21/2/08

Un simple y sencillo homicidio (3 de 3)



Cerca de las dos de la mañana, sus pensamientos empezaron a divagar. Estaba claro que no le iba a alcanzar la noche para descubrir todas las maravillas de aquel divino aparato, y también que el cuerpo de Carla seguía tendido en el suelo de la cocina. Si mañana venía Porfirio a ver el partido, tendrían que guardar las cervezas en la cocina. Sería difícil deshacerse de su entrometido vecino, sobre todo si se trataba de admirar un televisor de la nueva generación. Así pues, era necesario desaparecer el cuerpo. En este punto se le presentaban algunas dificultades en las cuales tenía que detenerse a pensar, así que apagó la tele.

Primero, ¿cómo sacar el cuerpo, sin que alguien note que es un cuerpo? Por las noches, el edificio entero duerme. Por temor a los delincuentes, por más ruido que escuchen en las escaleras nadie asoma las narices. Podía entonces meter el cuerpo en la caja de la tele, y empujarla hacia abajo por las escaleras. Pensarlo fue fácil, pero hacerlo no tanto. La caja era muy ancha. El cuerpo se había puesto tieso. Sus maldiciones y gritos hacían más ruido que la caja rodando por las escaleras, sin embargo, nadie asomó las narices, tal como lo había predicho.

Segundo, ¿dónde enterrarlo? Por fortuna su padre le había heredado su pick-up, así que podía transportar el cuerpo hacia cualquier lugar. Había un lote valdío a unas cuadras de ahí, rodeado por moteles adonde la policía no se acercaba porque sus dueños pagaban cuotas importantes. Subió entonces a su departamento, cogió el pico y la pala y se fue al lote valdío.

Calculó las medidas de la caja y comenzó a golpear la tierra con el pico. No pensaba en nada, ni siquiera estaba preocupado por que lo sorprendiera el amanecer. Sabía que eso, nada más, no era posible. Confiaba en su buena suerte. No temía en un castigo divino porque, a diferencia de lo que había intentado su mujer, no creía en Dios, así que ninguna fuerza superior lo castigaría. Estaba pensando en lo absurdo que sería que una patrulla pasara por ahí, justo a esa hora, lo descubrieran, lo llevaran preso y lo enjuiciaran. Ese sería el procedimiento si creyera en Dios. O en su defecto, nadie lo sorprendería, pero él se iría a casa con el remordimiento taladrándole los oídos, cada vez que encendiera la tele se acordaría de su crimen, y a los pocos días no podría más y se iría a entregar a la policía. Aquello tampoco pasaría, porque sabía que le había hecho un favor a su mujer. Tan desdichada, siempre con la intención de matarse sin tener nunca el valor de hacerlo, pobre, lo mal que ha de haber estado. Además, ahora podía casarse con Ceci, quien se había puesto muy triste cuando se casó, y hacerla feliz. Había complacido, así, a dos mujeres con un simple y sencillo homicidio.

Regresó a casa, se bañó, y durmió unas horas. Porfirio lo despertó aporreando la puerta, temeroso de que Renato no le abriera. Se puso un pantalón, una camisa de resaque, y abrió. Órale vecino, ¿no durmió bien o qué? Renato se rió. Es que me desvelé viendo tele. ¡Y cómo no!, gritó Porfirio. ¿No está tu mujer?, volvió a interrogar. Y él contestó, nada más, No. Ah, que bien, entonces podemos ver el partido agusto, es que ya ves cómo se pone, Sí, ya sé, pero no te apures, hoy podremos ver el partido completito sin nadie que nos interrumpa.

Porfirio dio un alarido de felicidad, y tuvo el honor de encender el televisor.

