29/6/07

La oscuridad de repente



Ha sido difícil, pero están a punto de lograrlo. Sólo necesitan caminar unas cuadras más, y llegarán. Los tres han ido temerosos todo el camino, asidos con todas sus fuerzas a las manos de los otros, desatar la diminuta cadena humana que los guía y les da seguridad sería su perdición. La de René y Tere, porque se sentirían defraudados de sí mismos. La de Hugo, porque se perdería para siempre y no tendría salvación. Estuvieron preparándolo durante un par de meses para este momento. En un inicio el niño se negaba a aceptar que tenía que aventurarse al mundo por sí solo, sin nadie que lo guiara. Si apenas empezaba a medir los espacios de la casa, a intuir dónde estaban las puertas, las ventanas, cuántos pasos había que dar para llegar a la cocina, y lo más peligroso, la altura, longitud y cantidad de los escalones. Todavía, al abrir los ojos y no ver nada más que negrura, le daba un pavor terrible levantarse de la seguridad inóspita de su lecho. Pero René y Tere le habían dado confianza en sí mismo, en que el mundo no era tan difícil de andar, aunque no hubiese luz que guiara sus ojos, había otros métodos, otras maneras, el oído la más importante, y el bastón, una secundaria. Ellos habían sido su luz todo el camino. Hugo estaba convencido de que soltar la mano de Tere sería su perdición. En el centro de la ciudad, el sol brillaba, obligándolo a usar esas gafas oscuras enormes que le cubrían casi todo el rostro, y la gente iba de un lado para otro, apurados. Ellos tres eran los únicos que se tomaban su tiempo. Al fin y al cabo, tenían de sobra, según René. A él no le hubiera gustado que Hugo saliera de la casa tan pronto, pero con las precarias situaciones económicas de la asociación, no le quedaba otro remedio. Si querían recibir un nuevo aporte para un nuevo miembro, éste tenía que presentarse a las oficinas del gobierno y dejar en un papel sus huellas dactilares, tomarse unas fotografías, entrevistarse con fulanito, hacerse un examen médico, y un sinfín de trámites más, que les llevaría sin duda todo el día, entre el ir y venir de las oficinas, no había salida, así es la burocracia mexicana. Tere fue quien encontró a Hugo, un día, no hace mucho. Se había perdido en un callejoncito, muy cerca de las instalaciones de la asociación, y lloraba como un bebé, gritando para que alguien por favor lo encontrara. A estas alturas, Tere creía que no se había perdido, sino que lo habían dejado ahí. Por lo que le contaba Hugo durante sus arranques de confianza plena, su madre -con quien vivía- podía ver, y veía la miseria de su casa, de sus siete hijos, del padre mujeriego y vividor, podía ver el infierno en el que vivía, por eso de vez en cuando pensaba que lo había abandonado no por desinterés, sino por compasión, a las puertas de la asociación, para que ella lo encontrara y lo salvara. Era mejor pensar eso de la madre de un niño tan noble, que imaginarla como una bruja cruel y despiadada. No iban a soltarse. Al llegar a una esquina, René anunció, Faltan dos cuadras, y Hugo dibujó una sonrisa de ansiedad en el rostro. El espacio abierto le atemorizaba más que nada. En los ocho años que había pasado en su casa, sin ver, jamás había salido a la calle. Y ahora, helo aquí, aventurándose a la