frente al fuego, dejando al pequeño Ahmed en el suelo.
Y cuando se aseguró que nadie seguía despierto, emprendió el camino de regreso, liberada al fin de tan pesado bulto. En el camino un camión sin luces la arrolló y ese fue el final de todos sus días.
2. Kelb
Por varios días, Ahmed estuvo olvidado frente al raquítico fuego sin que nadie se interesara por moverlo de ahí. Pensaron que seguramente Khadija habría salido a atender algún asunto cerca, y que pronto volvería por su sobrino. Cuando se enteraron del trágico accidente, comprendieron que era a causa de la maldición de Ahmed, y echaron suertes para ver quién sacaba al niño al patio. Zahra, una mujer madura y soltera, vivía en aquella casa y era dueña de tres de los cuatro perros de la familia, y tuvo la suerte de hacer que Ahmed saliera de la casa. No podían matarlo y ya, pues matar a un niño maldito significaba una maldición aún peor para el asesino. Entonces, Zahra llamó a su perro consentido, Kelb, que entendía, según Zahra, todo lo que ella le decía, y le ordenó que sacara al niño al patio. El perro permaneció unos instantes inmóvil, mirando el bulto ruidoso y hediondo que era Ahmed, hasta que entendió lo que su ama quería y, arrastrándolo por la sábana en la que Khadija lo había envuelto, lo llevó hasta una esquina del patio, muy cerca de su plato de comida.
Los gatos lo acecharon los primeros días. Había entre treinta y cuarenta. Los otros tres perros, peresozos y dedicados a alimentarse, ni siquiera se interesaron por el recién llegado. Sólo Kelb permaneció a su lado, sin apartarse de él desde el primer ataque de los gatos, cuando descubrió su rostro arañado cubierto de sangre, y lamió sus heridas toda la noche. Tampoco acudía al llamado de Zahra, quien pronto dejó de mimarlo y lo cambió por otro perro. Kelb estaba día y noche, noche y día, encima de Ahmed, cubriéndolo del frío, alimentándolo con su comida, jugando con él y cuidándolo de los salvajes gatos.
Los vecinos jamás lo notaron. Había tanta gente en aquella casa, que ver a un pequeño de cuatro años entre los perros no les parecía extraño, y no se preocupaban por averiguar su genealogía, porque de todos modos, al final, no entenderían de quién era hijo. Y los que vivían allí, jamás se acordaron de su nombre, y lo consideraron un perro más, pues andaba como uno, ladraba como uno, andaba en cuatro patas como uno, y cuando Kelb, su cuidador y criador, murió de viejo, Ahmed se quedó a su lado, hasta que los primos de Zahra lo enterraron al otro lado de la cerca, y ahí fue donde Ahmed tuvo su cama unas noches, aullando, lamentándose la pérdida del ser tan querido, hasta que el mismo tiempo y la memoria lo olvidaron también, cumpliendo así la última condición de la maldición que descansaba sobre su nuca.
(FIN)