[FIN]

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[Primera parte]

[Segunda parte]

15/2/08

Un simple y sencillo homicidio (2 de 3)



A veces Renato se pregunta si su mujer de verdad le cree cuando le dice que se pasa todo el día trabajando. Y es que, si así fuera, tendría que ganar el doble, mínimo. ¿O a qué hora ella piensa que se va a la cantina, con sus amigos, a tomarse unas copitas mientras le pellizcan las nalgas a las meseras? ¿A qué hora cree que se encuentra con Ceci, la niña de quince años que está enamoradísima de un patán como él, y que sigue muy dolida porque se casó con Carla y no con ella? Su mujer lo sabe, una persona no puede ser tan pendeja, y aún así, cuando Renato llega a su casa, y finge estar cansado, ella le sirve la cena, le pregunta cómo le fue, le abre una cerveza, y luego se tira a sus pies a llorar desconsolada, mientras él le da unas patadas para que se calme. Comienza a hartarlo, pero bueno, nada más que quede embarazada, y se larga con Ceci, que está más buena y es más cachonda.

Hoy, sin embargo, es un día especial, por eso llega temprano. Ni siquiera espera el elevador: sube corriendo las escaleras, deja el maletín en el rellano, aporrea la puerta hasta que Carla abre, le cierra el paso con una cara de indignación asombrosa, pero Renato la empuja y pregunta, ¿Ya llegó? Llegó, claro que llegó, ha elegido la tienda que la entrega al siguiente día o te hace descuento. Carla firmó de recibido. Dos hombres tardaron casi una hora en subir la enorme televisión hasta el cuarto piso, donde tienen su departamento, por las estrechas escaleras. En el todavía más estrecho elevador, la inmensa caja ni siquiera cabía. Renato se detiene en medio de la sala, y maravillado, contempla la caja. Se acerca como si fuera una joya del más delicado cristal, y fuera a romperse ante la menor amenaza. En la cocina, Carla apoya la frente en la mesa, y llora, llora como nunca, a pulmón abierto, como lo haría un bebé. Pero su marido no la escucha. está ofuscado por la magnitud, por la perfección del aparato.

Con sumo cuidado, abre la caja. Saca los papeles y los plásticos que envuelven su nueva adquisición. Le ha salido baratísima, jamás en toda su vida se imaginó dueño de una como esta. Pero esos gritos... ¡Esos pinches gritos! Parece que la están matando. ¡Cállate, pendeja, si no quieres que te parta tu madre!, le grita Renato, sin voltearla a ver siquiera. Carla no se calla. En vez de eso, empieza a romper los platos, mientras, armada de valor, le reclama, ¿Cómo te atreves? ¿Cómo te atreves a comprarte ese aparato tan caro, cuando anoche me acabas de decir que ya no puedes pagarme el doctor? ¡Cínico, desconsiderado, majadero! ¡Ya no quiero vivir, prefiero estar muerta! ¡Ya verás, me voy a matar, y entonces verás...!

Su marido no le hace caso. Es un día feliz en su vida, por qué ha de arruinarlo esa inútil que sólo sirve para chillar. No le va a hacer caso. Saca primero el folleto que enumera, una a una, todas las maravillas de su nueva televisión. No es cualquier televisión: es la primera de una nueva generación, una que marcará, sin duda, una era en la forma de ver el mundo, como dice su publicidad. Y cómo no. Parece brillar con luz propia... Si tan sólo Carla se callara un instante. Se ha puesto insoportable, amenazando que tiene un cuchillo y que se va a matar. Pues que lo haga de una puta vez. Renato mira a su alrededor, buscando entre el desorden desquiciado de la sala algo con qué frenar sus gritos. Y descubre, al lado de la lámpara, el collar que le compraron a un perro que todavía no tienen, pero que llamarán Rocky, como el boxeador.

Se lanza entonces sobre el collar, luego se dirige a la cocina, harto de los gritos. Toma a su mujer por los cabellos, la tira al suelo, se inca sobre sus brazos, para dejarla inmóvil, y mientras le grita, ¿Te quieres morir, cabrona? ¿Te quieres morir? ¡Pues te vas a morir, hija de la chingada! Se las arregla para colocarle el collar alrededor del cuello, mientras ella, desesperada, patalea y llora, ¡No, no! ¡Renato, déjame, déjame!, pero él, como siempre, no la escucha. Aprieta el collar tanto como puede. Coloca el cintillo, y sin soltarle los brazos, disfruta por un instante de un silencio golpeado por los gemidos de su mujer, por el ruido que hace al esforzarse por tomar una última bocanada de aire, aferrándose con todas sus fuerzas a una vida que, según sus llantos, ya no deseaba. En menos de dos minutos, Carla estaba inmóvil, con la cara azul a partir del cuello, y, oh Dios gracias, en silencio.

