27/4/06

La realidad editada



Hay algo que me está robando inspiración. O más bien, me la revuelve en miles de ideas amontonadas, unas encima de otras, incapaces de encontrarse un orden ni un método. Y ese algo es, sin duda, la realidad.
La realidad me ha golpeado de frente y me ha despertado de mi inconsciencia. Mucho tiempo viví, creyendo como todos, que el mundo es así, y que la realidad es lo que veo y lo que escucho. Que la gente existe para vivir bien, y que cada quien hace lo que puede para lograrlo. Que los hombres y las mujeres vamos a la escuela para aprender cosas, y que buscamos trabajo para ganar dinero. Que las tiendas departamentales cumplen su labor de llevar la mercancía a la población. Que los ricos son ricos porque han estudiado y trabajado para serlo. Que los pobres son pobres porque no saben nada y no pueden trabajar. Pero la realidad, ahora lo veo claro, es mucho más profunda, mucho más siniestra, que estos simples conceptos.
Vivimos en una sociedad neoliberal. El nombre hace referencia lógica a las libertades. Se escucha bien. Pero la verdad es que las libertades son sólo económicas. Así, por ejemplo, puede venir una empresa de Chile, o de Argentina o de Canadá a vender sus productos a México, y nadie se lo puede impedir. Eso ayuda al desarrollo de los países participantes: el que vende porque vende y el que compra porque compra. Muy bien. Ayuda al desarrollo, nos dicen. Una pregunta: ¿al desarrollo de quién carajos? Pues obvio. De las empresas. De las empresas capitalistas que invaden nuestros mercados y desplazan a la economía local. Que le quitan la chamba a los comerciantes locales porque pueden producir su mercancía a menor costo y no tienen por qué pagar impuestos. No, eso no es libertad. Es "competencia desleal", le dicen.
Pero bueno. Más allá de vivir rodeados de grandes empresas que joden el comercio local, el modo de vida que impone el capitalismo es lo que nos ha podrido como sociedad. Todo se ha convertido en una mercancía. La tierra, el pan, las medicinas, la educación, incluso la libertad. Las marcas y las grandes empresas lucran con nuestro bienestar y con nuestra felicidad, vendiéndonos la triste idea de que si consumimos su producto llenaremos ese vacío que el mismo sistema ha creado en nosotros. Así caemos en su puta trampa, y necesitamos tener más para sentirnos mejores personas, y admiramos a los ricos, a los famosos, pensamos, qué chingón ha de ser vivir así, qué chingón ser rico, y nos amargamos y nos hacemos ilusiones estúpidas, y ahorramos y nos compramos unos tennis puma y decimos, Voy por buen camino. Como si enriquecer aún más a los capitalistas nos abriera las puertas de la felicidad de par en par. ¿Por qué actuamos así?
Despreciamos a los pobres y a los ignorantes porque no saben nada o porque no entienden o porque no tienen nada, porque los vemos inferiores. Son pobres. Son discapacitados. Son indígenas. Son putas. Son niños. ¿Quién los toma en cuenta? ¿A quién les importa? El capitalismo promueve, en sus revistas, en sus telenovelas, en sus noticieros, en sus programas de radio, que admiremos a los ricos y a los poderosos, que mantengamos nuestra vista alzada hacia ellos, venerándolos y admirándolos, y nos olvidemos de que acá abajo hay tanta gente a nuestro lado, hay tanta gente que pisoteamos y hacemos menos sólo para sentir que alcanzamos casi a esos a quienes nos han dicho "idolatra, envidia, sé como ellos".
Y lo veo todos los días, en todo momento. Lo veo en mi familia y en mis "amigos". Lo veo en los empleados y en los jefes, en los pasajeros y en los choferes, en los alumnos y en los maestros, al salir a la calle, al salir de mi casa, al abrir los putos ojos, lo veo, mierda, lo veo, y me siento impotente, y me pregunto qué les pasa, por qué nadie hace nada, por qué chingados todos se conforman con las vidas que nos han obligado a vivir, con la realidad que han diseñado los capitalistas para que creamos que vivimos bien, y que acá no pasa nada. Estoy harto.
Si la revolución que viene no tumba al gobierno, no descansaré. Seguiré alzando la voz y tratando de decirle a la gente que abran los ojos, por favor, que miren a su alrededor y vean lo jodidos que estamos, el mundo vacío en el que vivimos, el mundo materialista y egoísta del que somos prisioneros. No descansaré hasta que desaparezca la oligarquía, hasta que el poder de unos cuantos sobre la mayoría se diluya en los que debemos, merecemos, exigimos, tener el poder. Y que todos nos preocupemos, y que todos hagamos algo, y que dejemos de ser unos egoístas de mierda.

