
1.
Todavía con la adrenalina fluyendo por su torrente sanguíneo, Demetrio se detiene en un callejón oscuro y se refugia en sus sombras. Ya no se escuchan los gritos de histeria de la señora que lo persiguió hasta cansarse luego de correr dos cuadras: sólo percibe los violentos latidos de su corazón. Hasta esa noche se había mantenida alejado del mundo del crimen. Había trabajado con el carpintero hasta que el negocio quebró, luego se dedicó a vender elotes pero muchas veces el hambre podía más que la perseverancia y pronto eran más las pérdidas que las ganancias; después lavó coches, después se fue al campo… Había vivido mucho más de lo que sus 14 años podían ofrecerle. Y todo para no morir… En ocasiones se preguntaba, ¿de verdad vale la pena?
Abrió el monedero. Estaba atiborrado de papeles doblados con minucioso cuidado y fotografías de niños. Credenciales, cuentas pendientes, calendarios tamaño tarjeta de muchos años pasados, listas de frutas en diminutos papeles, servilletas con recordatorios y recados (“ir con doña Marta por la ropa para planchar”), y veinte centavos. Nada más. Y a Demetrio se le hizo más grande el hueco que dejaba el hambre.
2.
El Príncipe Isidoro Villarrutia precedía la tómbola semanal en el quiosco en penumbras. El suelo salpicado de velitas y la lámpara de aceite del príncipe eran la única iluminación, pues los faroles públicos que el alcalde había mandado poner funcionaron tres días y nunca más prendieron. El Príncipe Isidoro vivía en el taller de calzado, cruzando la calle, con su esposa y sus cinco hijos. Cada semana hacía una rifa pública de todo lo que le sobraba, pues su sueño era juntar dinero suficiente para irse a los Estados Unidos a trabajar en los campos de fresas. Lo de príncipe no lo tenía por rico: era un título que su familia había venido heredando desde tiempos inmemoriales, hasta que la fortuna de la familia se terminó y todo se fue al carajo. Siempre odió ese título, pues le recordaba la ruina de su estirpe, cuando los dueños de las minas las saquearon y se fueron con toda la riqueza, pero era un buen nombre para la zapatería.
Doña Martina se había ganado la lata de frijol. Demetrio se apretujó las tripas cuando escuchó el número ganador… Ya sólo le quedaba una oportunidad. El último premio era un pedazo de torta de requesón, casi entero, y cuando el Príncipe echó a andar la tómbola, Demetrio besó el papel donde tenía escrito su número, y se persignó con él. Sintió la punzada del pecado más fuerte que la del hambre, pues los boletos eran comprados con el patético dinero que minutos antes había robado, pero se consoló pensando que su objetivo era noble, pues gracias a Dios aún podía distinguir entre lo que era noble y lo que no. Miró los infantiles y descuidados trazos del 18 escrito en su papel roído y sucio, y se concentró en la recta del 1 y las curvas infinitas del 8, y dejó que el silencio expectante de la plazuela lo aplastara también a él. Las tantas bocas abiertas ya saboreaban el suculento, apetitoso, y viéndolo bien, no tan pequeño, pedazo de torta…
¡Número… 5!, grita el Príncipe. Y a Demetrio se le hizo más grande el hueco que dejaba el hambre.
3.
Los últimos invitados de doña Cecilia Contreras de Torres se alejaban en su flamante coche de la casa, y la anfitriona suspiraba de satisfacción. La cena había sido un rotundo éxito. Ya podía imaginarse leyendo el periódico de mañana con la reseña, “Un exquisito y fino banquete…”, “Detalles de elegancia sin precedentes…”, “La élite de Potosí y sus alrededores reunida en una misma y magnífica mansión colonial…”
De pronto aterrizó en el alfombrado suelo y se apresuró a la cocina. Todavía quedaba un último detalle que cerraría su venganza particular con broche de oro, en sentido literal. Abrió de par en par las puertas, hizo a un lado a la sirvienta y empezó a meter los trastes sucios en bolsas transparentes de plástico: la vajilla de fina plata, los cubiertos del mismo material, las servilletas importadas de París, vaya, incluso los saleros y pimenteros con cubiertas bañadas en oro. La sirvienta se le quedó viendo, atónita, esperando que terminara su arranque de locura. Doña Cecilia no olvidaba la humillación de parte de doña María de las Mercedes Torralba, un mes atrás, cuando en la cena otorgada, sólo para demostrar su riqueza, tiró la vajilla de porcelana china en la que había servido a los invitados, dejándola en la banqueta frente a su casa. Que arrogancia. Pero doña Cecilia no se quedaría de brazos cruzados.
(…)
Distinguió la silueta de la sirvienta arrastrando una enorme bolsa hasta la esquina, y le entró curiosidad. En bolsas tan grandes siempre se encuentran cosas útiles o comestibles, que para el caso es lo mismo. Iba pensando en que haría lo mismo que el Príncipe, algún día, irse a los Estados Unidos… “Cuando robe suficiente dinero”, pensó, y se puso triste. Pero se reanimó al pensar que en la bolsa tal vez habría comida. En las casas de los ricos tiran comida muy seguido, y en realidad, por eso se había encaminado a este barrio, para hurgar toda la noche en los basureros. Esperó a que la sirvienta entrara de nuevo, pues se había demorado buscando ella misma en la bolsa alguna cosa que se le habrá caído, y Demetrio creyó ver que se metía un par de tenedores en el mandil, y luego entraba presurosa a la casa.
Apretó el paso, ansioso y hambriento, y al llegar a la esquina, desgarró la bolsa. Los platos y los cubiertos se derrumbaron de su frágil equilibrio provocando un escándalo que poco le importó a Demetrio, los ojos le brillaban. No recordaba cuándo había sido la última vez que había probado bocado… Pero su esperanza fue vana. Por más que buscó, sólo encontró platos, cucharas, tenedores… Nada para comer. Debe ser una broma, pensó, y, furioso, dando patadas al aire, se aleja del lugar… Y a Demetrio se le hizo más grande el hueco que dejaba el hambre.
(FIN)
"El hambre viene... el hombre se va... por la frontera...
El hambre viene... el hombre se va... cuándo volverá...
(Por la carretera)"
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