Y como los inoportunos siempre acuden cuando nadie los llama, alguien tocó la puerta justo en aquel momento. Renato se fajó la camisa y se peinó, viendo su reflejo en el refrigerador. Ya voy, respondió, mientras cerraba la puerta de la cocina. Abrió, y se encontró con la cara del chismoso de su vecino. ¿Todo bien?, preguntó el muy imbécil. Sí, Carla y yo peleamos, pero ya está más tranquila. Ah, sí, es que escuché gritos, le dijo, mientras trataba de asomar la cara hacia adentro, y de pronto abrió los ojos, que le brillaban, y le dijo, ¡No mames, Renato, qué es eso...! Lo hizo a un lado y se plantó frente a la caja de la tele. Renato sonreía, complacido. ¡Está rechingona, güey! ¿Cuánto te costó? Uy, si te dijera, le contestó Renato, mientras lo conducía de nuevo hacia la salida, y le decía, Orita estoy bien cansado, Porfirio, pero mañana vente en la tarde (con unas cervecitas) y la estrenamos viendo el partido, ¿eh? ¡Ya estás!, gritó el vecino, radiante de alegría.

Renato cerró la puerta, respiró profundo, y se dijo, Ahora sí, chiquita, y con mucho cuidado, sacó la tele de su caja, para contemplarla en toda su belleza.

[Continúa]

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[Primera parte]

[Tercera parte]

11/2/08

Un simple y sencillo homicidio (1 de 3)



Era joven. Bonita. Tenía buena salud. Cocinaba muy bien. Caderas anchas, podía ser una excelente madre. Pero esa cara. Triste y sin luz, con los ojos siempre rojos de tanto llorar, era suficiente dirigirle la palabra para que encontrara una excusa y se deshiciera en lágrimas, gritando que la vida no valía la pena y que se iba a matar, sin nunca cumplir su promesa. Todos creían que era un juego, que era porque los medicamentos ya no le hacían el mismo efecto, sus pocas amigas le recomendaban que visitara a otro psiquiatra para que le recetara algo más fuerte. Pero Héctor le había dicho, la noche anterior, que ya no podía pagar sus medicinas, que fuera buscando qué hacer. Pues qué iba a hacer, morirse, eso es lo que iba a hacer, no podía -ni quería- hacer nada más.

Por qué ha tenido tan mala suerte en su vida, no lo sabe. Sólo de una cosa está segura: está harta, y quiere que todo termine. Su madre, única confidente que le queda, le ha dicho que rece. Que a veces ella se siente sola, en una casa tan grande y ahora que su esposo ha muerto, pues más, pero que se pasa la tarde entera rezando y se le olvida el dolor. Carla no puede concentrarse, así que va a la iglesia del parque, pues ahí, dicen, es la casa de Dios. Se sienta en una banca, casi hasta adelante, y al ver a aquel hombre, semidesnudo, con los músculos marcados, la cara de eterna agonía, la barba enmarañada, sudorosa, las espinas clavándosele en el cráneo y la sangre chorreando por su cara, clavado en una enorme cruz de madera, se siente más desdichada que nunca, y la iglesia entera retumba con su llanto.

