27/1/08

La maldición de Ahmed




1. La niña de al lado

Se había acostumbrado tanto al llanto estruendoso de Ahmed, que ni siquiera lo escuchaba. Ella decía que ya estaba muy vieja para cuidar a un niño, por eso dejaba que la niña de al lado, nunca supo su nombre, entrara todos los días a darle una botella de agua y algo de comer al bebé. La niña lo hacía de mala gana, pero temía tanto a los castigos divinos, que ella misma tocó un día a la puerta de Khadija y le dijo, Disculpe, señora, por qué llora tanto su hijo. Yo no tengo hijos, contestó la mujer, y le cerró la puerta en las narices. Le ponía la almohada en la cara para que su llanto no se expandiera hasta la calle, pero por alguna razón, la niña podía percibirlo, lo escuchaba en la escuela, en la calle, en la mezquita, cuando jugaba, cuando cocinaba, cuando su abuelo le contaba cuentos sobre niños muertos, escuchaba el llanto inconsolable de Ahmed y sentía la urgencia de ir a socorrerlo, y de mala gana cuestionaba a su conciencia, Yo por qué, pero no habiendo nadie que pudiese contestarle esa pregunta, insistió con Khadija, quien al fin la dejó pasar para que se convenciera de que en su casa no había ningún niño.

Quizá la mujer, en efecto, estaba loca, porque su casa parecía un chiquero. Pero cuando la niña de al lado comenzó a alimentar a Ahmed, la presencia del bebé se hizo evidente. La niña creció y quién sabe si le tomó cariño a Ahmed. Khadija le decía, Por qué no te lo llevas a tu casa, para que lo cuides siempre, pero no había que pensarlo, su madre la mataría si llegaba un día con un niño en brazos, imagínate. Mejor vengo y aquí lo cuido, le dijo.

Un día entre los días, Khadija quiso un plato de arroz y descubrió que ya no tenía. Tampoco alubias, ni maiz, ni nada. Tampoco tenía dinero para comprarlo. Se preguntó cómo es que sus pocos recursos, de un tiempo a acá, se terminaban más rápido que de costumbre, y la única explicación que se le ocurrió fue Ahmed. Así que lo envolvió en una sábana sucia y rota, y emprendió un largo viaje hasta la casa de una pariente del esposo de su difunta hermana, que por cierto, había muerto a causa de Ahmed. Llegó de sorpresa y todos la recibieron con gran alegría. Le dijeron Que lindo niño, es tuyo. Y ella respondió, No, es el hijo de mi hermana. Entones la cara se les hizo larga y nadie quiso seguir acariciándolo, porque el hijo que mata a su madre al nacer, sin duda está maldito. Se marcharon, pues, a dormir, y Khadija se quedó al final, despierta frente al fuego, dejando al pequeño Ahmed en el suelo.

Y cuando se aseguró que nadie seguía despierto, emprendió el camino de regreso, liberada al fin de tan pesado bulto. En el camino un camión sin luces la arrolló y ese fue el final de todos sus días.

2. Kelb

Por varios días, Ahmed estuvo olvidado frente al raquítico fuego sin que nadie se interesara por moverlo de ahí. Pensaron que seguramente Khadija habría salido a atender algún asunto cerca, y que pronto volvería por su sobrino. Cuando se enteraron del trágico accidente, comprendieron que era a causa de la maldición de Ahmed, y echaron suertes para ver quién sacaba al niño al patio. Zahra, una mujer madura y soltera, vivía en aquella casa y era dueña de tres de los cuatro perros de la familia, y tuvo la suerte de hacer que Ahmed saliera de la casa. No podían matarlo y ya, pues matar a un niño maldito significaba una maldición aún peor para el asesino. Entonces, Zahra llamó a su perro consentido, Kelb, que entendía, según Zahra, todo lo que ella le decía, y le ordenó que sacara al niño al patio. El perro permaneció unos instantes inmóvil, mirando el bulto ruidoso y hediondo que era Ahmed, hasta que entendió lo que su ama quería y, arrastrándolo por la sábana en la que Khadija lo había envuelto, lo llevó hasta una esquina del patio, muy cerca de su plato de comida.