inmensidad de la metrópoli. Escucha un murmullo que se acerca. No es en realidad un murmullo, sino un rumor que lo pone nervioso, porque parece un rumor de las masas. Un altavoz. Pasos, aplausos, tambores, matracas. A lo lejos, distingue una frase, "El pueblo, unido...", y las manos le empiezan a sudar. Se dirigen a ellos. René se da cuenta, avanzan con rapidez, tiene que actuar pronto. Verse envuelto en una manifestación masiva es lo último que quiere. Pero los manifestantes se acercan antes de que se le ocurra nada. Comienzan a sentir el rose de los cuerpos, los gritos en los oídos, los estruendos de las bandas carnavalescas que los acompañan. Se ven rodeados, y están a contracorriente. La gente los empuja sin querer, les dice Perdón, pero no se detienen, luego hay otros que los vuelven a empujar y no hay remedio. Se quedan inmóviles, apretándose unos contra otros, nadie parece verlos, por el simple hecho de que ellos no ven a nadie. La densidad de las personas se agudiza, se vuelve más difícil permanecer juntos, Hugo está temblando, una lágrima rueda por su mejilla, está espantado, paralizado, bañado en sudor, y por eso, por las manos resbalosas, por unos adolescentes encendidos, alguien empuja con violencia y los tres van a dar al suelo, Hugo cae de rodillas, ignora cómo o dónde cayeron sus tutores, sólo sabe que al no sentir la mano de Tere, la oscuridad total, la irremediable, la que significa su segunda muerte, ha caído sobre él de repente. La mano que sostenía era su única salvación, su luz en el mundo, su esperanza de vivir. Ahora no le queda nada, sólo el suelo de piedra, caliente y sucio, y el infinito de los pasos que lo rodean, que lo aplastan. Alguien lo toma del brazo y lo levanta de un jalón. Hugo alcanza a pescar la mano que lo levantó y le pregunta, Tere, pero un hombre contesta, le dice, No, allá está, y se aleja, no puede perderse el mitin, Hugo da tres pasos hacia la nada, choca con alguien, repite, Tere, pero nadie contesta. No le queda más remedio, tampoco es que pueda soportar otro instante, así que suelta sus pulmones, sus lágrimas, su voz, y llora gritando, desamparado, pero su grito lo ahogan para siempre las consignas, los tambores, los aplausos, "...Jamás será vencido".
Siente una mano en el hombro cuando cree que ya todo está perdido, que nada tiene solución. Es una mano delicada, casi del tamaño de la suya, es una mano salvadora, una mano luminosa. Guarda silencio dos segundos, con algo de temor, pregunta por tercera vez, Tere, y una voz le contesta con otra pregunta, Hugo, y entonces no sólo es mano y hombro los que se tocan, sino todo el cuerpo, en un abrazo fuerte, apretadísimo, blindado de todo empujón, de toda consigna, de toda manifestación política o social, no saben, no les interesa, lo importante es que se encontraron, que se toman de la mano otra vez, que la luz guía ha regresado, y con ella, la esperanza, el futuro, la vida misma. Los manifestantes se dispersan, sus gritos se escuchan allá, lejos, la calma, el silencio, la seguridad, vuelve al mundo. Hugo deja de llorar, se tranquiliza al fin, René los encuentra con menor dificultad ahora que la masa se diluye, y los invita a apurarse. Ya sólo falta una cuadra, les dice. Y caminan, esperando no volver a soltarse otra vez.

