"Corre. Corre. No te detengas. No pienses. Sólo corre..."
Es como si fuera la primera vez que hace esto. La euforia, los ojos muy abiertos, la fuerza y resistencia sacadas de Dios sabe dónde que impulsan sus piernas a toda velocidad, la agilidad para esquivar a los transeúntes, para escabullirse entre la gente.
"No mires atrás. No mires... Sólo corre. Corre, corre. No te detengas. No mires atrás".
Ha aprendido a mirar el camino, a inventarlo, a recordar que si da vuelta en tal esquina llegará a una avenida transitada y no podrá escapar. Para correr así, cargando la pesada bolsa, debe olvidar que lo que lleva es comida, porque entonces el estómago se inquieta... No puede pensar en nada más que en correr, hasta que el policía, el frutero y el tendero se cansen y, resignados, le dejen ir, no pueden durar demasiado, no con esas enormes pansas que les estorban. Tal vez uno se toque el corazón, se de cuenta que lo que el ladrón lleva es comida, no dinero, y para qué iba a robar comida si no era para comerla, y para qué iba a comerla si no era para calmar un hambre atroz.
A pesar de todo, Julián siente miedo. Al principio era porque no sabía qué pasaría si lo alcanzaran, ahora porque ya lo sabe. Los persecutores, al cazar a su presa, son cegadas por el éxito, se creen superiores y olvidan que el ladrón tiene treinta o cuarenta kilos menos, treinta o cuarenta años menos, y dejan caer sobre el frágil cuerpo sus pesados puños, como castigo por hacerlos correr tanto. Julián no puede permitirlo, por eso corre sin parar. Ya les ha sacado una marcada ventaja. Los gritos ("¡detengan a ese chamaco!") se oyen lejanos y cansados. Julián baja la velocidad y se arriesga a girar la cabeza. El policía se va deteniendo, el tendero descansa ya, el frutero ni se ve, se ha quedado muy atrás. Julián sonríe, suspira aliviado, pero sigue corriendo, y no deja de hacerlo hasta llegar al parque donde, podría decirse así, vive, lejos ya de la amenaza.
Sólo un niño con el temperamento de Julián podría sobrevivir en las calles. Hace casi un año que salió de su casa. Sabe que, uno de estos días, no recuerda bien cuál, será su décimo cumpleaños, y ya se ha adaptado bien a su nueva vida. "Es mejor que vivir con mis papás", responde cuando algún metiche le pregunta por qué se escapó de su casa. Se sienta en una banca, y saborea por adelantado el interior de la bolsa. Su estómago ruge con furia. Un perro se acerca olfateando con desesperación. Julián lo mira, muerde una pieza de pan y arranca un pedazo. "Sé lo que sientes", murmura, "el hambre es canija", y le pone el trozo en el hocico. Luego, al verlo comer, le da el resto de la pieza, y comparte con su nuevo amigo la comida que ha robado
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