Los gatos lo acecharon los primeros días. Había entre treinta y cuarenta. Los otros tres perros, peresozos y dedicados a alimentarse, ni siquiera se interesaron por el recién llegado. Sólo Kelb permaneció a su lado, sin apartarse de él desde el primer ataque de los gatos, cuando descubrió su rostro arañado cubierto de sangre, y lamió sus heridas toda la noche. Tampoco acudía al llamado de Zahra, quien pronto dejó de mimarlo y lo cambió por otro perro. Kelb estaba día y noche, noche y día, encima de Ahmed, cubriéndolo del frío, alimentándolo con su comida, jugando con él y cuidándolo de los salvajes gatos.

Los vecinos jamás lo notaron. Había tanta gente en aquella casa, que ver a un pequeño de cuatro años entre los perros no les parecía extraño, y no se preocupaban por averiguar su genealogía, porque de todos modos, al final, no entenderían de quién era hijo. Y los que vivían allí, jamás se acordaron de su nombre, y lo consideraron un perro más, pues andaba como uno, ladraba como uno, andaba en cuatro patas como uno, y cuando Kelb, su cuidador y criador, murió de viejo, Ahmed se quedó a su lado, hasta que los primos de Zahra lo enterraron al otro lado de la cerca, y ahí fue donde Ahmed tuvo su cama unas noches, aullando, lamentándose la pérdida del ser tan querido, hasta que el mismo tiempo y la memoria lo olvidaron también, cumpliendo así la última condición de la maldición que descansaba sobre su nuca.

(FIN)

22/1/08

[...]



No sé qué me empujó a ver tus fotos, todas. Curiosidad, supongo. Después de tantos años, de tanta gente, de tantas experiencias... Imaginar, o pensar, que queda algo de aquella jovencita tierna y encantadora que me cautivó, es absurdo. De verdad me cautivaste. Yo no sabía qué cosas iban a pasar después, no me estaba engañando ni te estaba engañando a ti, sólo estaba viviendo lo que en aquel momento quería vivir, es todo.

No sé si seas feliz. No puedo juzgar algo así por el tamaño de tu sonrisa. La verdad es que espero que sí. Y otra verdad es que me da una tristeza enorme que te hayas convertido en lo que eres. No te juzgo, no estoy diciendo que seas una mala persona, es nada más mi punto de vista. Quizá tu marido es feliz. A mí me da tristeza. ¿Por qué? Bueno, pues porque me preocupaba tu bienestar. Porque de entre todas las personas que han influido en lo que ahora soy, tú jugaste un papel fundamental. Enamorar a un chavito idealista, romántico, estúpido, obsesivo...

No te conocí. Nunca. Creí conocerte, pero me engañaba. Tu ternura me cubría los ojos con un velo que filtraba todo lo malo que había en ti y me otorgaba la imagen de una persona sublime, a la cual yo no merecía. Y me esforcé por ser mejor. Pero por ser mejor según mi concepción de la realidad. Ahora entiendo que no habría podido aguantar tu ritmo. Las fiestas, la banda, la socialización, todas esas cosas que me dan hueva y que tú no habrías cambiado por mí. Que bueno que me mandaste al carajo. Que bueno que por no enojar a tu novio ignorabas mis llamadas, y mis correos, y mi ser. Que bueno que hiciste como si yo hubiese desaparecido del mundo. Digo que bueno, y lo raro es que al mismo tiempo me da tristeza, porque yo siempre quise lo mejor para ti.

Ojalá seas muy feliz. Y ojalá que permanezcas en un bonito recuerdo, nada más.

21/1/08

Piedras




Desde que la vio aquel infortunado día, supo enseguida que su fin estaba próximo, pues estaba escrito en su destino el rigor de las rocas. La verdad era que estaba esperando a que llegara el momento por pura curiosidad, quería saber quién, cómo, y si en verdad se consumaría el delito o serían puras calumnias. La primera cuestión era si el adulterio lo cometería él o ella. La fecha de su boda la sabía lejana, lejanísima, y el día en que vio a aquella mujer extraña, pecadora, vestida de rosa, supo, pues, que jamás llegaría a conocer a su esposa. Una vez develado este primer misterio, necesitaba saber el temperamento y la posición del marido de la mujer vestida de rosa, la cual, más tarde se enteró, resultó llamarse Hessén, igual un nombre poco común, pero aceptable viniendo de una extranjera, y como toda buena extranjera, predispuesta al adulterio, en especial con jovencitos.