Los que estaban cerca se fueron de inmediato, asustados. Sólo algunas mujeres, ya acostumbradas a aquellas explosiones de insensatez ("Cómo viene a la casa de Dios y hace todo ese escándalo, debe estar loca"), y por supuesto, sin nada qué hacer, se quedan. Carla no sabe cómo rezar, se le han olvidado las oraciones del catecismo, pero su madre le dijo que sólo hablara como si tuviese a Dios enfrente, que le pidiera algo, que él a veces respondía y a veces no, así era siempre. Pidió, pues, de la siguiente manera, Dios, no sé si me escuchas, con tanta gente que habrá por ahí pidiéndote cosas ahora, qué puedo tener yo de importante para que me prestes atención, siendo Tú tan poderoso como eres. Sólo quisiera saber si debo o no suicidarme, ¿sabes? Es que estoy harta de mi vida, no sé lo que quiero, nunca lo he sabido y nunca lo sabré, me salí dos veces de la escuela, me casé con el primer hombre que me lo propuso, me fui de mi casa en busca de algo que hasta ahora no he encontrado y que empiezo a sospechar que jamás encontraré, ya han pasado dos meses desde que estamos casados y mi vida, en lugar de volverse más tranquila, se ha vuelto más insoportable, no nos aguantamos, estamos toda la noche discutiendo, él está irritado porque no he quedado embarazada, desde antes que nos casáramos, entonces era cariñoso y pensé que quizá podría ser feliz, es varonil y fuerte, seguro de sí mismo, pero no me ama, yo lo sé, porque siempre que salimos le coquetea a otras mujeres como un descarado, como si yo no estuviera ahí, no me respeta ni me trata con delicadeza, me estoy quedando dormida apenas cuando se me sube encima y me baja la ropa interior, me obliga a abrir las piernas y me tapa la boca, termina en cinco minutos y me da la espalda, y no se despierta hasta la mañana siguiente, cuando me está apurando para que le haga el desayuno antes de irse al trabajo. La verdad ya no lo aguanto, no quiero pasar el resto de mi vida así y he decidido suicidarme, pero si tienes una misión para mí, si hay algo más en el mundo destinado a mí, dame una señal, por más mínima que sea, y de algún lado sacaré valor para continuar con esta vida que me está matando.

Detuvo su oración y se calló. Se percató hasta entonces del angustiante silencio del templo, del eco de las mujeres, rezando en el altar de la virgen, cuando murmuraban el avemaría, cuando carraspeaban la garganta para que la virgen las entendiera, cuando una daba unos pasos y se sentaba en la banca más cercana, porque sus piernas ya no la aguantaban de pie tanto como antes. Carla se quedó mirando el rostro del crucificado, a la espera de la señal que había pedido. Siendo algo tan importante como la vida de una mujer que acudía a Él, Dios al menos tenía que tomarse la molestia de contestarle. Pero el crucificado no se movió. Se quedó tan estático como antes de que ella llegara, como se quedaría luego de que se fuera, y como estaría si volviera mañana. Igual. Nada pasó. Las voces de las mujeres desaparecieron, alejándose cada vez más.

Ya se estaba convenciendo de que la señal no llegaría, de que Dios no había respondido, ni respondería jamás, a su petición, cuando una mano dura y olorosa a humo le tocó el hombro. Carla volteó la cara, espantada, y vio a un hombre maduro, calvo y con un grueso bigote, sonriéndole, mientras sostenía en la otra mano una escoba. Le dijo:

-Señorita, disculpe usted. Ya vamos a cerrar.

¿Era esa su señal? ¿Qué quería decir? ¿Por qué mandar una señal tan absurda e incoherente, ante una pregunta tan importante para ella? Sintió un profundo coraje, se levantó y salió de la iglesia, mientras las lágrimas le resbalaban por la cara, enfriándosela por el viento helado que soplaba ese día, en pleno mediodía.

[Continúa]

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[Segunda parte]

[Tercera parte]

7/2/08

Si no te quiere (3 de 3)



3. Última vez

Es que no me estoy metiendo en su vida. Cuando cumplió un mes aquí, después de disculparse con mucha pena por lo de la cena, le llevé un pastel que yo hice, decía Feliz Primer Mes, y creo que le gustó, aunque no me invitó a pasar a su casa porque estaba muy ocupado, dijo. La verdad es que desde el día de la limonada no he vuelto a pasar a su casa. A cada rato voy y le tocó, a ver si está bien, si necesita algo. Digo, si no se quiere enamorar, todavía, está bien, algunos requieren tiempo, sobre todo si son tan jóvenes, y yo soy paciente, mucho, sabré esperar. Pero mientras no puede negarme el derecho a velar por su bienestar, para que se vaya acostumbrando.