(FIN)

25/6/07

Unos cuantos piquetitos



(Inspirado en la obra de Frida Kahlo)


El baño se comparte en la vecindad donde viven. En ocasiones es asqueroso, ya que deben turnarse para lavarlo, y aunque las mujeres lo hacen bien, los hombres que viven solos nomás no dan una, lo dejan peor que como estaba, pero qué puede hacer ella, no se va a poner a lavar el baño cada vez que quiera usarlo. Y en este momento, cómo le gustaría, la vejiga, ya inflamada, se le ha puesto insoportable. Se pasea por el cuarto, de un lado a otro, sacudiendo lo sacudido y vuelto a sacudir, le da vueltas a la comida, a esta hora la mantiene caliente, a fuego lento, porque Miguel puede llegar en cualquier momento y no le gusta esperar para comer. Se sienta, se levanta, no hay ninguna posición que la haga aguantarse mejor las ganas, Mierda, piensa, de no ser por esta maldita cadena.
Antes sólo la encerraba con llave. Pero una de sus vecinas, la muy cabrona, había mandado llamar un cerrajero y le había hecho una copia para poder sacar a Ruth. Se la llevaba con ella, al mercado, al centro, la mujer quería que la pobre Ruth se distrajera un poco, al principio ella no quería, le daba miedo salir, que Miguel llegara y no la encontrara, a lo único que salía era al baño, por la ventana, su cuerpo delgadito cabía muy bien por el hueco, Miguel ni se lo imaginaba, pero ella salía corriendo, y corriendo regresaba, dejándolo todo como estaba. Pero cuando comenzó Ruth a salir con la vecina, Miguel de inmediato sospecho. Quién sabe, la notó más morena, quemada por el sol, olorosa a grasa, nunca supo, pero un día volvieron juntos, Miguel por un lado, Ruth por el otro, le dio una golpiza que casi la mata, estuvo varios días en cama, incapaz de mover un dedo, Mejor, decía Miguel, así no se sale a la calle a andar de loca.
Luego, cuando ya pudo caminar, fue que le compró la cadena larga y se la amarró al cuello. Clavo una estaca bien hondo en el suelo, en el centro del cuarto, y de ahí la sujetaba. Ruth se quejaba mucho al principio, a pesar del miedo que tenía, porque la cadena le quemada el cuello, decía, dejándole unas llagas horribles, insoportables. Pero luego, cuando las primeras cicatrizaron, ya no le dolió. Se acostumbró a pasar el día encadenada, metida en cada, y si una vecina se acercaba y tocaba la puerta, ella se quedaba quieta, hasta se escondía debajo de la mesa, sin hacer ningún ruido, hasta que la vecina se hubiese cansado y largado a atender sus propios asuntos. Nadie se atrevía a decirle nada a Miguel, porque sabían que si lo hacían, la que salía perdiendo era Ruth.
No aguantó más. Tomó un vasito de la mesa, y orinó ahí. Cuando se levantó, por torpe, golpeó con el codo la estufa y derramó el caldo que había hecho para acompañar el guisado. El aceite avivó las llamas y todo se hizo un tremendo desmadre. Dejó el vaso en la mesa y trató de secar, limpiar y enfriar las cosas, todo al mismo tiempo. Justo en ese momento llegó Miguel, añadiendo su típico escándalo al de la estufa incendiándose y las cazuelas rodando al suelo. Qué chingados pasa, mujer, le gritó, mientras cerraba la puerta. Ruth no contestó. Juntó las cazuelas del suelo, salvando una ración de caldo, y secó la estufa para que las llamas se controlaran. Nada, nada, le dijo, al fin, y al darse la vuelta para besarlo, vio con horror que se había sentado en la mesa, de espaldas a ella, como siempre, y se llevaba el vaso que ella misma acababa de dejar a la boca, bebiendo un largo sorbo. Debía venir muy borracho, porque casi se lo había terminado cuando lo escupió, a punto de vomitar, tosiendo, con la lengua de fuera, y gritándole, Qué es esa mierda, qué es. Ruth, espantada, se quedó inmóvil.
Cuando Miguel se hubo recuperado, con el sabor amargo del orín todavía en la garganta, se levantó enfrentando a su mujer y se desquitó. Pinche vieja, querías envenenarme, verdá, cabrona, hija de la chingada, pero ahorita vas a ver, si me muero yo, primero te mueres tú, pendeja. Ruth se cubrió la cara con los brazos, lista ya para otra golpiza, pero esta vez fue más allá. Le enredó la cadena en el cuello, apretándola, hasta casi asfixiarla. Entonces la empujó el suelo, y la arrastró por todo el cuarto a patadas. Le quebró una silla en la cabeza, le dio con un sartén en la cara, otra vez patadas y la arrastró de los cabellos hasta la pared, donde la estrelló y Ruth, a punto de quedar inconsciente, se desplomó en el colchón, que le había quedado a un lado. Miguel, excitado por la violencia y desesperado porque su mujer no decía nada, sino que se quejaba y gemía del dolor, pero sin implorarle que se detuviera, que Ya no por favor como era su costumbre, sacó su navaja de la bota y se la clavó en la espalda.
Sintió tan bien, que lo hizo de nuevo. Y una vez más, y otra y otra, hasta completar 26 puñaladas, una tras otra, sin darle un repiro a la pobre mujer, distribuidas a lo largo del cuerpo de Ruth, que se desangraba manchando las sábanas y las almohadas de la cama, y la pobre, todavía, no quedaba inconsciente. Hasta entonces fue que, con una voz débil y moribunda, le dijo, Ya, ya, por favor, ya. Miguel, limpiando su navaja, contestó, Qué, a poco te duele, pero si sólo fueron unos cuantos piquetitos.