El marido era un prominente comerciante con muchos, muchísimos amigos e influencias. La primera vez que estuvo en la cama de Hessén, ella sonreía mientras correteaba entre las cortinas, desnuda, burlándose de él. "Es que cuando te descubra mi marido", le decía, "¿sabes qué pasará?", y él contestaba Sí, estamos condenados, le decía, y ella se dejaba alcanzar, y cuando estaba apresada en sus brazos, le decía, cínica, Yo no, tú. Aquello no podía ser menos verdad. El poder de su marido era tal que incluso alcanzaba para salvar a su mujer de la muerte, pues ya otras tantas ocasiones lo había hecho. Kelú acudía al lecho de Hessén con una opresión en el pecho, pues no había ocasión en que ella negara que lo que hacía con él, ya lo había hecho otras tantas veces con otros tantos hombres cuyos huesos descansaban resquebrajados en el desierto. Más bien parecía presumirlo, sin dolerle ni un poco la conciencia. Después le decía, ¿Y sabes qué es lo peor? Que cuando te apedreen a ti, te olvidaré y me buscaré otro amante.

Kelú estaba convencido de que el marido no la vigilaba en sus prolongadas ausencias, pues sabía que una mujer tan hermosa tenía necesidades obvias para su condición que él mismo no podía satisfacer. Y en sus viajes trataba de no pensar, de hacerse el ignorante, pero cuando llegaba y olía el cuello de Hessén, hedionda a sudor y a arena, a camellos, a gritos, a calor, y su sonrisa de desfachatez, y su impertinencia, el odio lo dominaba y no tardaba en averiguar quién había sido esta vez. Para Kelú fue bueno saberlo desde antes de conocer a Hessén, por eso tampoco dejaba de visitarla, no tanto porque la mujer le pareciera con encantos irresistibles, sino porque iba caminando directo hacia el destino que desde siempre supo le pertenecía.

Los guardias, cuando fueron por él, ya tenían el agujero preparado, y Hessén estaba ahí, con sus ojos grandes brillando, quién sabe si de tristeza o de emoción, y Kelú pensó que tal vez aquel agujero había pertenecido a otro amante suyo, de similar edad y condición, y que la escena ya había sido representada tantas veces frente a ella que se había vuelto insensible. El marido también se encontraba allí, y bastó una señal de su brazo para que las personas reunidas, todas ávidas de justicia, castigo y sangre, lanzaran las piedras que le destrozarían poco a poco los huesos.

Y a pesar de los golpes, Kelú permaneció erecto, mirando los presuntuosos ojos de Hessén, hasta que ella levantó la mano y lanzó una piedra con una puntería que, no cabía duda, había sido perfeccionada por la práctica, y fue a impactarse entre los ojos del joven adúltero, y lo bañó en los placenteros y húmedos campos de la inconciencia eterna.

(FIN)

14/1/08

Para ser verdad (parte dos)




2.

Pensó en irse de rodillas todo el camino, pero no quería salir en algún noticiario y hacer famoso el caso de su hija. Aquello era entre la virgen y él, un favor que le había pedido y que ella le había cumplido. Lo que le prometió, lo cumpliría, pero hasta ahí. Ni pensar en volverse religioso, meterse en alguna iglesia o ir a predicar de casa en casa, ni loco. Como vio que mucha gente se ponía de rodillas hasta llegar a la entrada de la basílica, él hizo lo mismo. Cargando el enorme arreglo floral, se incó y avanzó. El suelo ardía, tuvo que detenerse un par de veces a descansar antes de llegar a la puerta. Adentro el piso estaba fresco, pero ya se había herido las rodillas y de todas formas dolía. Cuando llegó hasta el altar, fue un alivio para él.

Gracias, gracias, gracias. Repitió gracias no supo cuántas veces. Nadie parecía acordarse de él, hoy no le prestaron mayor atención. Se santigüó cien veces, recitó las oraciones de las que se acordaba con la mayor devoción, y cuando pensó que ya la tarea estaba hecha, se puso de pie y se disponía a volver a casa, cuando una inspiración súbita lo obligó a pronunciar, en voz alta, Usted disculpará, virgencita, que venga aquí nomás por cumplir, pero es que la verdad no me lo termino de creer. Una señora que estaba cerca le respondió, Pues créalo, señor, o la virgen se va a echar para atrás. Él le sonrió, le dijo, Cómo, si es la virgen, dio media vuelta y se retiró del lugar. Caía la tarde.

