Todos los días se levantaba antes del amanecer, se vestía de luto con un chal negro, se amarraba las trenzas, veía que cada vez había más canas en su cabeza y más arrugas surcándole el rostro, y sus ojos más secos, y toda ella iba transformándose poco a poco en un cadáver ambulante que se negaba a entrar en la tumba. No por testarudez, Camelia es, de hecho, muy testaruda, pero ha pasado tanto tiempo burlando a la muerte, retándola, bromeando con ella, que no le asusta, al contrario, la respeta y sabe que su hora llegará en el momento adecuado, no ahora, no sin su hijo.
Silvio le decía que ya dejara eso, que no había logrado nada en todos esos años y que jamás lo lograría, que el gobierno era ciego y sordo y aquí todo está bien, que si en el tiempo de los reporteros y las televisoras no había pasado nada, mucho menos ahora, que ya todos se han cansado de su historia, con tantas guerras y tantas guerrillas, a quién le interesan los lamentos de una madre. Tú no entiendes, le decía Camelia, esta es mi guerra, y tomaba su cartulina, que en su tiempo había sido blanca pero ahora tenía un tono amarillento como el de los papiros, y las letras borrosas ya de tanto sol y de tanta lluvia, de tanto polvo, de tantos años, de tanto olvido, de tanta indiferencia. Silvio en ocasiones la detenía en la puerta, y volvía a decirle, Ya deja eso, vieja, mírate, estás perdiendo, pero ella no escuchaba, y extrañaba los viejos tiempos en que su esposo iba con ella y los dos juntos se plantaban frente al palacio de gobierno, todo el día, con cartulinas y letreros, rodeados de cientos, miles de personas, que exigían la inmediata localización de Rodolfo Navarro, estudiante de ciencias políticas, activista de numerosos grupos sociales, defensor de los derechos humanos y del medio ambiente, desaparecido un día cualquiera bajo circunstancias desconocidas, no había testigos, ni culpables, ni nada, como si se hubiese esfumado en el aire, pero Camelia conocía a su hijo, 24 años juntos le habían enseñado que Rodolfo no era de los que se esfumaban en el aire, al contrario, era de los que enfrentaban, de los que luchaban, de los que alzaban la voz.
Y así, cuando la guerrilla terminó y la “democracia” regresó al país, muchas madres y muchos padres salieron a las calles a exigir que les devolvieran los cuerpos de los hijos para darles un funeral digno. No era secreto que la dictadura los había matado a todos, no podían dejar a nadie con vida, si la desaparición duraba más de una semana era definitiva, jamás volvían. Camelia y Silvio se unieron a la marcha, ciegos de rencor ante lo que les habían hecho, un muchacho tan bueno, tan noble de corazón, que jamás le hizo daño a nadie, sino al revés, con la vida por delante, la única esperanza de sus padres, su único orgullo, su único motor.
Los años pasaron y la noticia de la marcha perdió fuerza. Cada día eran menos los manifestantes, debían ir a ganarse la vida, ocuparse en otras cosas, avanzar, carajo, de qué sirve quedarse estancado en el pasado, decían, pero Camelia no podía avanzar con el fantasma de su hijo rondándola todas las noches, y ella fue todos los días, primero con el apoyo de Silvio, Ve tú vieja, yo tengo que irme a trabajar, y con el de varias decenas de madres que se fueron haciendo menos, y menos, y menos, víctimas de la amnesia perpetua, del olvido de la dignidad, del “ya ni modo”, hasta que sólo quedó Camelia, plantada en el medio de la explanada, sin decir una palabra, con su cartulina extendida, Devuélvanme a mi hijo, por favor. Pero a quién le interesaba su desgracia, a nadie, la gente pasaba a su lado y nadie se detenía a verla, tal vez, ya tan acostumbrados a su presencia, los transeúntes y los funcionarios federales creerían que era un monumento o algo así. Claro, antes Camelia lloraba, gritaba, se lanzaba a los brazos de cada funcionario que salía caminando con su maletín en la mano y sus zapatos lustrosos, Dónde está mi hijo, por favor, dónde lo tienen, pero ellos no decían nada, Señora, por favor, ya estamos viendo su caso, en cuanto tengamos información se la haremos llegar… Pero así decían todos ellos, y la información jamás llegaba.
Por eso aquel día era como cualquier otro. Se tomó su jugo de zanahoria, y se fue. Silvio la miró resignado, ya ni siquiera le decía nada. Camelia tomó el autobús de siempre, saludó al voceador del periódico, a la señora de los nopales, al vigilante de la explanada, Buenos días, sonriente, como si ella fuera de paseo, olvidado, como todos, de que estaba allí por una razón. Pero se inmediato se percató que su lugar, el que ocupaba todos los días, justo frente a la entrada del palacio, entre las dos fuentes, ya estaba ocupado. Una decena de reporteros formados en círculo, fotografiando un bulto en el suelo, otra decena transmitiendo con cámaras a los noticieros y programas informativos, un alboroto por todos lados, ¿qué pasaba?
Camelia avanzó temerosa de lo que pudiera encontrar entre el caos de personas, hasta llegar donde los fotógrafos, y vio, no supo sin con alegría o con terror, una bolsa negra, rasgada, que dejaba ver algunas partes de un cuerpo en descomposición, fétido, con un gran letrero encima: “Para que ya no esté jodiendo: Aquí está su hijo”. Camelia cayó de rodillas al lado del cuerpo, murmurando, Mi hijo, mi hijo, hijo mío, y entonces comprendió que lo que sentía era esperanza, que aún quedaba esperanza en el mundo, y que ahí no paraba su lucha, como pretendía el letrero. Hubiera terminado todo si junto al cuerpo estuvieran, amordazados, los asesinos de su hijo. Pero no. Sólo había un cadáver, y esperanza.
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