20/4/06

Nostalgia



Llegó de pronto. Tan de sorpresa que no me dio tiempo siquiera de prepararle una bienvenida como se merece. Es más, ni siquiera me di cuenta. Tan escurridiza se ha hecho desde la última vez, que ya ni avisa cuándo dará el golpe. Sólo lo da, y ya, como si fuera mi dueña. Coincide, es extraño, con las recientes decaídas de los compañeros del CPOC, y la baja de entusiasmo general en nuestro grupo, el pesimismo, la negatividad. Sin embargo, no creo que se deba a eso. Es como algo interno. Reubicarte, replantearte prioridades, metas, objetivos, bajo un contexto por completo diferente al de tus anteriores prioridades y metas y objetivos, es una labor ardua. Luego de un tiempo, comienzas a extrañar. Será el calor.
Extrañas a los amigos que se quedaron atrás y que, es muy probable, se consideren traicionados, olvidados, ignorados, mientras yo seguido veo sus fotos, visito en silencio sus blogs si los tienen para enterarme de cómo les va, y recuerdo. Las calles, los parques, los camiones eternos, el cine. Mi vida burguesa tijuanense, comiendo hamburguesitas en McDonald's y desayunando tacos de birria. El olor húmedo de mi diminuta habitación. La cama siempre destendida. El radio, nido de cucarachas. El clóset decorado con galones vacíos de agua. Los focos blancos de neón en el techo bajo. Los dos espejos. La regadera caliente y el vapor inundándolo todo. Incluso extraño las canciones que mi odioso vecino Eliazár cantaba a todo volumen casi todas las tardes. Las desveladas en el callejón, con los que resultaron ser cholos pseudo-violadores gays. El estacionamiento del Costco, la explanada del CECUT. Los taxis dorados que me llevaban a mi casa a las tres de la mañana, y las cinco cuadras que me separaban de la avenida, que recorría a diario soportando el intenso frío de las noches...
Extraño todo eso.
Y lo extraño porque acá mi vida no es tan intensa. No tengo compañeros de trabajo, más que el "jefe". Debo esperar otros cuatro o cinco meses para entrar a la escuela. Y, al parecer, funciono como "desarmador" de todos los grupos a los que trato de integrarme, y en los que, hasta la fecha, no me he integrado del todo. Qué fiasco. Estoy cansado, la verdad. Estoy frustrado. A ver, ¿por qué sólo sale trabajo los días en los que tengo otros asuntos qué atender, y no cuando me paso días enteros, buscando qué hacer? Que mierda. Ya no lo aguanto. Pero estoy convencido de que, como siempre, es una fase... Y saldré de esta. Hay que pensar que mañana saldrá el sol, no en la tormenta que esta noche azota... Claro, en caso de que la tormenta nos resulte insoportable. Y tediosa. Y asquerosa. Maldita nostalgia.