Pasó a compartir la noticia con sus hermanos y compadres. Llegó a su casa ahogado de euforia, con unas ganas tremendas de ver a Natalia. Pero ya desde la entrada a la vecindad escuchaba los rumores. Como rezos. Luz de velas. Pétalos de flores por las escaleras. No alcanzó a empezar a preocuparse, porque antes que cualquier pensamiento negativo se formara en su cabeza, ya había llegado a su casa. Las vecinas, con velos negros y rosarios en la mano, rezaban. Aurora estaba sentada en un rincón, con cara de fastidiada, las piernas cruzadas. Genaro empujó a la gente, se abrió paso con violencia hasta la recámara, donde el cuerpecito de Natalia yacía, inmóvil, con los ojos cerrados, pálida como la luna, en la cama, traía puesto el vestido blanco de su primera comunión, parecía un angelito.

No le dijo nada a nadie, sólo habló de aquello con Aurora. El escándalo que harían. Sintió, después de todo, que se había librado de un peso enorme. Bueno, al menos no había muerto en medio de dolor y sufrimiento. El pequeño milagro había servido para que Natalia terminara sus días con tranquilidad, según le dijo Aurora, dijo que tenía sueño, se fue a acostar y dejó de respirar. Genaro le contó lo que le había dicho la señora en la basílica. Y Aurora respondió, Le vas a creer, gente loca. Y Genaro le dijo, Sí, verdad. Era demasiado bueno para ser verdad.

[FIN]

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[Primera parte]

10/1/08

Para ser verdad (parte uno)




1.

Su hija lo despertó pegándole unas ligeras cachetadas que se sentían como piquetes de mosquito. Ya, carajo, gritó, y cuando abrió los ojos, y vio el rostro iluminado de Natalia, sonriendo, colorada, con los ojos brillándole, Genaro lloró. Abrazó a la niña y sin poder contenerse, lloró casi una hora, mientras Natalia intentaba safarse de sus brazos, sin entender por qué la efusividad, y repetía, Papá, tengo hambre, suéltame. Ay virgencita, repetía Genaro. Gracias, gracias. Su mujer, incapaz de formular un razonamiento cualquiera, se negaba a creer lo que sus ojos le mostraban. Debo estar soñando, alcanzó a murmurar, cuando al fin Genaro soltó a la niña y ésta corrió a los brazos de su madre postiza, quien la noche anterior había estado pensando ya en los fuertes gastos del funeral.

Nunca se había cansado de repetirle a Aurora, Vas a ver, mujer, Natalia se va a curar, vas a ver. Los doctores ya habían dado el caso por perdido, y a Genaro se le ocurrió, un día, ir a la basílica. Hacía, cuánto, diez años, hasta más, que no ponía un pie en la iglesia, desde el bautizo de Natalia. No se le había ocurrido otra cosa. Había gastado todo su dinero en medicamentos, tratamientos, consultas, viajes. Nadie podía hacer un diagnóstico seguro. La niña sufría, todas las noches, y nadie podía hacer nada por la pobre. Así el día anterior, gastó lo que quedaba de su ahorro en un arreglo de flores, y se los llevó a la virgen. Le prometió quién sabe cuántas cosas si le curaba a la niña, se estuvo en el altar, incado, toda la tarde, lloró y gritó, y uno que otro creyente le daban palmaditas en la espalda, Se va a poner bien tu hija, vas a ver, tú ten fe.

Llegó a su casa y la niña estaba dormida. Tuvo pesadillas horribles, pero apenas había conciliado el sueño, Natalia estaba de pie, despertándolo y anunciando que tenía hambre. Increíble, inexplicable. No se cansaba de mirarla. La miró comer con entusiasmo, parecía que nada había pasado desde que cayó enferma, hablaba con fluidez de lo que haría en la escuela, que ya quería ver a fulanita porque era su mejor amiga, que la maestra la iba a regañar porque no había hecho las tareas. Y Genaro no le quitaba los ojos de encima, impresionado. Terminaron de desayunar y él fue el primero en levantarse. Le dio un beso a su hija y le dijo a Aurora que iba a la basílica, a dar gracias. Tomó su chaqueta y se fue, solo.

