25/6/07

Unos cuantos piquetitos



(Inspirado en la obra de Frida Kahlo)


El baño se comparte en la vecindad donde viven. En ocasiones es asqueroso, ya que deben turnarse para lavarlo, y aunque las mujeres lo hacen bien, los hombres que viven solos nomás no dan una, lo dejan peor que como estaba, pero qué puede hacer ella, no se va a poner a lavar el baño cada vez que quiera usarlo. Y en este momento, cómo le gustaría, la vejiga, ya inflamada, se le ha puesto insoportable. Se pasea por el cuarto, de un lado a otro, sacudiendo lo sacudido y vuelto a sacudir, le da vueltas a la comida, a esta hora la mantiene caliente, a fuego lento, porque Miguel puede llegar en cualquier momento y no le gusta esperar para comer. Se sienta, se levanta, no hay ninguna posición que la haga aguantarse mejor las ganas, Mierda, piensa, de no ser por esta maldita cadena.
Antes sólo la encerraba con llave. Pero una de sus vecinas, la muy cabrona, había mandado llamar un cerrajero y le había hecho una copia para poder sacar a Ruth. Se la llevaba con ella, al mercado, al centro, la mujer quería que la pobre Ruth se distrajera un poco, al principio ella no quería, le daba miedo salir, que Miguel llegara y no la encontrara, a lo único que salía era al baño, por la ventana, su cuerpo delgadito cabía muy bien por el hueco, Miguel ni se lo imaginaba, pero ella salía corriendo, y corriendo regresaba, dejándolo todo como estaba. Pero cuando comenzó Ruth a salir con la vecina, Miguel de inmediato sospecho. Quién sabe, la notó más morena, quemada por el sol, olorosa a grasa, nunca supo, pero un día volvieron juntos, Miguel por un lado, Ruth por el otro, le dio una golpiza que casi la mata, estuvo varios días en cama, incapaz de mover un dedo, Mejor, decía Miguel, así no se sale a la calle a andar de loca.
Luego, cuando ya pudo caminar, fue que le compró la cadena larga y se la amarró al cuello. Clavo una estaca bien hondo en el suelo, en el centro del cuarto, y de ahí la sujetaba. Ruth se quejaba mucho al principio, a pesar del miedo que tenía, porque la cadena le quemada el cuello, decía, dejándole unas llagas horribles, insoportables. Pero luego, cuando las primeras cicatrizaron, ya no le dolió. Se acostumbró a pasar el día encadenada, metida en cada, y si una vecina se acercaba y tocaba la puerta, ella se quedaba quieta, hasta se escondía debajo de la mesa, sin hacer ningún ruido, hasta que la vecina se hubiese cansado y largado a atender sus propios asuntos. Nadie se atrevía a decirle nada a Miguel, porque sabían que si lo hacían, la que salía perdiendo era Ruth.
No aguantó más. Tomó un vasito de la mesa, y orinó ahí. Cuando se levantó, por torpe, golpeó con el codo la estufa y derramó el caldo que había hecho para acompañar el guisado. El aceite avivó las llamas y todo se hizo un tremendo desmadre. Dejó el vaso en la mesa y trató de secar, limpiar y enfriar las cosas, todo al mismo tiempo. Justo en ese momento llegó Miguel, añadiendo su típico escándalo al de la estufa incendiándose y las cazuelas rodando al suelo. Qué chingados pasa, mujer, le gritó, mientras cerraba la puerta. Ruth no contestó. Juntó las cazuelas del suelo, salvando una ración de caldo, y secó la estufa para que las llamas se controlaran. Nada, nada, le dijo, al fin, y al darse la vuelta para besarlo, vio con horror que se había sentado en la mesa, de espaldas a ella, como siempre, y se llevaba el vaso que ella misma acababa de dejar a la boca, bebiendo un largo sorbo. Debía venir muy borracho, porque casi se lo había terminado cuando lo escupió, a punto de vomitar, tosiendo, con la lengua de fuera, y gritándole, Qué es esa mierda, qué es. Ruth, espantada, se quedó inmóvil.
Cuando Miguel se hubo recuperado, con el sabor amargo del orín todavía en la garganta, se levantó enfrentando a su mujer y se desquitó. Pinche vieja, querías envenenarme, verdá, cabrona, hija de la chingada, pero ahorita vas a ver, si me muero yo, primero te mueres tú, pendeja. Ruth se cubrió la cara con los brazos, lista ya para otra golpiza, pero esta vez fue más allá. Le enredó la cadena en el cuello, apretándola, hasta casi asfixiarla. Entonces la empujó el suelo, y la arrastró por todo el cuarto a patadas. Le quebró una silla en la cabeza, le dio con un sartén en la cara, otra vez patadas y la arrastró de los cabellos hasta la pared, donde la estrelló y Ruth, a punto de quedar inconsciente, se desplomó en el colchón, que le había quedado a un lado. Miguel, excitado por la violencia y desesperado porque su mujer no decía nada, sino que se quejaba y gemía del dolor, pero sin implorarle que se detuviera, que Ya no por favor como era su costumbre, sacó su navaja de la bota y se la clavó en la espalda.
Sintió tan bien, que lo hizo de nuevo. Y una vez más, y otra y otra, hasta completar 26 puñaladas, una tras otra, sin darle un repiro a la pobre mujer, distribuidas a lo largo del cuerpo de Ruth, que se desangraba manchando las sábanas y las almohadas de la cama, y la pobre, todavía, no quedaba inconsciente. Hasta entonces fue que, con una voz débil y moribunda, le dijo, Ya, ya, por favor, ya. Miguel, limpiando su navaja, contestó, Qué, a poco te duele, pero si sólo fueron unos cuantos piquetitos.


(FIN)

Nota: Por estos días se exhibe en el D.F. la exposición homenaje a Frida Kahlo, conmemorando los cien años de su nacimiento, en el Museo del Palacio de Bellas Artes. Recomiendo bastante que se den una vuelta, está increíble. Para más información, clic aquí.

1 comentario:

  1. Que extraordinario cuento, si de algo sirve el internet es para buscar tonterias y encontrarse de frente y por casualidad con escritos tan padres como el tuyo. Enhorabuena

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