(FIN)

Nota: Por estos días se exhibe en el D.F. la exposición homenaje a Frida Kahlo, conmemorando los cien años de su nacimiento, en el Museo del Palacio de Bellas Artes. Recomiendo bastante que se den una vuelta, está increíble. Para más información, clic aquí.

22/6/07

Javier y la pornografía



El timbre suena y los chiquillos salen de la clase sin esperar a que el profesor termine de hablar, motivados por la pandilla de Roberto, el más viejo, el más burro, el más cobarde de todos. Javier sale detrás, apuntando la tarea en su agenda, trata de escuchar hasta la última palabra del profesor, pero sus compañeros ya van bajando las escaleras, qué importa, preguntará en la siguiente clase, sólo espera que alguien al menos haya anotado. Tienen quince minutos de receso, y el punto de reunión es, como siempre, las bancas al lado de las canchas de basquetbol.
Llega Javier cuando ya la pandilla de Roberto -el único que no tiene sobrenombre- se reúne en torno a él tratando de ver algo. Siempre trae cosas para enseñar a los incautos e inmaduros infantes, como él les llama. Una vez trajo una navaja con sangre, que según él había utilizado la noche anterior; otro día trajo un churro de mota a medio terminar, amarillento y deshaciéndose, que según él se terminó un rato después, pero nadie lo vio fumándolo. Hoy, hoy traía una hoja de papel. Javier, aprovechando que era más alto que la mayoría de los ahí reunidos, asomó la cabeza y vio: una foto enorme, en toda la hoja, de una mujer morena, de cabello negro y ojos verdes, sentada, con las piernas abiertas, toda ella desnuda, mostrando unos pechos redondos y brillantes, y abriendo con una mano su rasurada vagina.
-¿De dónde la sacaste? Está rebuena. -Del internet, pendejo, de dónde más.
A lo largo del día se fueron turnando la imagen para irse a masturbar al baño, por supuesto, Roberto fue el primero. Javier no quiso, le daba vergüenza, pero no podía, no conseguía quitarse de la cabeza aquella imagen, vulgar y de mal gusto, para su propio juicio, y sin embargo, necesitaba ver más.
Nunca se le había ocurrido. Introdujo en el buscador la frase "Mujer desnuda", y las imágenes se desplegaron frente a él. Ya toda su familia estaba dormida, y él, fingiendo que hacía una tarea, había encendido la computadora, cerrando la puerta de su recámara con seguro, y ahora navegaba de un sitio a otro, en busca de mujeres cada vez más exhuberantes, le gustaban las que traían los tacones puestos, o las uñas postizas larguísimas. Y entonces, descubrió una foto increíble. Una mujer rubia, de rasgos infantiles y mirada tierna, claro, con excesivo maquillaje, tacones y uñas postizas, muy pequeña ella, era penetrada por un hombre negro enorme, muscular, rapado, con la cara encendida de furia, y un pene imposible por su tamaño. Javier no podía creerlo, había fotografías del acto sexual... De inmediato cambió el tema de su buscador a "Hombre y mujer en el acto sexual", él siempre tan metódico, y aparecieron páginas con palabras que él ni sospechaba, pero descubrió en ese momento una palabra que le aceleró la búsqueda: pornografía. Cuando dieron las seis de la