18/4/06

Un cadáver y esperanza

Todos los días se levantaba antes del amanecer, se vestía de luto con un chal negro, se amarraba las trenzas, veía que cada vez había más canas en su cabeza y más arrugas surcándole el rostro, y sus ojos más secos, y toda ella iba transformándose poco a poco en un cadáver ambulante que se negaba a entrar en la tumba. No por testarudez, Camelia es, de hecho, muy testaruda, pero ha pasado tanto tiempo burlando a la muerte, retándola, bromeando con ella, que no le asusta, al contrario, la respeta y sabe que su hora llegará en el momento adecuado, no ahora, no sin su hijo.
Silvio le decía que ya dejara eso, que no había logrado nada en todos esos años y que jamás lo lograría, que el gobierno era ciego y sordo y aquí todo está bien, que si en el tiempo de los reporteros y las televisoras no había pasado nada, mucho menos ahora, que ya todos se han cansado de su historia, con tantas guerras y tantas guerrillas, a quién le interesan los lamentos de una madre. Tú no entiendes, le decía Camelia, esta es mi guerra, y tomaba su cartulina, que en su tiempo había sido blanca pero ahora tenía un tono amarillento como el de los papiros, y las letras borrosas ya de tanto sol y de tanta lluvia, de tanto polvo, de tantos años, de tanto olvido, de tanta indiferencia. Silvio en ocasiones la detenía en la puerta, y volvía a decirle, Ya deja eso, vieja, mírate, estás perdiendo, pero ella no escuchaba, y extrañaba los viejos tiempos en que su esposo iba con ella y los dos juntos se plantaban frente al palacio de gobierno, todo el día, con cartulinas y letreros, rodeados de cientos, miles de personas, que exigían la inmediata localización de Rodolfo Navarro, estudiante de ciencias políticas, activista de numerosos grupos sociales, defensor de los derechos humanos y del medio ambiente, desaparecido un día cualquiera bajo circunstancias desconocidas, no había testigos, ni culpables, ni nada, como si se hubiese esfumado en el aire, pero Camelia conocía a su hijo, 24 años juntos le habían enseñado que Rodolfo no era de los que se esfumaban en el aire, al contrario, era de los que enfrentaban, de los que luchaban, de los que alzaban la voz.
Y así, cuando la guerrilla terminó y la “democracia” regresó al país, muchas madres y muchos padres salieron a las calles a exigir que les devolvieran los cuerpos de los hijos para darles un funeral digno. No era secreto que la dictadura los había matado a todos, no podían dejar a nadie con vida, si la desaparición duraba más de una semana era definitiva, jamás volvían. Camelia y Silvio se unieron a la marcha, ciegos de rencor ante lo que les habían hecho, un muchacho tan bueno, tan noble de corazón, que jamás le hizo daño a nadie, sino al revés, con la vida por delante, la única esperanza de sus padres, su único orgullo, su único motor.
Los años pasaron y la noticia de la marcha perdió fuerza. Cada día eran menos los manifestantes, debían ir a ganarse la vida, ocuparse en otras cosas, avanzar, carajo, de qué sirve quedarse estancado en el pasado, decían, pero Camelia no podía avanzar con el fantasma de su hijo rondándola todas las noches, y ella fue todos los días, primero con el apoyo de Silvio, Ve tú vieja, yo tengo que irme a trabajar, y con el de varias decenas de madres que se fueron haciendo menos, y menos, y menos, víctimas de la amnesia perpetua, del olvido de la dignidad, del “ya ni modo”, hasta que sólo quedó Camelia, plantada en el medio de la explanada, sin decir una palabra, con su cartulina extendida, Devuélvanme a mi hijo, por favor. Pero a quién le interesaba su desgracia, a nadie, la gente pasaba a su lado y nadie se detenía a verla, tal vez, ya tan acostumbrados a su presencia, los transeúntes y los funcionarios federales creerían que era un monumento o algo así. Claro, antes Camelia lloraba, gritaba, se lanzaba a los brazos de cada funcionario que salía caminando con su maletín en la mano y sus zapatos lustrosos, Dónde está mi hijo, por favor, dónde lo tienen, pero ellos no decían nada, Señora, por favor, ya estamos viendo su caso, en cuanto tengamos información se la haremos llegar… Pero así decían todos ellos, y la información jamás llegaba.
Por eso aquel día era como cualquier otro. Se tomó su jugo de zanahoria, y se fue. Silvio la miró resignado, ya ni siquiera le decía nada. Camelia tomó el autobús de siempre, saludó al voceador del periódico, a la señora de los nopales, al vigilante de la explanada, Buenos días, sonriente, como si ella fuera de paseo, olvidado, como todos, de que estaba allí por una razón. Pero se inmediato se percató que su lugar, el que ocupaba todos los días, justo frente a la entrada del palacio, entre las dos fuentes, ya estaba ocupado. Una decena de reporteros formados en círculo, fotografiando un bulto en el suelo, otra decena transmitiendo con cámaras a los noticieros y programas informativos, un alboroto por todos lados, ¿qué pasaba?
Camelia avanzó temerosa de lo que pudiera encontrar entre el caos de personas, hasta llegar donde los fotógrafos, y vio, no supo sin con alegría o con terror, una bolsa negra, rasgada, que dejaba ver algunas partes de un cuerpo en descomposición, fétido, con un gran letrero encima: “Para que ya no esté jodiendo: Aquí está su hijo”. Camelia cayó de rodillas al lado del cuerpo, murmurando, Mi hijo, mi hijo, hijo mío, y entonces comprendió que lo que sentía era esperanza, que aún quedaba esperanza en el mundo, y que ahí no paraba su lucha, como pretendía el letrero. Hubiera terminado todo si junto al cuerpo estuvieran, amordazados, los asesinos de su hijo. Pero no. Sólo había un cadáver, y esperanza.

