7/4/06

La llegada de los demonios blancos



Ella siempre había sido demasiado sentimental. Amaba a sus hijos, y no podía soportar la idea de perderlos de aquella manera brutal, despiadada. No dudó nunca sobre lo que tenía que hacer, desde que llegaron los mensajeros de los otros pueblos, con las cuentas de vidrio, las historias de los demonios blancos que se acercaban buscando oro y plata. Alguien les había contado una leyenda absurda sobre una ciudad dorada para mandarlos lejos, y los habían mandado justo donde estaban ellos. Pero algo era seguro: los demonios blancos destruirían todo a su paso, y dejarían las tierras desiertas y desoladas, quemarían las casas, se llevarían a las mujeres y a los niños, y los pondrían a trabajar sin descanso, desde el nacimiento del sol hasta su muerte, sin comer, sin dormir, matarían a sus dioses y a sus costumbres, talarían árboles, saquearían templos… Un rastro de desolación dejaban por donde quiera que pasaran, y todas las almas contaminadas por el odio y el rencor, perdían su derecho al descanso eterno. Eso era bien conocido.
Mientras afuera el pueblo entero enloquecía, la mujer vio que su marido no regresaba, pero ya estaba oscuro y los niños tenían sueño. Los acostó en el petate, como nunca lo había hecho, y les besó la frente a manera de despedida. Sus rostros, sucios y cansados, resplandecían reflejando la claridad de la luna llena. Los encomendó al espíritu de la noche y al dios de la muerte, y con la respiración agitada, colocó las manos alrededor del cuello del más grande, y se quedó mirándolo. Su hijo apenas se movió, aún vacilante entre el sueño profundo y la vigilia decadente, y ella apartó las manos, para limpiarse las lágrimas antes de que rodaran por sus mejillas.
Se puso de pie y se asomó a la entrada de la choza. Hombres y mujeres, algunos niños arrastrados por sus padres, se dirigían a los árboles a la entrada del pueblo, con sogas en las manos, mientras gritaban que no quedaba tiempo. A los viejos les había resultado sencillo, pues sólo una poderosa voluntad los aferraba aún a la vida, y al suprimirla, las sombras cálidas y apacibles los envolverían. Otras madres, presurosas, iban haciendo los nudos alrededor del cuello de los niños mientras desfilaban en interminables filas en busca de un árbol vacío de cuerpos y con ramas fuertes, donde se pudiera colgar la familia entera, pues ya se habían visto accidentes a lo largo de la noche, en que las ramas cedían ante tanto peso y se quebraban todas juntas, dejando a las familias adoloridas por el golpe de la caída y frustradas por tener que ir en busca de otro árbol, y a los niños temerosos porque la falta de aire los había asustado y por la corazonada de que aquello sí iba a dolerles. La mujer miró hacia dentro de la choza, y vio los petates en el suelo, y los cuatro niños durmiendo ya sin preocupaciones ni esperanzas. Dio un último suspiro, y ahora dejando que las lágrimas silenciosas fluyeran, hizo lo que tenía que hacer. Había aprendido que la muerte no era sino otro comienzo, pero aún así, le dolía que éste tuviera que llegar tan rápido, y que ninguno de sus hijos pudiese disfrutar de las maravillas de la vida terrenal. Pero ahora que la tierra se había convertido en infierno, no había otro remedio. Si sus almas se contaminaban de violencia y odio, jamás alcanzarían el anhelado descanso eterno. Y lloró mientras iba de un cuello a otro, sin hacer ruido para que el de al lado no se despertara. Sin embargo, lo más doloroso no fue verse obligada a matar a sus hijos, sino comprobar, antes de prenderle fuego a la casa, que estuvieran bien muertos. Y los llamó a cada uno por su nombre, a gritos, sin poder dejar de llorar, y los sacudió con violencia, y los abofeteó con la esperanza oculta y enfermiza de que uno despertara y escapar con el sobreviviente a la sierra, irse lejos, donde ningún demonio blanco los alcanzara, pero sabía que era imposible: su poder no conocía límites, si eran capaces de cruzar los mares en cerros que se movían y escalar altas montañas en esos venados monstruosos, nada los detendría. Lo hizo para que ninguno sufriera lo mismo que ella, pues sabía que no había tiempo para las ceremonias funerarias tradicionales, y no quería que sus hijos fueran exhibidos como provocaciones para los demonios blancos.
Salió de la choza y fue en busca de una antorcha. A lo lejos reconoció la figura de su marido, suspendido de un árbol fuerte, balanceándose con lentitud por virtud del suave viento que soplaba. Cobarde, le había dejado toda la labor a ella. Y allá, en el horizonte, distinguió los fuegos de las caravanas de demonios, acercándose implacables, y escuchó los estallidos ensordecedores y los golpes de las patas de sus venados monstruosos, y supo que no quedaba más tiempo. Entró en la choza, se sentó en una silla, y, al fin consumido su llanto, prendió fuego a las paredes, al techo, y, al final, a sus propias ropas y cabellos, y vio, antes de que las llamas lo envolvieran todo, que uno de sus hijos, confundido, se levantaba del suelo, tosiendo. Entonces volvió a llorar, aunque ya no pudo sentir las lágrimas.

(FIN)

2 comentarios:

  1. Me parece muy buena tu forma de narrar.
    Me gustó tu cuento.
    Y la verdad, esperemos que la venganza llegue pronto. Nosotros vamos a darle muerte de una vez por todas a los demonios blancos, que hoy son las multinacionales, las petroleras que hacen guerras, los organismos de crédito internacionales, en fin, el imperialismo y sus cypayos. Es hora de darle muerte a los demonios blancos, y sera la revolución socialista la que lleve adelante esa heroica tarea.

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  2. una versión conmovedora del mito de Medea,el amor a veces es una fuerza que induce a la destrucción, escribes muy bien, enhorabuena.

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