
Cerca de las dos de la mañana, sus pensamientos empezaron a divagar. Estaba claro que no le iba a alcanzar la noche para descubrir todas las maravillas de aquel divino aparato, y también que el cuerpo de Carla seguía tendido en el suelo de la cocina. Si mañana venía Porfirio a ver el partido, tendrían que guardar las cervezas en la cocina. Sería difícil deshacerse de su entrometido vecino, sobre todo si se trataba de admirar un televisor de la nueva generación. Así pues, era necesario desaparecer el cuerpo. En este punto se le presentaban algunas dificultades en las cuales tenía que detenerse a pensar, así que apagó la tele.
Primero, ¿cómo sacar el cuerpo, sin que alguien note que es un cuerpo? Por las noches, el edificio entero duerme. Por temor a los delincuentes, por más ruido que escuchen en las escaleras nadie asoma las narices. Podía entonces meter el cuerpo en la caja de la tele, y empujarla hacia abajo por las escaleras. Pensarlo fue fácil, pero hacerlo no tanto. La caja era muy ancha. El cuerpo se había puesto tieso. Sus maldiciones y gritos hacían más ruido que la caja rodando por las escaleras, sin embargo, nadie asomó las narices, tal como lo había predicho.
Segundo, ¿dónde enterrarlo? Por fortuna su padre le había heredado su pick-up, así que podía transportar el cuerpo hacia cualquier lugar. Había un lote valdío a unas cuadras de ahí, rodeado por moteles adonde la policía no se acercaba porque sus dueños pagaban cuotas importantes. Subió entonces a su departamento, cogió el pico y la pala y se fue al lote valdío.
Calculó las medidas de la caja y comenzó a golpear la tierra con el pico. No pensaba en nada, ni siquiera estaba preocupado por que lo sorprendiera el amanecer. Sabía que eso, nada más, no era posible. Confiaba en su buena suerte. No temía en un castigo divino porque, a diferencia de lo que había intentado su mujer, no creía en Dios, así que ninguna fuerza superior lo castigaría. Estaba pensando en lo absurdo que sería que una patrulla pasara por ahí, justo a esa hora, lo descubrieran, lo llevaran preso y lo enjuiciaran. Ese sería el procedimiento si creyera en Dios. O en su defecto, nadie lo sorprendería, pero él se iría a casa con el remordimiento taladrándole los oídos, cada vez que encendiera la tele se acordaría de su crimen, y a los pocos días no podría más y se iría a entregar a la policía. Aquello tampoco pasaría, porque sabía que le había hecho un favor a su mujer. Tan desdichada, siempre con la intención de matarse sin tener nunca el valor de hacerlo, pobre, lo mal que ha de haber estado. Además, ahora podía casarse con Ceci, quien se había puesto muy triste cuando se casó, y hacerla feliz. Había complacido, así, a dos mujeres con un simple y sencillo homicidio.
Regresó a casa, se bañó, y durmió unas horas. Porfirio lo despertó aporreando la puerta, temeroso de que Renato no le abriera. Se puso un pantalón, una camisa de resaque, y abrió. Órale vecino, ¿no durmió bien o qué? Renato se rió. Es que me desvelé viendo tele. ¡Y cómo no!, gritó Porfirio. ¿No está tu mujer?, volvió a interrogar. Y él contestó, nada más, No. Ah, que bien, entonces podemos ver el partido agusto, es que ya ves cómo se pone, Sí, ya sé, pero no te apures, hoy podremos ver el partido completito sin nadie que nos interrumpa.
Porfirio dio un alarido de felicidad, y tuvo el honor de encender el televisor.
[FIN]
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[Primera parte]
[Segunda parte]