11/4/06

El hueco que dejaba el hambre



1.
Todavía con la adrenalina fluyendo por su torrente sanguíneo, Demetrio se detiene en un callejón oscuro y se refugia en sus sombras. Ya no se escuchan los gritos de histeria de la señora que lo persiguió hasta cansarse luego de correr dos cuadras: sólo percibe los violentos latidos de su corazón. Hasta esa noche se había mantenida alejado del mundo del crimen. Había trabajado con el carpintero hasta que el negocio quebró, luego se dedicó a vender elotes pero muchas veces el hambre podía más que la perseverancia y pronto eran más las pérdidas que las ganancias; después lavó coches, después se fue al campo… Había vivido mucho más de lo que sus 14 años podían ofrecerle. Y todo para no morir… En ocasiones se preguntaba, ¿de verdad vale la pena?
Abrió el monedero. Estaba atiborrado de papeles doblados con minucioso cuidado y fotografías de niños. Credenciales, cuentas pendientes, calendarios tamaño tarjeta de muchos años pasados, listas de frutas en diminutos papeles, servilletas con recordatorios y recados (“ir con doña Marta por la ropa para planchar”), y veinte centavos. Nada más. Y a Demetrio se le hizo más grande el hueco que dejaba el hambre.

2.
El Príncipe Isidoro Villarrutia precedía la tómbola semanal en el quiosco en penumbras. El suelo salpicado de velitas y la lámpara de aceite del príncipe eran la única iluminación, pues los faroles públicos que el alcalde había mandado poner funcionaron tres días y nunca más prendieron. El Príncipe Isidoro vivía en el taller de calzado, cruzando la calle, con su esposa y sus cinco hijos. Cada semana hacía una rifa pública de todo lo que le sobraba, pues su sueño era juntar dinero suficiente para irse a los Estados Unidos a trabajar en los campos de fresas. Lo de príncipe no lo tenía por rico: era un título que su familia había venido heredando desde tiempos inmemoriales, hasta que la fortuna de la familia se terminó y todo se fue al carajo. Siempre odió ese título, pues le recordaba la ruina de su estirpe, cuando los dueños de las minas las saquearon y se fueron con toda la riqueza, pero era un buen nombre para la zapatería.
Doña Martina se había ganado la lata de frijol. Demetrio se apretujó las tripas cuando escuchó el número ganador… Ya sólo le quedaba una oportunidad. El último premio era un pedazo de torta de requesón, casi entero, y cuando el Príncipe echó a andar la tómbola, Demetrio besó el papel donde tenía escrito su número, y se persignó con él. Sintió la punzada del pecado más fuerte que la del hambre, pues los boletos eran comprados con el patético dinero que minutos antes había robado, pero se consoló pensando que su objetivo era noble, pues gracias a Dios aún podía distinguir entre lo que era noble y lo que no. Miró los infantiles y descuidados trazos del 18 escrito en su papel roído y sucio, y se concentró en la recta del 1 y las curvas infinitas del 8, y dejó que el silencio expectante de la plazuela lo aplastara también a él. Las tantas bocas abiertas ya saboreaban el suculento, apetitoso, y viéndolo bien, no tan pequeño, pedazo de torta…
¡Número… 5!, grita el Príncipe. Y a Demetrio se le hizo más grande el hueco que dejaba el hambre.