mañana, apagó por fin el aparato, ni siquiera había tenido tiempo de masturbarse, se desvistió y se acostó en la cama, quitándole el seguro a la puerta. Cinco minutos después su madre irrumpe, medio dormida todavía, y lo llama, Javi, mijo, levántate, ya es hora. Javier, tratando de poner cara de recién despierto, se levanta otra vez de la cama y se dirige a bañarse. Aprovechará para hacer lo que no le había dado tiempo esa noche, y descubre que los orgasmos se sienten mucho mejor después de ver tanta y tanta pornografía.
No pone atención en la clase. La tarea del día anterior la había olvidado por completo. Su mente viajaba otra vez por las imágenes que había estado viendo durante siete cortísimas horas, impaciente por la llegada de la noche, para deleitarse de nuevo con aquellas maravillas de cuerpos enredados, desnudos, sudorosos, penetrando y siendo penetrados, en todas las posiciones posibles, de todos los tamaños, colores y formas, había visto gente asiática, mujeres embarazadas, hombres viejos y gordos, haciéndolo en una cama, en la playa, en un bosque, en la calle, en un cuarto de espejos, sobre la mesa, encima de un árbol... Había visto también a dos mujeres con un caballo, a una con un perro pastor alemán encima, incluso una metiéndose una ánguila por la vagina. El espectáculo de lo grotesco, de lo irreal, le fascinaba. De la misma manera, había descubierto a dos o más hombres juntos, penetrándose por el ano, uno detrás del otro, formando una verdadera cadena humana de siete u ocho personas, y a otro, clavándose a un dildo rojo enorme, tan grueso como su brazo. No se decidía por qué le había excitado más. Descubrir todas las posibilidades y variaciones del sexo le había nublado los sentidos, lo único que sabía era que quería ver más de todo.
Sale de la escuela, llega a su casa y de inmediato se sienta en la computadora. Atento a que no entre nadie a su cuarto, intenta abrir una ventana diminuta en el buscador, pequeñísima, donde apenas se vea una parte indescifrable de los cuerpos, para que no lo descubran, pero en su lugar, aparece la página en blanco, y una leyenda con sugerencias: "Página web no disponible sin conexión". Esto nunca había pasado, no sabe qué hacer, cómo reaccionar. Utiliza sus amplios conocimientos de computación para intentar conectarse de nuevo, pero es imposible. Su madre lo llama a comer. Javier no quiere parecer sospechoso, así que se lava las manos, camina tranquilo, se sienta sonriendo, juega con su hermano mientras la madre sirve los platos, y a mitad de la comida, como no queriendo, le pregunta, Oye amá, por qué no sirve el internet. La madre mastica el bocado, lo traga, toma aire y le contesta, Porque ya no tengo dinero para pagarlo. Lo cancelé. A ver si el mes que viene lo vuelvo a contratar.
Tiene que reprimir una punzada en el estómago, no dice nada, no puede ni protestar. Sigue comiendo, mientras piensa que no es posible que la pornografía sólo habite en el internet... Así que se decide a buscarla allá, en el mundo, sin saber el lugar preciso, pero sabe que con algo de esfuerzo y motivación -y de esa tiene mucha-, la encontrará.

