11/2/08

Un simple y sencillo homicidio (1 de 3)



Era joven. Bonita. Tenía buena salud. Cocinaba muy bien. Caderas anchas, podía ser una excelente madre. Pero esa cara. Triste y sin luz, con los ojos siempre rojos de tanto llorar, era suficiente dirigirle la palabra para que encontrara una excusa y se deshiciera en lágrimas, gritando que la vida no valía la pena y que se iba a matar, sin nunca cumplir su promesa. Todos creían que era un juego, que era porque los medicamentos ya no le hacían el mismo efecto, sus pocas amigas le recomendaban que visitara a otro psiquiatra para que le recetara algo más fuerte. Pero Héctor le había dicho, la noche anterior, que ya no podía pagar sus medicinas, que fuera buscando qué hacer. Pues qué iba a hacer, morirse, eso es lo que iba a hacer, no podía -ni quería- hacer nada más.

Por qué ha tenido tan mala suerte en su vida, no lo sabe. Sólo de una cosa está segura: está harta, y quiere que todo termine. Su madre, única confidente que le queda, le ha dicho que rece. Que a veces ella se siente sola, en una casa tan grande y ahora que su esposo ha muerto, pues más, pero que se pasa la tarde entera rezando y se le olvida el dolor. Carla no puede concentrarse, así que va a la iglesia del parque, pues ahí, dicen, es la casa de Dios. Se sienta en una banca, casi hasta adelante, y al ver a aquel hombre, semidesnudo, con los músculos marcados, la cara de eterna agonía, la barba enmarañada, sudorosa, las espinas clavándosele en el cráneo y la sangre chorreando por su cara, clavado en una enorme cruz de madera, se siente más desdichada que nunca, y la iglesia entera retumba con su llanto.

Los que estaban cerca se fueron de inmediato, asustados. Sólo algunas mujeres, ya acostumbradas a aquellas explosiones de insensatez ("Cómo viene a la casa de Dios y hace todo ese escándalo, debe estar loca"), y por supuesto, sin nada qué hacer, se quedan. Carla no sabe cómo rezar, se le han olvidado las oraciones del catecismo, pero su madre le dijo que sólo hablara como si tuviese a Dios enfrente, que le pidiera algo, que él a veces respondía y a veces no, así era siempre. Pidió, pues, de la siguiente manera, Dios, no sé si me escuchas, con tanta gente que habrá por ahí pidiéndote cosas ahora, qué puedo tener yo de importante para que me prestes atención, siendo Tú tan poderoso como eres. Sólo quisiera saber si debo o no suicidarme, ¿sabes? Es que estoy harta de mi vida, no sé lo que quiero, nunca lo he sabido y nunca lo sabré, me salí dos veces de la escuela, me casé con el primer hombre que me lo propuso, me fui de mi casa en busca de algo que hasta ahora no he encontrado y que empiezo a sospechar que jamás encontraré, ya han pasado dos meses desde que estamos casados y mi vida, en lugar de volverse más tranquila, se ha vuelto más insoportable, no nos aguantamos, estamos toda la noche discutiendo, él está irritado porque no he quedado embarazada, desde antes que nos casáramos, entonces era cariñoso y pensé que quizá podría ser feliz, es varonil y fuerte, seguro de sí mismo, pero no me ama, yo lo sé, porque siempre que salimos le coquetea a otras mujeres como un descarado, como si yo no estuviera ahí, no me respeta ni me trata con delicadeza, me estoy quedando dormida apenas cuando se me sube encima y me baja la ropa interior, me obliga a abrir las piernas y me tapa la boca, termina en cinco minutos y me da la espalda, y no se despierta hasta la mañana siguiente, cuando me está apurando para que le haga el desayuno antes de irse al trabajo. La verdad ya no lo aguanto, no quiero pasar el resto de mi vida así y he decidido suicidarme, pero si tienes una misión para mí, si hay algo más en el mundo destinado a mí, dame una señal, por más mínima que sea, y de algún lado sacaré valor para continuar con esta vida que me está matando.

Detuvo su oración y se calló. Se percató hasta entonces del angustiante silencio del templo, del eco de las mujeres, rezando en el altar de la virgen, cuando murmuraban el avemaría, cuando carraspeaban la garganta para que la virgen las entendiera, cuando una daba unos pasos y se sentaba en la banca más cercana, porque sus piernas ya no la aguantaban de pie tanto como antes. Carla se quedó mirando el rostro del crucificado, a la espera de la señal que había pedido. Siendo algo tan importante como la vida de una mujer que acudía a Él, Dios al menos tenía que tomarse la molestia de contestarle. Pero el crucificado no se movió. Se quedó tan estático como antes de que ella llegara, como se quedaría luego de que se fuera, y como estaría si volviera mañana. Igual. Nada pasó. Las voces de las mujeres desaparecieron, alejándose cada vez más.

Ya se estaba convenciendo de que la señal no llegaría, de que Dios no había respondido, ni respondería jamás, a su petición, cuando una mano dura y olorosa a humo le tocó el hombro. Carla volteó la cara, espantada, y vio a un hombre maduro, calvo y con un grueso bigote, sonriéndole, mientras sostenía en la otra mano una escoba. Le dijo:

-Señorita, disculpe usted. Ya vamos a cerrar.

¿Era esa su señal? ¿Qué quería decir? ¿Por qué mandar una señal tan absurda e incoherente, ante una pregunta tan importante para ella? Sintió un profundo coraje, se levantó y salió de la iglesia, mientras las lágrimas le resbalaban por la cara, enfriándosela por el viento helado que soplaba ese día, en pleno mediodía.

[Continúa]

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[Segunda parte]

[Tercera parte]

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