3.
Los últimos invitados de doña Cecilia Contreras de Torres se alejaban en su flamante coche de la casa, y la anfitriona suspiraba de satisfacción. La cena había sido un rotundo éxito. Ya podía imaginarse leyendo el periódico de mañana con la reseña, “Un exquisito y fino banquete…”, “Detalles de elegancia sin precedentes…”, “La élite de Potosí y sus alrededores reunida en una misma y magnífica mansión colonial…”
De pronto aterrizó en el alfombrado suelo y se apresuró a la cocina. Todavía quedaba un último detalle que cerraría su venganza particular con broche de oro, en sentido literal. Abrió de par en par las puertas, hizo a un lado a la sirvienta y empezó a meter los trastes sucios en bolsas transparentes de plástico: la vajilla de fina plata, los cubiertos del mismo material, las servilletas importadas de París, vaya, incluso los saleros y pimenteros con cubiertas bañadas en oro. La sirvienta se le quedó viendo, atónita, esperando que terminara su arranque de locura. Doña Cecilia no olvidaba la humillación de parte de doña María de las Mercedes Torralba, un mes atrás, cuando en la cena otorgada, sólo para demostrar su riqueza, tiró la vajilla de porcelana china en la que había servido a los invitados, dejándola en la banqueta frente a su casa. Que arrogancia. Pero doña Cecilia no se quedaría de brazos cruzados.

(…)

Distinguió la silueta de la sirvienta arrastrando una enorme bolsa hasta la esquina, y le entró curiosidad. En bolsas tan grandes siempre se encuentran cosas útiles o comestibles, que para el caso es lo mismo. Iba pensando en que haría lo mismo que el Príncipe, algún día, irse a los Estados Unidos… “Cuando robe suficiente dinero”, pensó, y se puso triste. Pero se reanimó al pensar que en la bolsa tal vez habría comida. En las casas de los ricos tiran comida muy seguido, y en realidad, por eso se había encaminado a este barrio, para hurgar toda la noche en los basureros. Esperó a que la sirvienta entrara de nuevo, pues se había demorado buscando ella misma en la bolsa alguna cosa que se le habrá caído, y Demetrio creyó ver que se metía un par de tenedores en el mandil, y luego entraba presurosa a la casa.
Apretó el paso, ansioso y hambriento, y al llegar a la esquina, desgarró la bolsa. Los platos y los cubiertos se derrumbaron de su frágil equilibrio provocando un escándalo que poco le importó a Demetrio, los ojos le brillaban. No recordaba cuándo había sido la última vez que había probado bocado… Pero su esperanza fue vana. Por más que buscó, sólo encontró platos, cucharas, tenedores… Nada para comer. Debe ser una broma, pensó, y, furioso, dando patadas al aire, se aleja del lugar… Y a Demetrio se le hizo más grande el hueco que dejaba el hambre.

(FIN)

"El hambre viene... el hombre se va... por la frontera...
El hambre viene... el hombre se va... cuándo volverá...
(Por la carretera)"

