3/1/06

Puntos de vista (1/2)

Puntos de vista (1/2)

Es hora de bajar la cortina del local y regresar a casa. Don Matías rectifica y actualiza las cuentas, toma nota de lo que ya vendió y de lo que hay para vender mañana, saca las cervezas de la hielera y las devuelve al refrigerador, desconecta el radio, desarma las mesas, ordena el periódico, y con algo de esa angustia inexplicable que de vez en cuando lo asalta, apaga las luces y sale a la calle. Ha llegado a su fin la jornada de trabajo en el depósito, a pesar de que es la hora y el día en que la gente busca más alcohol, ya sea para una reunión, con los amigos o con la familia, por coincidencias o por anticipaciones, los sábados de noche son ideales para beber, pero tendrán que arreglárselas como puedan, este depósito tiene permiso hasta las nueve, ni un minuto más.
Camina con calma las ocho cuadras que lo separan de su hogar, pensando como siempre en lo que le espera al llegar. Basta con que el viejo Matías aparezca en el umbral de la puerta para que los nietos borren de sus rostros las sonrisas y los hijos apaguen el ánimo, y todos empiecen a dispersarse a sus respectivas casas. Claro, podría ser que ya es tarde, los niños tienen sueño, los papás deben trabajar, no hay escuela porque son vacaciones, pero el hecho es que con la llegada del abuelo, la casa de vacía en menos de quince minutos. Y es en esta situación donde los puntos de vista, contrarios, chocan.
Los cinco hermanos, todos ya con, al menos, dos hijos, acuden a la casa de sus padres casi todas las tardes, se podría decir que por la fuerza de la costumbre, pero no se puede ignorar el hecho de que esta familia siempre ha sido, valga la redundancia, muy familiar, o dicho con otras palabras, más unidas que muchas, y se reúnen con la madre para contarse sus problemas y pedir consejos, siempre de forma relajada y sin dramas. También hablan de otros asuntos mucho más superficiales, como los chismes de barrio, las noticias de la tele, los rumores de los parientes menos cercanos, enfermedades de los niños, anécdotas, proyectos, chistes. A veces incluso juegan a la lotería, o al dominó, o a las barajas, a "dígalo con mímica", en fin, se la pasan bien, a pesar de las pequeñas fricciones naturales entre hermanos, más que nada causadas por los hijos maleducados, que en la educación de los retoños los padres respectivos, eso lo sabemos todos, nunca coinciden unos con otros, y lo que a unos les parece adecuado a otros puede parecerles faltas de cortesía, o por las parejas de cada uno que, para qué negarlo, no siempre agradan a todos. Pero la mayor parte del tiempo, el ambiente que se respira en la casa es de armonía y jovialidad, hasta que llega el abuelo. Y es que don Matías tiene fama de ser un cascarrabias, de caracter difícil, renegado, enojón, de pocos amigos, amante del orden, del silencio y de la tranquilidad. Llega y recorre la casa recogiendo las secciones del periódico esparcidas por doquier, lavando los platos, regañando a los chamacos que no se pueden estar quietos un rato, preguntando que dónde me dejaron las chanclas, chingado, que qué hay de cenar, que quién dejó esto aquí, que por qué no hay tortillas, que dónde dejaron el teléfono, qué manía de dejarlo desvalagado donde terminan de hablar, quién destendió la cama, apaguen esa tele, bájenle a esa música y ya no estén haciendo tanto escándalo porque ando bien madreado y quiero dormir.
Los hijos, los nietos y la abuela deben soportar todo esto en silencio y sin ningún intento por contradecir sus órdenes, deseos o quejas, pues saben que el alboroto que se armaría sería peor que el peor de los alborotos, pero como ha sido igual por largos años, ya todos se limitan a tratar de ignorarlo mientras encuentran una excusa cualquiera para irse. Han aprendido que la mejor manera de no provocar la ira, tan fácil de despertar, en don Matías, es alejarse de él y entablar el mínimo contacto, qué pasó, cómo está, cómo le fue, y un hasta luego respetuoso, nos vemos mañana, son suficientes para evitar cualquier conflicto, de los cuales ya ha habido muchos y tan graves que no valdría la pena volver a desencadenarlos. Muchas veces, los más comprensivos de la familia -uno o dos-, han tratado de explicarse las razones del abuelo para ser así, como es, pero lo único que encuentran es un corazón frío, pesado, insensible, incapaz del diálogo. Podría decirse que de piedra.
Esa noche don Matías llegó y pasó lo que siempre pasaba. A los diez minutos la casa estaba vacía, silenciosa, tranquila, justo como a él, según la creencia familiar, le gustaba. Extraño es el hecho de que don Matías demostrara su satisfacción con lágrimas que se le escapaban mientras lavaba los platos en la cocina. Su mujer lo descubrió, se acercó con cautela y preguntó Qué tienes. Respondió él, sin voltearla a ver siquiera, No estés chingando. Dormían, como la lógica manda suponer, en cuartos separados, pues la repulsión, el desprecio y el rencor mutuo era inmenso y no toleraban estar en la misma habitación por más de cinco minutos. A las tres de la mañana, don Matías sintió que se le entumecía la mitad del cuerpo y que la garganta se rehusaba a abrirse para dejar paso al aire. Voy a morir, pensó el abuelo, pero sacando Dios sabe de dónde fuerzas para dar un último grito antes de perder el sentido y la vida, llamó a su mujer, con toda la intención de arrepentirse de sus pecados en el último instante, y adquirir así la redención de la familia entera por medio del corazón blando, puro, capaz de perdonar, de la siempre amable abuela, ¡Vieja! ¡Me muero!
Ella lo escuchaba desde su recámara, escuchaba su respiración desesperada y su pataleo nervioso, pero pensó que sería uno más de sus teatros para llamar la atención. Ya otras veces había ocurrido, iban corriendo al hospital y descubrían, al llegar, que no era nada. Así que se envolvió en las sábanas, giró su cuerpo hacia la pared y respondió, No estés hingando.
Don Matías amaneció muerto la mañana siguiente. Su familia no pudo evitar sentir, en lo más profundo de su corazón, algo de una extraña y retorcida alegría.

(CONTINÚA)

"Érase una vez una familia integrada por un padre, una madre, un abuelo que era el padre del padre y un niño de ocho años. Sucedía que el abuelo ya tenía mucha edad, por eso le temblaban las manos y se le caía la comida de la boca cuando estaban a la mesa, lo que causaba gran irritación al hijo y a la nuera, siempre diciéndole que tuviera cuidado con lo que hacía, pero el pobre viejo, por más que quería, no conseguía mantener los temblores, peor aún si le regañaban, el resultado era que siempre manchaba el mantel o el suelo al dejar caer la comida. Estaban las cosas así y sin ninguna expectativa de mejoría cuando el hijo decidió acabar con la desagradable situación. Apareció en casa con un cuenco de madera y dijo al padre, A partir de ahora comerá aquí, sentado en el patio que es más fácil de limpiar. Y así fue. Desayuno, almuerzo y cena, el viejo sentado solo en el patio, llevándose la comida a la boca conforme le era posible, la mitad se perdía en el camino, una parte de la otra mitad se le caía por la boca abajo, no era mucho lo que se deslizaba por lo que el vulgo llama canal de la sopa..."

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

¡Gracias por tus comentarios!