[Continúa]

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[Segunda parte]

5/1/08

A qué hora llega Santa



Ante la insistencia de su hijo por esperar despierto a Santa, decidió que al día seguiente le pediría a su compadre un frasquito de esas píldoras milagrosas que hacían a los niños dormir como angelitos toda la noche. Son una maravilla, compadre, le decía, el chamaco se las toma y casi casi se nos cae dormido en ese mismo rato. Saúl pensaba que no tenía que darse por vencido así como así; después de todo, era su primer hijo, alguna forma había de haber para que Quique se quedara dormido sin tener que drogarlo. Para empezar, descartaba las amenazas, al niño lo que menos le importaba era obedecer, se había portado bien todo el año, y si Santa decidía mejor no llevarle los regalos porque no se había querido dormir para esperarlo... bueno, no iba él a dar una vuelta hasta acá desde el polo norte para nada, ¿o sí?

Le subió el volumen a la tele, después de haberlo arropado y de hacerlo prometer que se iba a dormir, para dejar de pensar en eso. Qué pasó, le preguntó Diana, y Saúl contestó, Nada, que no pienso tener otro hijo; no si sale como este. Ay, no digas barbaridades. Estaba viendo el resumen de noticias del día, el incendio de la fábrica por la mañana, la emocionante persecución policiaca por la tarde, el reportaje de los niños que no recibirían regalo esta navidad, Al menos ellos no se ponen tercos en esperar a Santa toda la noche. La mano de Diana en sus genitales evitó que el coraje de Saúl creciera más. El suave masaje, sobra decirlo, lo relajó tanto que ya no le puso atención a los resultados de la encuesta, ni a la entrevista con el procurador: al diablo el mundo. Apagó la tele, tomó con fuerza la mano de Diana, y estaba dispuesto a echársele encima cuando su Quique apareció en el marco de la puerta, arrastrando la cobija, con los ojos entrecerrados. Papá, ¿a qué hora llega Santa?

Lo tranquilizó su mujer, Yo voy, yo voy, no te preocupes, pero Saúl no se iba a dejar vencer por un escuincle, No, no, tú acuéstate y ponte cómoda, le dijo, mientras le guiñaba un ojo con una sonrisa pícara. Tomó al niño en sus brazos y se lo llevó a la cama. Quique no quería verlo, porque sabía que Santa era invisible para los niños, sólo quería saber si había llegado o no, y a qué hora, Ya se está tardando, papá, le dijo con una voz tan tierna que Saúl no pudo evitar olvidar el enfado. Sí mijo, pero mira, tiene que ir por todas las casas, son muchas, no jodas. El niño, al parecer satisfecho, se envolvió en las cobijas y le dijo a su papá, de la forma más impersonal que la hubiera escuchado jamás, Te quiero.

En la habitación, Diana se había cambiado y se había puesto el camisón de encaje negro que Saúl le había regalado en su aniversario y un gorrito navideño. Antes de que se echara un clavado en la cama, Diana le recordó que cerrara la puerta. Saúl la empujó con el pie y se metió en las cobijas, Ponle seguro, le dijo ella, Para qué, ya se durmió Quique, le contestó él. No sabía dónde poner las manos. Le gustaban las fechas especiales (navidad, halloween, el diez de mayo) porque su mujer se entusiasmaba y se volvía muy ingeniosa en la cama, Lo que hace la tele, se decía, agradeciendo la inspiración a las amas de casa para mantener contentos a los maridos, como debe de ser. ¿Te portaste bien este año, Saúl?, le preguntaba Diana, y Saúl, con la voz temblorosa, le decía, No, me porte mal, muy mal.

De pronto Diana se detuvo, cuando le estaba sacando la camisa a Saúl, con cara de espantada, y se quitó el gorro. Te dije que le echaras el seguro. Quique los observaba, más dormido que despierto, desde el marco de la puerta. ¿Ya casi llega, papá? Saúl se volvió a poner la camisa y se levantó de la cama mentando madres. Agarró al niño, se podría decir que con violencia, y lo llevó de vuelta a la cama. Orita llega, vas a ver si no, le dijo Saúl, pero en cuando escuches que llegue te duermes, ¿eh? Su hijo le prometió que sí, y se abrazó de su oso de peluche, sin percatarse del extremo coraje de su padre.

