
Vendarse los ojos o no fue en realidad la decisión en la que más se detuvo a pensar. De pie, en medio del cuarto, Idelfonso contempla la nada, se le ha perdido la mirada dos segundos antes de sentarse en la silla de madera que compró para la ocasión, pues piensa que sin venda podrá contemplarse a sí mismo, sus expresiones, el sudor, la adrenalina, el cañón del arma en la sien, el tambor girando al accionar el disparador, incluso, si pone la atención suficiente, la explosión de la descarga y la bala penetrando el cráneo, si esa fuese su suerte; en cambio, con los ojos inutilizados, toda la atención se la llevará el latido acelerado del corazón, la sensación de vértigo que lo conduce al éxtasis de su vida, un éxtasis que, por una ironía inevitable, sólo alcanza con la cercanía de la muerte, y sentirá el frío del metal en la piel, el peso del peligro y del destino sobre él, el dedo jalando el gatillo tres veces con la mayor lentitud del mundo para que la emoción se prolongue, en fin, podrá concentrarse en esas y otras tantas sensaciones. Tres minutos lo ha pensado, y prefirió quitar la silla de enfrente del espejo y ponerse la venda negra.
Éste, sin duda, es su volado más extremo. Pero no lo hace para retar a su suerte, sino para sentirse vivo, para provocar a la muerte, atraerla con insinuaciones cínicas para sentir casi en la piel el filo mortal de su guadaña y burlarse de ella al darse cuenta que todavía respira. Todo empezó el día en que se subió por vez primera a una montaña rusa, siendo todavía un niño. Hasta los 17 años fue un asiduo visitante de parques de diversiones, subiéndose a los juegos mecánicos que hasta a los más temerarios ahuyentaban, luego se aficionó por las caídas libres, los deportes extremos, los animales salvajes e incluso el escapismo. Desde entonces ya han pasado muchos años, y ni la vitalidad ni la juventud de Idelfonso son las mismas, pero la euforia que siente al poner en riesgo su vida, esa no ha disminuido.
Busca a tientas, entre la oscuridad sólida que le proporciona la venda, el respaldo de la silla, se sienta, abre la recámara de las balas, toca con los dedos los seis agujeros y elige uno, donde introduce una, gira el tambor con fuerza y lo cierra de nuevo. Ha decidido que jalará del gatillo sólo en tres ocasiones, pues la posibilidad de sobrevivir es un elemento principal en la acción. Se coloca el revólver en un costado de la cabeza, y siente el cañón frío y duro presionándole el cerebro. Su corazón se ha precipitado, su respiración va en aumento. Idelfonso traga saliva, aprieta los párpados, trata de controlar el terrible temblor de su mano. Como los suicidas, ha dejado una nota a su mujer y a sus hijos, en el caso de que no tenga la suerte necesaria, aclarando que fue feliz viviendo y que murió sintiéndose vivo, y pleno.
Basta de titubeos, piensa Idelfonso, confiado en que las probabilidades están de su lado. Cinco de los seis disparos no tienen ningún efecto, Idelfonso lo sabe, pero la certeza de que el restante le volará los seos es tal que ya se siente mareado. Idelfonso toma una profunda bocanada de aire, estira lo más que puede la espalda, alza el codo, acciona el disparados, jala el gatillo y ¡¡Bang!!
Pero su grito, provocado por la emoción, no alcanzó a salir de su boca, y si lo hizo, fue opacado con brutalidad por el estallido del disparo que llenó de sangre el piso de la sala y la nota no-suicida del, ahora, difunto.
(FIN)
El personaje se encuentra muy desdibujado, pero quizá es intencional...En cualquier caso disfruté mucho de esta lectura.
ResponderBorrar"La ruleta rusa"...todo puede pasar.
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