
A veces Renato se pregunta si su mujer de verdad le cree cuando le dice que se pasa todo el día trabajando. Y es que, si así fuera, tendría que ganar el doble, mínimo. ¿O a qué hora ella piensa que se va a la cantina, con sus amigos, a tomarse unas copitas mientras le pellizcan las nalgas a las meseras? ¿A qué hora cree que se encuentra con Ceci, la niña de quince años que está enamoradísima de un patán como él, y que sigue muy dolida porque se casó con Carla y no con ella? Su mujer lo sabe, una persona no puede ser tan pendeja, y aún así, cuando Renato llega a su casa, y finge estar cansado, ella le sirve la cena, le pregunta cómo le fue, le abre una cerveza, y luego se tira a sus pies a llorar desconsolada, mientras él le da unas patadas para que se calme. Comienza a hartarlo, pero bueno, nada más que quede embarazada, y se larga con Ceci, que está más buena y es más cachonda.
Hoy, sin embargo, es un día especial, por eso llega temprano. Ni siquiera espera el elevador: sube corriendo las escaleras, deja el maletín en el rellano, aporrea la puerta hasta que Carla abre, le cierra el paso con una cara de indignación asombrosa, pero Renato la empuja y pregunta, ¿Ya llegó? Llegó, claro que llegó, ha elegido la tienda que la entrega al siguiente día o te hace descuento. Carla firmó de recibido. Dos hombres tardaron casi una hora en subir la enorme televisión hasta el cuarto piso, donde tienen su departamento, por las estrechas escaleras. En el todavía más estrecho elevador, la inmensa caja ni siquiera cabía. Renato se detiene en medio de la sala, y maravillado, contempla la caja. Se acerca como si fuera una joya del más delicado cristal, y fuera a romperse ante la menor amenaza. En la cocina, Carla apoya la frente en la mesa, y llora, llora como nunca, a pulmón abierto, como lo haría un bebé. Pero su marido no la escucha. está ofuscado por la magnitud, por la perfección del aparato.
Con sumo cuidado, abre la caja. Saca los papeles y los plásticos que envuelven su nueva adquisición. Le ha salido baratísima, jamás en toda su vida se imaginó dueño de una como esta. Pero esos gritos... ¡Esos pinches gritos! Parece que la están matando. ¡Cállate, pendeja, si no quieres que te parta tu madre!, le grita Renato, sin voltearla a ver siquiera. Carla no se calla. En vez de eso, empieza a romper los platos, mientras, armada de valor, le reclama, ¿Cómo te atreves? ¿Cómo te atreves a comprarte ese aparato tan caro, cuando anoche me acabas de decir que ya no puedes pagarme el doctor? ¡Cínico, desconsiderado, majadero! ¡Ya no quiero vivir, prefiero estar muerta! ¡Ya verás, me voy a matar, y entonces verás...!
Su marido no le hace caso. Es un día feliz en su vida, por qué ha de arruinarlo esa inútil que sólo sirve para chillar. No le va a hacer caso. Saca primero el folleto que enumera, una a una, todas las maravillas de su nueva televisión. No es cualquier televisión: es la primera de una nueva generación, una que marcará, sin duda, una era en la forma de ver el mundo, como dice su publicidad. Y cómo no. Parece brillar con luz propia... Si tan sólo Carla se callara un instante. Se ha puesto insoportable, amenazando que tiene un cuchillo y que se va a matar. Pues que lo haga de una puta vez. Renato mira a su alrededor, buscando entre el desorden desquiciado de la sala algo con qué frenar sus gritos. Y descubre, al lado de la lámpara, el collar que le compraron a un perro que todavía no tienen, pero que llamarán Rocky, como el boxeador.
Se lanza entonces sobre el collar, luego se dirige a la cocina, harto de los gritos. Toma a su mujer por los cabellos, la tira al suelo, se inca sobre sus brazos, para dejarla inmóvil, y mientras le grita, ¿Te quieres morir, cabrona? ¿Te quieres morir? ¡Pues te vas a morir, hija de la chingada! Se las arregla para colocarle el collar alrededor del cuello, mientras ella, desesperada, patalea y llora, ¡No, no! ¡Renato, déjame, déjame!, pero él, como siempre, no la escucha. Aprieta el collar tanto como puede. Coloca el cintillo, y sin soltarle los brazos, disfruta por un instante de un silencio golpeado por los gemidos de su mujer, por el ruido que hace al esforzarse por tomar una última bocanada de aire, aferrándose con todas sus fuerzas a una vida que, según sus llantos, ya no deseaba. En menos de dos minutos, Carla estaba inmóvil, con la cara azul a partir del cuello, y, oh Dios gracias, en silencio.
Y como los inoportunos siempre acuden cuando nadie los llama, alguien tocó la puerta justo en aquel momento. Renato se fajó la camisa y se peinó, viendo su reflejo en el refrigerador. Ya voy, respondió, mientras cerraba la puerta de la cocina. Abrió, y se encontró con la cara del chismoso de su vecino. ¿Todo bien?, preguntó el muy imbécil. Sí, Carla y yo peleamos, pero ya está más tranquila. Ah, sí, es que escuché gritos, le dijo, mientras trataba de asomar la cara hacia adentro, y de pronto abrió los ojos, que le brillaban, y le dijo, ¡No mames, Renato, qué es eso...! Lo hizo a un lado y se plantó frente a la caja de la tele. Renato sonreía, complacido. ¡Está rechingona, güey! ¿Cuánto te costó? Uy, si te dijera, le contestó Renato, mientras lo conducía de nuevo hacia la salida, y le decía, Orita estoy bien cansado, Porfirio, pero mañana vente en la tarde (con unas cervecitas) y la estrenamos viendo el partido, ¿eh? ¡Ya estás!, gritó el vecino, radiante de alegría.
Renato cerró la puerta, respiró profundo, y se dijo, Ahora sí, chiquita, y con mucho cuidado, sacó la tele de su caja, para contemplarla en toda su belleza.
[Continúa]
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[Primera parte]
[Tercera parte]
'y es que tengo frio al medio dia, es que da miedo, es que lastima...'. Aush! escucho esa cancion mientras te escrito esto. Ya tengo blog otra vez. Saludos!
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