
Camina con calma las ocho cuadras que lo separan de su hogar, pensando como siempre en lo que le espera al llegar. Basta con que el viejo Matías aparezca en el umbral de la puerta para que los nietos borren de sus rostros las sonrisas y los hijos apaguen el ánimo, y todos empiecen a dispersarse a sus respectivas casas. Claro, podría ser que ya es tarde, los niños tienen sueño, los papás deben trabajar, no hay escuela porque son vacaciones, pero el hecho es que con la llegada del abuelo, la casa de vacía en menos de quince minutos. Y es en esta situación donde los puntos de vista, contrarios, chocan.
¿Y qué tal si aquello no es una simple coincidencia de horas? ¿Qué tal si, en lugar de que todos se vayan a la hora que él llega, todos se vayan porque es la hora en la que él llega? A pesar de que son cuatro diminutas palabras las que se añaden, el sentido de la segunda frase es, sin duda, mucho muy diferente que el de la primera. Don Matías sabe que cuestionar las razones que tienen sus hijos para sacar a sus nietos de la casa a la que el abuelo acaba de llegar es un acto de ingenuidad pura, aunque él, en el fondo, prefiere el término "autoengaño". En ocasiones le gustaría pensar que es nada más una cruel coincidencia, le gustaría ignorar el frío recibimiento, repleto de silencios, de miradas esquivando la suya a toda costa, de fugaces apretones de mano que se dan sólo por educación elemental, de besos en sus mejillas por parte de los nietos obligados a hacerlo y superar la repulsión, el asco o la vergüenza de su piel áspera, arrugada e infestada de verrugas y pelos mal rasurados, de la salida de cualquier persona de la habitación a la que don Matías entre, cuando las nietas mayores están viendo tele en la habitación y el abuelo entra, las niñas apagan el aparato, como si obedecieran una orden implícita, y salen disparadas sin dar explicaciones; si están reunidos en la sala tomándose un café y el abuelo llega y se sienta en el sillón, uno a uno, a cuenta gotas, van saliendo al porche donde continúan sus tazas ylas conversaciones, dejando al abuelo solo con su periódico como única compañía.
A veces trata de justificarlos. Sabe que nunca fue un padre ejemplar, y se ha resignado a buscar la anhelada redención en los nietos de mayor edad, aunque sin mucho éxito, pues los nietos de mayor edad han escuchado historias del ogro que fue don Matías en sus años de esplendor autoritario, cuando era la principal fuente de ingresos de la casa y nadie comía si él no llevaba el dinero. Han escuchado, pues, los despilfarros en alcohol y prostitutas, han escuchado de los amigos parásitos que lo abandonaron cuando le exprimieron el último centavo, han escuchado de las explosiones de furia y los golpes que en repetidas ocasiones repartió, tanto entre sus hijos e hijas como en su mujer. Don Matías alcanza a comprender que toda una vida de errores no se borra de la noche a la mañana, y a pesar de que no pasa un día en que no se arrepienta de todo lo que hizo y dejó de hacer, le resulta difícil tratar de arreglar las cosas. Sabe que si empieza hoy a tratar de ser buen padre, los hijos reaccionarían con incredulidad y hasta con indignación. Él mismo lo sintió cuando su propio padre, ya en la etapa terminal de su cirrosis hepática, lo llamó a su lecho de muerte y le rogó perdón por todas las barbaridades que había cometido a lo largo de su vida. Sólo podía pensar, Cómo se atreve, cree que es nada más decir "perdón" y ya, cree que con escuchar esa clave mágica antes de morir se le abrirán las puertas del paraíso, pues mi "perdón" significa otra cosa: Púdrete en el infierno, cabrón.
Esa noche se dio cuenta de que era tarde para tratar de hacer algo. Los intentos anteriores, aunque escasos, hay que aceptarlo, habían sio improductivos por la razón ya mencionada de los hijos incrédulos. Nadie creía que, en los pocos años, o meses, o días -ya a esta edad uno debe estar preparado para cualquier sorpresita- que le quedaran de vida, don Matías pudiera hacer algo por recompensar la infancia arruinada y los traumas emocionales derivados del inframundo que había sido su familia primaria, con el alcohol y la violencia como principales actores del drama de la vida real.
Llegó a casa y, como siempre, saludó a los hijos que todavía le dirigían la palabra -dos de ellos habían roto toda comunicación con don Matías dos meses antes por discusiones que se fueron inflamando hasta reventar-, y a los nietos que, tímidos, o más bien, temerosos, se acercaban a besar la áspera piel del abuelo. Cuando se sentó a cenar a la mesa, solo, sus hijos se preparaban para marcharse, e hicieron fila para despedirse del malhumorado padre. Una vez devorada la cena en su totalidad, recogió sus platos y los llevó al fregadero, donde una alta torre de trastes lo esperaba, como cada noche, y recordó lo que durante el camino había venido pensando. La impotencia, la amargura, la terrible resignación, le exprimieron el corazón hasta sacarle las lágrimas. La mujer lo descubrió y, en tono burlón, le preguntó Qué tienes gordo, ya estás llorando otra vez. No estés chingando, contestó. A las tres de la mañana tuvo un infarto más, y esta vez sabía que era el último. Debo pedirle perdón a mi vieja, pensó. ¡Vieja! ¡Me muero!, le gritó. Ella creyó que era uno más de sus ataques inventados, se tapó la cabeza con la sábana. ¡No estés chingando!
(FIN)
"...Al nieto no parecía importarle el feo tratamiento que le estaban dando al abuelo, lo miraba, luego miraba al padre y a la madre, y seguía comiendo como si nada tuviera que ver con el asunto. Hasta que una tarde, al regresar del trabajo, el padre vio al hijo trabajando con una navaja un trozo de madera y creyó que, como era normal y corriente en esas épocas remotas, estaría construyendo un juguete con sus propias manos. Al día siguiente, sin embargo, se dio cuenta de que no se trataba de un carro, por lo menos no se veía el sitio donde se le pudieran encajar unas ruedas, y entonces preguntó, Qué estás haciendo. El niño fingió que no había oído y siguió excavando en la madera con la punta de la navaja, esto pasó en el tiempo que los padres eran menos asustadizos y no corrían a quitar de las manos de los hijos un instrumento de tanta utilidad para la fabricación de juguetes. No me has oído, qué estás haciendo con ese palo, volvió a preguntar el padre, y el hijo, sin levantar la vista de la operación, respondió, Estoy haciendo un cuenco para cuando seas viejo y te tiemblen las manos, para cuando tengas que comer en el patio, como el abuelo. Fueron palabras santas. Se cayeron las escamas de los ojos del padre, vio la verdad y la luz, y en el mismo instante fue a pedirle perdón al progenitor y cuando llegó la hora de la cena con sus propias manos lo ayudó a sentarse en la silla, con sus propias manos le acercó la cuchara a la boca, con sus propias manos le limpió suavemente la barbilla, porque todavía podía hacerlo y su querido padre ya no".
(Tomado de "Las intermitencias de la muerte", de José Saramago)
Hasta ahora, el de las moscas no tiene coparación.
ResponderBorrar