(FIN)

18/6/07

Nada personal



Su enorme tamaño, sus ojos penetrantes, sus entradas pronunciadas y sus pantalones ajustados de inmediato llaman la atención de Carlos. No consigue evitar no mirarlo, y no lo mira como lo miraría cualquiera, con un aire de curiosidad, de timidez, no, hace evidente su mirada de deseo, de lujuria, de pasión. La librería está vacía. Qué hace aquel ser descomunal, perfumado, vestido con un suéter negro abierto en el pecho velludo y un pantalón vaquero azul marino apretándole los testículos, los cuales, a juzgar por el bulto, han de ser gigantescos. No, no lo va a dejar pasar, pocos como este vienen a la librería, y ahora que hay oportunidad, hay que aprovecharla. Su jefe ha salido a comer, que vuelve en media hora, y los clientes, esos han estado ausentes todo el día. La mejor parte, la señal de arranque, es la mirada coqueta que le echa el tipo, arqueándole las cejas, dibujando una sonrisita dulce que desentona con su rudo físico.
Carlos sale de detrás del mostrador, con unos libros en la mano, y se dirije a un estante cercano al sujeto grande para acomodarlos, sin importarle que no vayan ahí, luego los pondrá en su lugar. Se tarda un poco, siguen con el jueguito de las miradas, se agacha y se pone de pie, el sujeto se acerca, como si nada, le pasa por detrás y Carlos siente en sus nalgas el roce de su mano. Se detiene ahí, a unos cuantos pasos, ambos confirman lo que quieren, lo que buscan, así que Carlos camina, volteándolo a ver, hacia el fondo del local, el tipo este, grandísimo, peludo, mucho mayor que él sin ser viejo, lo sigue disimulando, aunque no entran en la tienda, pasa gente por la calle, y la verdad no quiere que nadie lo vea ahí. Llega hasta Carlos, quien abre la puerta del armario de empleados, mirándolo a los ojos, mordiéndose un labio, y el fulano se acerca más, Carlos le abre paso, huele su perfume, y cierra la puerta detrás.
La oscuridad los envuelve. No logran ver nada, pero sustituyen los ojos con las manos. El tipo se desabrocha el suéter, Carlos le ayuda a desabotonarse el pantalón, ya puede sentir la erección, saca su miembro, retorcido hacia la derecha, y lo acaricia, mientras el otro sujeto lo abraza, le baja el pantalón, acaricia sus nalgas. Carlos desciende, se pone de rodillas y comienza a mamar, el otro gime, a Carlos le gusta aquello, está muy bien proporcionado, trata de metérsela toda en la garganta, el tipo le empuja la cabeza, sin decir una palabra, luego lo detiene, no quiere eyacular tan rápido, lo hace ponerse en pie y lo guía hacia sus pezones, los cuales son besados, lamidos y mordidos por la lengua experta de Carlos. La respiración del fulano se acelera en medio de aquella oscuridad. Saca algo de la bolsa de su suéter, tira la envoltura y se lo pone él mismo. Pone a Carlos de espaldas a él, escupe en su mano y embarra el ano del muchacho con la saliva. Lo penetra sin previo aviso, introduciéndose de prisa y con fuerza. A Carlos le duele un poco, pero está tan excitado que ni dice nada. El fulano lo empuja con la cadera, mientras que con las manos lo toma de los hombros y lo jala hacia él, haciendo la penetración violenta y deliciosa. Intenta estimular el pene de Carlos, quien ni siquiera tiene una erección bien hecha, y al darse cuenta de esto, lo suelta. En menos de tres minutos el sujeto termina conteniendo sus gemidos, apenas se escuchan, Carlos está ya erecto, pero eso al sujeto no le importa.
Retira su pene, quita el condón y lo deja por ahí tirado, saca un pedazo de papel higiénico de su bolsa y se limpia las manos. Se abrocha el suéter y los pantalones, suspira, y abre la puerta, saliendo y volviéndola a cerrar detrás de sí, dejando a Carlos todavía medio desnudo, solo en la oscuridad, con la respiración agitada y el culo húmedo. Ni siquiera le ha dicho su nombre. De hecho, no cruzaron una sola palabra. Se da cuenta que ha sido utilizado, que aquel sujeto jamás volverá a la librería, que no le importaba él, sino encontrar sexo rápido, con un chamaco y gratis. Sonríe, y piensa en lo excitante que es el sexo así, casual e impersonal. Toma unas servilletas, se limpia, envuelve el condón juntándolo del suelo y lo echa al bote de basura. Luego sale del cuarto y ve que la librería está vacía. En efecto, el sujeto se ha ido. Vuelve a sonreír, Qué bien, piensa, fui usado.

(FIN)

