29/6/07

La oscuridad de repente



Ha sido difícil, pero están a punto de lograrlo. Sólo necesitan caminar unas cuadras más, y llegarán. Los tres han ido temerosos todo el camino, asidos con todas sus fuerzas a las manos de los otros, desatar la diminuta cadena humana que los guía y les da seguridad sería su perdición. La de René y Tere, porque se sentirían defraudados de sí mismos. La de Hugo, porque se perdería para siempre y no tendría salvación. Estuvieron preparándolo durante un par de meses para este momento. En un inicio el niño se negaba a aceptar que tenía que aventurarse al mundo por sí solo, sin nadie que lo guiara. Si apenas empezaba a medir los espacios de la casa, a intuir dónde estaban las puertas, las ventanas, cuántos pasos había que dar para llegar a la cocina, y lo más peligroso, la altura, longitud y cantidad de los escalones. Todavía, al abrir los ojos y no ver nada más que negrura, le daba un pavor terrible levantarse de la seguridad inóspita de su lecho. Pero René y Tere le habían dado confianza en sí mismo, en que el mundo no era tan difícil de andar, aunque no hubiese luz que guiara sus ojos, había otros métodos, otras maneras, el oído la más importante, y el bastón, una secundaria. Ellos habían sido su luz todo el camino. Hugo estaba convencido de que soltar la mano de Tere sería su perdición. En el centro de la ciudad, el sol brillaba, obligándolo a usar esas gafas oscuras enormes que le cubrían casi todo el rostro, y la gente iba de un lado para otro, apurados. Ellos tres eran los únicos que se tomaban su tiempo. Al fin y al cabo, tenían de sobra, según René. A él no le hubiera gustado que Hugo saliera de la casa tan pronto, pero con las precarias situaciones económicas de la asociación, no le quedaba otro remedio. Si querían recibir un nuevo aporte para un nuevo miembro, éste tenía que presentarse a las oficinas del gobierno y dejar en un papel sus huellas dactilares, tomarse unas fotografías, entrevistarse con fulanito, hacerse un examen médico, y un sinfín de trámites más, que les llevaría sin duda todo el día, entre el ir y venir de las oficinas, no había salida, así es la burocracia mexicana. Tere fue quien encontró a Hugo, un día, no hace mucho. Se había perdido en un callejoncito, muy cerca de las instalaciones de la asociación, y lloraba como un bebé, gritando para que alguien por favor lo encontrara. A estas alturas, Tere creía que no se había perdido, sino que lo habían dejado ahí. Por lo que le contaba Hugo durante sus arranques de confianza plena, su madre -con quien vivía- podía ver, y veía la miseria de su casa, de sus siete hijos, del padre mujeriego y vividor, podía ver el infierno en el que vivía, por eso de vez en cuando pensaba que lo había abandonado no por desinterés, sino por compasión, a las puertas de la asociación, para que ella lo encontrara y lo salvara. Era mejor pensar eso de la madre de un niño tan noble, que imaginarla como una bruja cruel y despiadada. No iban a soltarse. Al llegar a una esquina, René anunció, Faltan dos cuadras, y Hugo dibujó una sonrisa de ansiedad en el rostro. El espacio abierto le atemorizaba más que nada. En los ocho años que había pasado en su casa, sin ver, jamás había salido a la calle. Y ahora, helo aquí, aventurándose a la inmensidad de la metrópoli. Escucha un murmullo que se acerca. No es en realidad un murmullo, sino un rumor que lo pone nervioso, porque parece un rumor de las masas. Un altavoz. Pasos, aplausos, tambores, matracas. A lo lejos, distingue una frase, "El pueblo, unido...", y las manos le empiezan a sudar. Se dirigen a ellos. René se da cuenta, avanzan con rapidez, tiene que actuar pronto. Verse envuelto en una manifestación masiva es lo último que quiere. Pero los manifestantes se acercan antes de que se le ocurra nada. Comienzan a sentir el rose de los cuerpos, los gritos en los oídos, los estruendos de las bandas carnavalescas que los acompañan. Se ven rodeados, y están a contracorriente. La gente los empuja sin querer, les dice Perdón, pero no se detienen, luego hay otros que los vuelven a empujar y no hay remedio. Se quedan inmóviles, apretándose unos contra otros, nadie parece verlos, por el simple hecho de que ellos no ven a nadie. La densidad de las personas se agudiza, se vuelve más difícil permanecer juntos, Hugo está temblando, una lágrima rueda por su mejilla, está espantado, paralizado, bañado en sudor, y por eso, por las manos resbalosas, por unos adolescentes encendidos, alguien empuja con violencia y los tres van a dar al suelo, Hugo cae de rodillas, ignora cómo o dónde cayeron sus tutores, sólo sabe que al no sentir la mano de Tere, la oscuridad total, la irremediable, la que significa su segunda muerte, ha caído sobre él de repente. La mano que sostenía era su única salvación, su luz en el mundo, su esperanza de vivir. Ahora no le queda nada, sólo el suelo de piedra, caliente y sucio, y el infinito de los pasos que lo rodean, que lo aplastan. Alguien lo toma del brazo y lo levanta de un jalón. Hugo alcanza a pescar la mano que lo levantó y le pregunta, Tere, pero un hombre contesta, le dice, No, allá está, y se aleja, no puede perderse el mitin, Hugo da tres pasos hacia la nada, choca con alguien, repite, Tere, pero nadie contesta. No le queda más remedio, tampoco es que pueda soportar otro instante, así que suelta sus pulmones, sus lágrimas, su voz, y llora gritando, desamparado, pero su grito lo ahogan para siempre las consignas, los tambores, los aplausos, "...Jamás será vencido".
Siente una mano en el hombro cuando cree que ya todo está perdido, que nada tiene solución. Es una mano delicada, casi del tamaño de la suya, es una mano salvadora, una mano luminosa. Guarda silencio dos segundos, con algo de temor, pregunta por tercera vez, Tere, y una voz le contesta con otra pregunta, Hugo, y entonces no sólo es mano y hombro los que se tocan, sino todo el cuerpo, en un abrazo fuerte, apretadísimo, blindado de todo empujón, de toda consigna, de toda manifestación política o social, no saben, no les interesa, lo importante es que se encontraron, que se toman de la mano otra vez, que la luz guía ha regresado, y con ella, la esperanza, el futuro, la vida misma. Los manifestantes se dispersan, sus gritos se escuchan allá, lejos, la calma, el silencio, la seguridad, vuelve al mundo. Hugo deja de llorar, se tranquiliza al fin, René los encuentra con menor dificultad ahora que la masa se diluye, y los invita a apurarse. Ya sólo falta una cuadra, les dice. Y caminan, esperando no volver a soltarse otra vez.

(FIN)

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