Sobre todo porque esa mujer de su trabajo ya lo está acechando. De inmediato advirtió la inocencia de Emanuel y quiere abusar, estoy segura. La primera vez que vino lo pasé por alto. Pensé que seguro venía por un papel o alguna cosa que Emanuel fuera a darle. Si se quedó toda la noche, tal vez fue porque se le hizo tarde y cerraron el metro, y andar en taxi a esas horas es muy peligroso, es mejor quedarse en casa de alguien, eso demuestra que es caballeroso.

Sé que ha vuelto a venir. Emanuel no me quiere decir nada porque tiene miedo y está muy confundido. Maldita perra. Crearle esos sentimientos encontrados a un pobre muchachito indefenso. Pero ya verá cuando me la encuentre cara a cara, va a saber de mí. Si tan sólo Emanuel me hiciera su novia, podría irme a vivir con él y la zorra esa no tendría ya a qué irse a meter a su casa. Pero me va a escuchar. Ya verá.

[...]

Emanuel descansó y se fue muy temprano a la calle, lo oí. Estoy dispuesta a hablar con él con mucha seriedad. Lo he estado pensando. Creo que sí me alcanzan mis ahorros para una boda sencilla. Sin muchos lujos, invitando sólo a los amigos cercanos, una cena discreta, un vestidito mono, ya he bajado un kilo y medio desde que Emanuel llegó, seguro lo ha notado. Sólo me faltan 35 y estaré en mi peso ideal. Pan comido. Entonces, hablaré con él. Le diré que me preocupa. Ya van tres noches que no viene a dormir. Ayer llegó, con esa mujerzuela, haciendo un escándalo. Qué pensarán de él los vecinos, ay no, pobrecillo. Lo han enredado y no puede escaparse de sus garras viscosas y pútridas. Así que tengo que ir en su auxilio. Nada más que vuelva con ella, la voy a poner en su lugar.

Viene doblando la esquina. Me levanto de la banqueta, aliviada. Trae puestos unos lentes oscuros y la camisa desabrochada, carga una bolsa de plástico. Yo sé que no ha dormido bien, pero igual sigue viéndose apuesto. Tiene un encanto natural, desde su forma de caminar hasta su modo de hablar, no sé. Se acerca. Le digo Hola, mientras el mueve la cabeza y saca las llaves de la bolsa de su pantalón. Tengo que hablar contigo, le digo, Ahora no puedo, después, Pero es importante, Después, Renata, tengo cosas que hacer. Abre la puerta y se mete, yo no lo dejo cerrar. Quiero que te cases conmigo. Se queda petrificado, con la boca abierta. Yo sólo estoy esperando que se me lance y me atrape entre sus musculosos brazos.

Qué dices, Que quiero que nos casemos, tú y yo. Debes estar loca, No, hablo en serio, lo he estado planeando, mira, tengo unos ahorros y tú no tienes que... Azota la puerta en mi nariz. Debe estar aturdido por mi proposición, lo comprendo. Lo dejaré que lo piense, unos días, quizá, hasta que asimile lo que eso significaría para él. No más tener que estar soportando a esa miserable que sólo quiere abusar. Alzo la cara para mirar hacia su ventana, y veo que la mujer esa asoma la cabeza y me ve. Me hierve la sangre, pero está bien, que le diga, para que se vaya haciendo a la idea.

Cuando abro la puerta ella viene bajando las escaleras. Se para frente a mí, alterada. Detrás viene Emanuel. Óyeme, Renata o como te llames, Me llamo Renata, y tú, Qué te importa, pendeja, óyeme nomás, deja en paz a Emanuel, ya estamos cansados de que lo acoses, ya no te aguanta, de tan sólo verte se le revuelve el estómago así que será mejor que te alejes de él y lo dejes tranquilo. Increíble. ¿Quién se cree...? Detrás viene Emanuel. Le dice, Ya, tranquila Rocío, no vale la pena. La empujo y me acerco a él. Lo miro, cuestionándolo con la mirada. Quiero que me diga que todo eso no es verdad, que él jamás lo habría dicho, que se disculpe y que corra de su casa a esa mujer horrible y mentirosa. Pero no lo hace. Más bien parece fastidiado, como si quisiera estar en cualquier otro lugar menos aquí. Se da la vuelta y empieza a subir las escaleras.

