4/2/08

Si no te quiere (2 de 3)



2. Pollo del amor

Siempre me pasa lo mismo. Al principio todo es valentía y arrojo, y cuando llega la hora de la verdad, resulta que soy como una chiquilla miedosa. Me veo bien. No, qué importa cómo me veo, no me importa. Soy una buena persona. Aunque no quiera, todavía duele lo de Gerardo. Cómo lo quise. Lo único que quería era lo mejor para él, que estuviera tranquilo y que no se preocupara por nada. Lo invitaba a cenar, le compraba ropa y zapatos, hasta pensé en comprarle el coche que me vendía el Poncho, pero no me alcanzó el dinero. Nunca quiso venirse a vivir conmigo. Decía que no podía dejar sola a su mamá, pero cuando yo iba a su casa a buscarlo, jamás estaba, andaba con sus amigotes, yo traté de alejarlo de ellos y se puso como loco. No puedo olvidar lo que me dijo ese día.

En fin, lo pasado pasado. Hace mucho tiempo de eso y ya no me quiero acordar. Ahora es una nueva oportunidad. Emanuel se ve que es un muchacho decente y educado. Se tomó casi toda la limonada y me invitó unos pastelitos que le había dado su tía. Lo invité hoy a cenar y aceptó, parecía contento. Quise preguntarle qué le gustaba más, si quería vino o coñac, qué se le antojaba de postre, pero el muy tímido me dijo que cualquier cosa que yo hiciera estaría bien. Me esmeré. Llevo casi cinco horas cocinando y la verdad es que jamás había cocinado una cosa tan deliciosa: el pollo del amor, con vino blanco y pétalos de rosas, almendras y miel, huele riquísimo. Me he puesto mi vestido verde, las zapatillas doradas y me hice un arreglito en el cabello que me llevó un buen rato.

Su ventana está oscura. Son las siete quince, y no ha llegado aún. Bueno, está bien. En cuanto llegue le haré señas para que se venga directo acá, para qué va a su casa, no hay necesidad de ponerse elegante, seguro va a querer bañarse y perfumarse, para qué, si así me gusta, sudoroso, oliendo a trabajo. Aunque creo que es muy vanidoso. En cuanto llegué con la limonada, se puso una camisa nueva y dejó la sudada en un rincón de la recámara. Pero conmigo no tiene que guardar las apariencias. Después de todo, va a estar conmigo toda la vida, lo voy a conocer con ropa o sin ella, limpio o mugroso, perfumado o apestoso: igual voy a quererlo y a cuidarlo.

[...]

Son las ocho y treinta y no ha llegado, su ventana sigue oscura. Estoy preocupada. Me dijo que iba a cambiar su número de celular y que por eso no me lo daba, debí insistirle más, ahora no sé dónde anda, con quién, si le habrá pasado algo, si está en la cárcel o en el hospital... Ay no, ojalá que no. Que esté atorado en el tráfico, que haya tenido un problema en su trabajo, que se haya metido en medio de una marcha nocturna o haya tomado mal la salida... Lo que sea, pero que esté bien. Lo que no sé es por qué no me llama para decirme que ya viene. Yo sí le di mi número.

[...]

Creo estar soñando, pero no: alguien abrió la puerta del edificio, al parecer de una patada. No pienso en nada, sólo en que puede ser él, y me asomo a la ventana. En algún momento de la noche, me cansé de tanto estar angustiada y me quedé dormida. No puedo ver más que una silueta azul que se mueve por el pasillo del patio, sosteniéndose con la pared, mientras anda como si el cuerpo le pesara mil kilos. Empieza a subir las escaleras a tropezones. Le grito. Emanuel, eres tú, Emanuel, estás bien, Emanuel, ¡Emanuel...!

-Ya cállate... pinche gorda... Ja ja ja... pinche gorda...

Sigue subiendo hasta llegar al segundo piso, y se va al fondo del rellano. Se talla la cara, saca una llave y con mucha dificultad, abre la puerta. La luz dura prendida dos minutos, luego se apaga. Bueno, al menos llegó bien. Al menos no le pasó nada. Se perdió de un pollo exquisito.

[Continúa]

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[Primera parte]

[Tercera parte]

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