Ha sido un año



No me puedo quejar. Ha sido un año duro y generoso al mismo tiempo. Ha sido un año de aventuras, de enfrentar temores mucho tiempo evadidos, algunos superados y otros vueltos a evadir. Han habido angustias, limitaciones, emergencias, en las que, de no ser por nuestros incondicionales salvadores (T., R., y nuestras familias), nos hubiésemos quebrado al inicio de la jornada. Gracias a ellos pudimos continuar luchando, haciendo un esfuerzo más cada día para mantenernos a flote.
Nuestro primer hogar fue la casa de la colonia Del Valle, dos días en cuarto propio, el resto, ocultos detrás de un sofá en la sala, debajo de la ventana, protegidos por la oscuridad. Fue divertido, mientras conocía otra ciudad, iba conociendo un nuevo tipo de amor, que al principio, incluso a estas alturas, me fue difícil aceptar, y veía como algo pasajero, algo difuso, volátil. Casi no nos conocíamos, además, el miedo a enfrentarme a la realidad suspendida en nuestro puerto natal me hacía frenarme. Lo primero que conocí fue Coyoacán, donde, mientras caminábamos por la placita, un vago se nos acercó y nos intentó vender un churro por cualquier moneda que trajéramos. Por obvias razones, me negué.
Conocí Teotihuacán, Xochimilco, el paseo de la Reforma, la Zona Rosa, y el Sistema de Transporte Colectivo Metropolitano, que en aquellos días me pareció maravilloso. La Ciudad nos recibió con lluvias frecuentes y climas variados. Por las mañanas, cuando salíamos, el sol brillaba en todo su esplendor y por las tardes al regresar, nubarrones grises dejaban caer lluvias torrenciales sobre nosotros. Comprobé que los conductores de micros, la mayoría, sí manejaban como el diablo. Y así, mientras yo iba descubriendo un lugar fascinante por sus contrastes y sus exotismos, se iba fraguando dentro mío un deseo de que aquellas vacaciones, de que la pequeña aventura de antes del inicio de clases, no se terminara jamás, no tanto por la aventura en sí, más bien, por la compañía.
Lloré la noche anterior. Y esa es otra: ha sido un año de lágrimas, donde por fin la tubería por algún motivo se destapó y ahora soy libre para sentirme triste y llorar, si quiero, y si no quiero también, porque las abundantes lágrimas se han vuelto irreprimibles y yo me he vuelto un chillón. Le dije, de repente, y juro que no había planeado nada antes, Hay que quedarnos. Me miró con incredulidad, mientras sostenía mi cara húmeda con sus manos, y como no hubo respuesta de su parte, repetí, Hay que quedarnos. Imposible. No teníamos papeles, ni más dinero, ni dónde quedarnos, ni nada. Y volvimos, con el firme propósito de regresar a la capital en el menor tiempo posible.
Ya de vuelta en nuestro puerto, el amor explotó. De hecho aquella última noche en la casa de la Del Valle, me sostuve a su cuerpo con tal firmeza, que parecía que si me soltaba, me moriría. Fue difícil acostumbrarse otra vez a dormir en una cama para uno, tanto que mejor no nos esforzamos, y me iba a su casa, de clandestino, a recostarnos debajo del guayabo, o en su camita ruidosa y caliente, protegidos del calor con un raquítico ventilador. Fueron días buenos, los recuerdo con mucha nostalgia. Nos pasábamos el tiempo planeando, juntando dinero, reuniendo fondos que hubiera de otros lados, no nada más para los pasajes, sino para todo lo que necesitaríamos acá. En ocasiones me daba la impresión de que sería una labor imposible, pero la seguridad que me brindaba su amor me hacían permanecer firme, no retroceder ni un paso.
Las ideas revolucionarias, otro de los motivos por los que viajamos al Distrito Federal -para participar en la marcha multitudinaria de la Otra Campaña-, se han ido evaporando en el aire, no por la falta de convicción, pues estamos en sabotaje permanente al capitalismo -sin cocacola, sin macdonalds o burguer king, y sobre todo, sin televisa, ni televisión-, y siempre que nuestros recursos lo permiten, compramos el Machete, y nos informamos del desarrollo de la revolución. Pero, ay, si nos quedara algo de tiempo libre, si el dinero no fuera tan obligatorio, y si el trabajo diera más... Aunque confío que, llegado el momento, regresaremos al activismo social, eso ni dudarlo.
Ha sido un año de éxitos y fracasos, de gente nueva y de nuevos lugares, de pasar hambres y darnos pequeños lujos una que otra vez. Pero sobre todo, de forjar muchos planes, los cuales, después de este año, ya no los veo tan irrealizables. Y el siguiente año, ese pinta mejor: con escuela, más actividad, madrugar todos los días, más cansancio, más estrés, más aprendizaje, y con un poco de suerte, una o dos deudas menos, si nos aplicamos. Lo bueno es que no perdemos el rumbo. Y que el amor no se detiene, sigue, se mantiene, y no sólo eso, sino que crece, se expande, se afirma junto con nosotros.
A todos los que hicieron posible este año maravilloso, con sus ayudas directas o apoyos simbólicos, morales o monetarios, de todo corazón: Gracias. Y vamos por el siguiente.

(Dedicado a F.B.C., por el tiempo y el amor compartidos)