La mujer sonríe, divertida de la escena. Yo no entiendo. No sé qué ha pasado. Unas lágrimas se me escapan casi sin que las perciba. Murmuro, Por qué, por qué, mientras me dirijo a las otras escaleras. Rocío se me acerca, todavía sonriente, contenta por su soberbio triunfo, y me dice, Si no te quiere es por gorda, babosa. Y se va, detrás de aquel que, por última vez, me ha roto el corazón. Pero está es la última. Lo juro. Lo juro.

[FIN]

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[Primera parte]

[Segunda parte]

4/2/08

Si no te quiere (2 de 3)



2. Pollo del amor

Siempre me pasa lo mismo. Al principio todo es valentía y arrojo, y cuando llega la hora de la verdad, resulta que soy como una chiquilla miedosa. Me veo bien. No, qué importa cómo me veo, no me importa. Soy una buena persona. Aunque no quiera, todavía duele lo de Gerardo. Cómo lo quise. Lo único que quería era lo mejor para él, que estuviera tranquilo y que no se preocupara por nada. Lo invitaba a cenar, le compraba ropa y zapatos, hasta pensé en comprarle el coche que me vendía el Poncho, pero no me alcanzó el dinero. Nunca quiso venirse a vivir conmigo. Decía que no podía dejar sola a su mamá, pero cuando yo iba a su casa a buscarlo, jamás estaba, andaba con sus amigotes, yo traté de alejarlo de ellos y se puso como loco. No puedo olvidar lo que me dijo ese día.

En fin, lo pasado pasado. Hace mucho tiempo de eso y ya no me quiero acordar. Ahora es una nueva oportunidad. Emanuel se ve que es un muchacho decente y educado. Se tomó casi toda la limonada y me invitó unos pastelitos que le había dado su tía. Lo invité hoy a cenar y aceptó, parecía contento. Quise preguntarle qué le gustaba más, si quería vino o coñac, qué se le antojaba de postre, pero el muy tímido me dijo que cualquier cosa que yo hiciera estaría bien. Me esmeré. Llevo casi cinco horas cocinando y la verdad es que jamás había cocinado una cosa tan deliciosa: el pollo del amor, con vino blanco y pétalos de rosas, almendras y miel, huele riquísimo. Me he puesto mi vestido verde, las zapatillas doradas y me hice un arreglito en el cabello que me llevó un buen rato.

Su ventana está oscura. Son las siete quince, y no ha llegado aún. Bueno, está bien. En cuanto llegue le haré señas para que se venga directo acá, para qué va a su casa, no hay necesidad de ponerse elegante, seguro va a querer bañarse y perfumarse, para qué, si así me gusta, sudoroso, oliendo a trabajo. Aunque creo que es muy vanidoso. En cuanto llegué con la limonada, se puso una camisa nueva y dejó la sudada en un rincón de la recámara. Pero conmigo no tiene que guardar las apariencias. Después de todo, va a estar conmigo toda la vida, lo voy a conocer con ropa o sin ella, limpio o mugroso, perfumado o apestoso: igual voy a quererlo y a cuidarlo.

[...]

Son las ocho y treinta y no ha llegado, su ventana sigue oscura. Estoy preocupada. Me dijo que iba a cambiar su número de celular y que por eso no me lo daba, debí insistirle más, ahora no sé dónde anda, con quién, si le habrá pasado algo, si está en la cárcel o en el hospital... Ay no, ojalá que no. Que esté atorado en el tráfico, que haya tenido un problema en su trabajo, que se haya metido en medio de una marcha nocturna o haya tomado mal la salida... Lo que sea, pero que esté bien. Lo que no sé es por qué no me llama para decirme que ya viene. Yo sí le di mi número.

