
Guadalupe Pérez llega todos los días a las 6 de la tarde a la misma esquina transitada del centro de la ciudad. Viste siempre su chal morado, su falda blanca, amplia, sus lentes gruesos, sus zapatos negros cerrados y viejos. Trae consigo el vasito de plástico blanco, una bolsa misteriosa de nylon, y su bastón para caminar. Se coloca en el lugar exacto, y sin decir una palabra, deja la bolsa de nylon entre sus pies, se recarga en su bastón, y sosteniendo el vasito de plástico, estira el brazo. Y ya, a esperar. Trata de dirigir, junto con sus ojos casi cerrados, el vasito hacia los transeúntes, que pasan, pasan y pasan, la mayoría sin voltearla a ver siquiera, como si no existiera, como si fuera parte de la decoración de la ciudad, otra vez infestada de vagabundos, de limosneros, de parásitos sociales, según muchos, porque impera la ley del sálvese quien pueda, hagan lo que quieran para no morir de hambre, todo se vale. Algunos deciden robar, no sólo los bolsos de las damas en las calles, sino mediante fraudes a socios bien intencionados, o jugando con las finanzas de la compañía; otros, prefieren comerciar con objetos insólitos, dijes de la santa Muerte, calcetines para el frío o para el calor, películas para adultos que no sólo venden a adultos, sino a quien pueda pagarlas. Guadalupe Pérez no puede hacer nada de eso. Tiene órdenes precisas de no invertir. Una vez sugirió comprar una cajita de chicles, en uno de sus extraños momentos de lucidez, y subirse al metro, como lo hacían su comadre Petra, pero no, la mafia era enorme, y un gasto en eso es, dice su hijo, un desperdicio de dinero. A su edad, que ya ni ella misma recuerda, se le ha vuelto muy difícil ver de noche. Está atenta a las sombras que le pasan por enfrente, y al sonido que hace la moneda al caer al fondo del vaso, que jamás se llena. Apenas cae una, y Guadalupe le da la vuelta al vaso, para que la moneda caiga en su mano, y se la echa en el bolsillo. La mayoría son monedas pequeñas, es muy rara la vez que caen cinco o diez pesos, pero pasa todas las noches. La bondad de la gente, la necesidad de ayudar, es quizá el remordimiento de la conciencia, de saber que todos los días viven envueltos en la corrupción y la explotación, y que no mueven un dedo para remediarlo, al menos ayudo a la ancianita, pobrecita, ha de estar muerta de frío. Y de hambre. Pero no. Guadalupe Pérez no siente frío, ni hambre. Su estómago se ha reducido, su piel ya no es sensible al clima externo, ya nunca tiene frío ni calor. Un pan con café por la mañana, y un plato de sopa en la tarde, son suficientes para calmar las tripas todo el día. Ya se va haciendo tarde. Pasa casi cinco horas en la misma posición, sin decir palabra, alternando el vasito y el bastón de un brazo a otro, para no cansarse tanto. Está a punto de irse, cuando una mujer se detiene frente a ella, en ocasiones sucede, que le intenten decir algo, que la noten ahí parada y que descubran una persona de carne y hueso. Buenas noches, señora, cómo está. Guadalupe Pérez siempre hace lo mismo cuando esto sucede: se queda quieta, callada, con la mirada perdida. Sin embargo, la mujer no espera respuesta, está abriendo su cartera, saca un billete, lo mete en el vasito y le dice Ya váyase a su casa. Descanse unos días. Y desaparece. Es un billete de quinientos. Ella lo sabe porque de estos sólo le han dado tres veces, contando la de hoy. Se detiene en las escaleras del metro, saca el billete de su mandil y abre la bolsa de nylon, busca un viejo trapo, sucio y roto, lo desenvuelve y mete el billete, juntándolo con los otros que ahí guarda. No hay tiempo para contarlo, mejor será llegar a la casa ya. La mujer de su hijo la recibe de mala gana. Sólo le quita el seguro a la puerta, y se va. Guadalupe tiene que empujarla, meterse en la casa y volver a cerrarla.
-¿Ora, por qué tan tarde, Lupe?
Su hijo ni siquiera la mira, no puede quitar los ojos de la televisión encendida. Está cenando sobre el sofá, con la mujer de pie a su lado, haciendo guardia, esperando recibir alguna orden. Guadalupe no hace caso, camina en silencio hacia la mesita y vacía ahí el contenido del mandil. Al fin su hijo reacciona, deja el plato de comida, casi vacío, a un lado, y se apresura a contar. Uy, viejita, cada vez me traes menos, le dice a su madre, si sigues así, te vas a quedar sin comer otros tres días. Guadalupe agacha la cabeza. No puede evitar sentir miedo, aunque sabe que pronto todo terminará, pero el temor que siente hacia su hijo, ese se lo llevará a la tumba.
-Sírvele, Berta.
La mujer de su hijo se dirige de inmediato al rincón de la casa que simboliza la cocina, vierte en un plato hondo una cucharada de sopa, ya fría, y lo coloca en la barra que separa la cocina del comedor, gritándole a su suegra, Ahí'stá. Cena aprisa, y sin dar las buenas noches, se va a dormir.
Son las tres y media de la mañana cuando Guadalupe se decide. Ya su hijo ronca a pecho abierto, es imposible despertarlo cuando hace tanto ruido. A tientas, busca su bolsa de nylon, la desata procurando hacer el menor ruido posible, saca el trapo viejo y roto, lo desenvuelve, y descubre su pequeña fortuna. Tres billetes de quinientos, siete de doscientes, seis de cien. Los de cincuenta se los daba a su hijo, para que no pensara que no había gente generosa. Ha tenido que esperar ocho años, desde aquel primer día en que le dieron un billete de doscientos, y se le ocurrió la idea de irse, de abandonar a su hijo, de vivir por sí misma y bajo su propio régimen. Hoy es el día. Con esta pequeña fortuna puede comprarse algunas cositas y venderlas en la Merced, no más pedir limosnas. Puede rentar un cuartucho en la periferia de la ciudad, no le importa. Lo único que desea es pasar sus últimos días, los que le queden, siendo libre, independiente, alejada de las humillaciones que su hijo, ese vividor de mierda, igualito que su padre, le hacía pasar. Se pone su chal, sus zapatos negros, sus gafas gruesas. Abre la puerta, y sale de su casa, con el rumbo bien definido, aunque no sabe a dónde ir. Pero ya no siente miedo, porque ahora es libre.
(FIN)
Curiosamente alguna vez que intentamos ayudar a un indigente con capacidades especiales, me gritó si "le podría dejar los mismos 300 que sacaba diario pidiendo en las esquinas"...
ResponderBorrarCurioso...yo tuve hace menos de un año una pareja con alguna cualidad "diferente"..que más de uno (incluida mi madre y la objetividad) tildaba duramente como discapacidad.... sin saber lo grande que pueden ser esas personas...
Cuidese bien...