Qué vas a hacer, le preguntaba su esposa, mientras Saúl revolvía las cajas del armario maldiciendo la navidad. Ya verás, tú ve poniendo los regalos, pero que no te vea Quique. En el fondo de un baúl viejo, Saúl encontró una campana oxidada y mugrosa, que había usado hace años en una pastorela de su trabajo. Con una sonrisa triunfante en el rostro, salió al patio y colocó la escalera. Recordó que había que arreglar el tejado. Ba'h, el año que entra lo arreglo, se dijo, mientras subía con cuidado los peldaños mojados por la fría brisa de la noche. A ver si así se duerme el condenado chamaco, murmuraba, haciendo un mapa de la casa en la mente para ir a caminar al techo de su recámara. Lo cual era absurdo, siendo esa una casa sin chimenea, para qué carajos iba a querer Santa irse a trepar al techo, pero no pensó en eso, sino en la malvada santa con baby doll que lo esperaba en la cama.

Azotó con sus pasos el techo de Quique, mientras hacía sonar la campana con fuerza y gritaba, Jo jo jo, feliz navidad Quique, pórtate bien, jo jo jo, ya duérmete que ya llegue, jo jo jo. Y andaba de un lado al otro, divertidísimo, mientras Diana lo observaba desde abajo, sonriendo como boba. Está de la chingada el techo, pensaba, mientras caminaba a tropezones entre las tejas rotas, húmedas e inclinadas. Demasiado inclinadas, porque bastó que el tacón de la bota se atorara con una de las tejas, para que Saúl se fuera de rodillas hacia el borde del techo, y, ya sin poder detenerse de ningún lado, de cabeza hasta el suelo, estrellándose muy cerca de los pies de su mujer, quien vio cómo el cuello de Saúl se doblaba hasta quebrarse, y luego el resto del cuerpo le caía encima, y quedaba todo lo que había sido Saúl tendido en el pasto mojado, con los ojos, sin brillo, abiertos del susto; de la boca le corría un delgado hilo de sangre.

Ante los gritos de su mamá, Quique salió corriendo de la casa por la puerta del patio, se detuvo detrás de Diana y cuando ella vino corriendo a abrazarlo, llorando, tratando de taparle los ojos, el niño, sorprendido, murmuró, Entonces, ¿mi papá era Santa? Diana, llorando, le dijo, Sí mi amor, tu papi era Santa. Quique pensó un rato, mientras observaba el cuerpo inerte de su padre tendido en el suelo, y sentenció, Menos mal que alcanzó a dejarme los regalos.

(FIN)

2/1/08

Frío



La verdad es que no me gustan los camiones enormes, caros y con choferes escandalosos gritándose y jugando carreras. No me gusta la tierra ni el olor a mariscos podridos y a drenaje. No me gusta que todo el mundo hable como ranchero y grite aunque tenga a su interlocutor enfrente. No me gusta el sol que quema en pocos minutos, no me gusta saber que puedo recorrer la ciudad de punta a punta en media hora, porque me hace sentir limitado, encerrado entre edificios que ni siquiera son altos. No me gusta que la gente tenga o necesite fijarse cómo andas vestido, qué música escuchas, a qué bar vas, cuánto ganas, dónde vives y con quién para calificarte, y que pasen en sus coches y te griten cosas, como si tuvieran el derecho y el deber de juzgarte, así nada más.

Pero allá están mis hermanos, mis papás. Lo único que me ata a ese lugar, es mi familia. No porque sea mi familia, ni por los lazos de sangre, no. Sino porque con ellos crecí, por ellos soy lo que soy, y se los agradezco. Siento una necesidad enorme de cuidar a mis hermanos, los siento tan lejos, tan solos y tan desamparados. Pero la verdad es que yo no soy el salvador de nadie. Han sobrevivido sin mí todo este tiempo, a todas mis locuras. Ahora que estoy convencido de que estoy en el lugar que debo estar y que estoy haciendo lo que quiero hacer para darme un gusto a mí, creo que sería un error enorme renunciar por un impulso frenético sentimental.

Somos fuertes. Ellos son fuertes, y yo soy fuerte. Cada quien hará su vida y seremos muy felices. Estaremos unidos, tal vez no juntos, pero ellos saben que si un día me necesitan, yo estaré.

Estaré.

[Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida...]