[...]

Creo estar soñando, pero no: alguien abrió la puerta del edificio, al parecer de una patada. No pienso en nada, sólo en que puede ser él, y me asomo a la ventana. En algún momento de la noche, me cansé de tanto estar angustiada y me quedé dormida. No puedo ver más que una silueta azul que se mueve por el pasillo del patio, sosteniéndose con la pared, mientras anda como si el cuerpo le pesara mil kilos. Empieza a subir las escaleras a tropezones. Le grito. Emanuel, eres tú, Emanuel, estás bien, Emanuel, ¡Emanuel...!

-Ya cállate... pinche gorda... Ja ja ja... pinche gorda...

Sigue subiendo hasta llegar al segundo piso, y se va al fondo del rellano. Se talla la cara, saca una llave y con mucha dificultad, abre la puerta. La luz dura prendida dos minutos, luego se apaga. Bueno, al menos llegó bien. Al menos no le pasó nada. Se perdió de un pollo exquisito.

[Continúa]

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[Primera parte]

[Tercera parte]

1/2/08

Si no te quiere (1 de 3)



1. Persianas

Tener persianas en las ventanas resulta conveniente sobre todo cuando llega un nuevo vecino. Viviendo en el último piso, con la ventana hacia el edificio de enfrente, puedo observar las escaleras, y vigilar quién sube y quién baja. Hoy sube y baja un muchacho de unos 25 años, que lleva días sin afeitarse. Ojos claros, piel morena, cara afilada, pelo corto, brillante. El sudor le sienta bien. Desde su coche estacionado en la puerta del edificio, acarrea cajas con sus cosas sin detenerse a descansar. Ya ha subido una televisión de las viejas, de perillas, una radio negra, muy moderna, con luces de colores, y un horno de microondas. Iba subiendo un mueble, de esos que se arman casi solos, cuando se detuvo en el rellano de las escaleras, se desabotonó la camisa y la dejó en el barandal. Nada más de verlo sentí un calor por todo el cuerpo que me dobló las rodillas. He tenido una idea para acercármele. Es que un soltero como ese, y joven además, no se ve todos los días.

Hice limonada. Estoy esperando a que pare su ir y venir para salir bamboleando las caderas, con una sonrisa coqueta, mis pestañas enchinadas y mi lápiz labial rosa que tan bien me queda. Con el vestido suelto ni se me nota lo gorda. Quizá le lleve un poquito de nieve, y unos dulces. No, mejor sólo agua. Digo, apenas lo voy a conocer. El agua no se le niega a nadie, por educación, pero yo qué sé, quizá es diabético el pobre. Yo voy a cuidarlo. Nada más que se enamore de mí, y va a ver, se va a preguntar cómo es que pudo vivir tanto tiempo solo. Lo voy a tratar mejor que su madre. Lo voy a mimar todos los días. Voy a trabajar horas extras, y voy a adelgazar, ahora sí. De cualquier manera, no se va a enamorar por mi apariencia. Se ve un muchacho sensible, inteligente, muy noble, sé que él sí sabrá apreciar lo que tengo para ofrecer, sé que podrá valorarlo.

En las amistades ya no se puede confiar. Por eso es siempre bueno tener a alguien, una pareja, contigo, que te apoye, que te cuide, que te diga lo que te conviene y lo que no. Y ese muchacho, tan simpático, tan puro, cualquiera podría abusar de él, pobre, tiene cara de inocente. Pero ya verá, conmigo a su lado no le va a pasar nada, no tendrá qué temer. Esa es la última caja. Regresó a estacionar bien su coche, y ahora sube las escaleras sin nada en las manos. Se detiene otra vez en el rellano y se empieza a abotonar la camisa. Esa es la señal. Le voy a tocar la puerta, veré de cerca sus ojos claros y su sudor, todavía fresco, y le diré: Hola, yo vivo enfrente, me llamo Renata, te traje limonada. Con eso cae. Con eso.

[Continúa]

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[Segunda parte]

[Tercera parte]