7/4/06

La llegada de los demonios blancos



Ella siempre había sido demasiado sentimental. Amaba a sus hijos, y no podía soportar la idea de perderlos de aquella manera brutal, despiadada. No dudó nunca sobre lo que tenía que hacer, desde que llegaron los mensajeros de los otros pueblos, con las cuentas de vidrio, las historias de los demonios blancos que se acercaban buscando oro y plata. Alguien les había contado una leyenda absurda sobre una ciudad dorada para mandarlos lejos, y los habían mandado justo donde estaban ellos. Pero algo era seguro: los demonios blancos destruirían todo a su paso, y dejarían las tierras desiertas y desoladas, quemarían las casas, se llevarían a las mujeres y a los niños, y los pondrían a trabajar sin descanso, desde el nacimiento del sol hasta su muerte, sin comer, sin dormir, matarían a sus dioses y a sus costumbres, talarían árboles, saquearían templos… Un rastro de desolación dejaban por donde quiera que pasaran, y todas las almas contaminadas por el odio y el rencor, perdían su derecho al descanso eterno. Eso era bien conocido.
Mientras afuera el pueblo entero enloquecía, la mujer vio que su marido no regresaba, pero ya estaba oscuro y los niños tenían sueño. Los acostó en el petate, como nunca lo había hecho, y les besó la frente a manera de despedida. Sus rostros, sucios y cansados, resplandecían reflejando la claridad de la luna llena. Los encomendó al espíritu de la noche y al dios de la muerte, y con la respiración agitada, colocó las manos alrededor del cuello del más grande, y se quedó mirándolo. Su hijo apenas se movió, aún vacilante entre el sueño profundo y la vigilia decadente, y ella apartó las manos, para limpiarse las lágrimas antes de que rodaran por sus mejillas.
Se puso de pie y se asomó a la entrada de la choza. Hombres y mujeres, algunos niños arrastrados por sus padres, se dirigían a los árboles a la entrada del pueblo, con sogas en las manos, mientras gritaban que no quedaba tiempo. A los viejos les había resultado sencillo, pues sólo una poderosa voluntad los aferraba aún a la vida, y al suprimirla, las sombras cálidas y apacibles los envolverían. Otras madres, presurosas, iban haciendo los nudos alrededor del cuello de los niños mientras desfilaban en interminables filas en busca de un árbol vacío de cuerpos y con ramas fuertes, donde se pudiera colgar la familia entera, pues ya se habían visto accidentes a lo largo de la noche, en que las ramas cedían ante tanto peso y se quebraban todas juntas, dejando a las familias adoloridas por el golpe de la caída y frustradas por tener que ir en busca de otro árbol, y a los niños temerosos porque la falta de aire los había asustado y por la corazonada de que aquello sí iba a dolerles. La mujer miró hacia dentro de la choza, y vio los petates en el suelo, y los cuatro niños durmiendo ya sin preocupaciones ni esperanzas. Dio un último suspiro, y ahora dejando que las lágrimas silenciosas fluyeran, hizo lo que tenía que hacer. Había aprendido que la muerte no era sino otro comienzo, pero aún así, le dolía que éste tuviera que llegar tan rápido, y que ninguno de sus hijos pudiese disfrutar de las maravillas de la vida terrenal. Pero ahora que la tierra se había convertido en infierno, no había otro remedio. Si sus almas se contaminaban de violencia y odio, jamás alcanzarían el anhelado descanso eterno. Y lloró mientras iba de un cuello a otro, sin hacer ruido para que el de al lado no se despertara. Sin embargo, lo más doloroso no fue verse obligada a matar a sus hijos, sino comprobar, antes de prenderle fuego a la casa, que estuvieran bien muertos. Y los llamó a cada uno por su nombre, a gritos, sin poder dejar de llorar, y los sacudió con violencia, y los abofeteó con la esperanza oculta y enfermiza de que uno despertara y escapar con el sobreviviente a la sierra, irse lejos, donde ningún demonio blanco los alcanzara, pero sabía que era imposible: su poder no conocía límites, si eran capaces de cruzar los mares en cerros que se movían y escalar altas montañas en esos venados monstruosos, nada los detendría. Lo hizo para que ninguno sufriera lo mismo que ella, pues sabía que no había tiempo para las ceremonias funerarias tradicionales, y no quería que sus hijos fueran exhibidos como provocaciones para los demonios blancos.
Salió de la choza y fue en busca de una antorcha. A lo lejos reconoció la figura de su marido, suspendido de un árbol fuerte, balanceándose con lentitud por virtud del suave viento que soplaba. Cobarde, le había dejado toda la labor a ella. Y allá, en el horizonte, distinguió los fuegos de las caravanas de demonios, acercándose implacables, y escuchó los estallidos ensordecedores y los golpes de las patas de sus venados monstruosos, y supo que no quedaba más tiempo. Entró en la choza, se sentó en una silla, y, al fin consumido su llanto, prendió fuego a las paredes, al techo, y, al final, a sus propias ropas y cabellos, y vio, antes de que las llamas lo envolvieran todo, que uno de sus hijos, confundido, se levantaba del suelo, tosiendo. Entonces volvió a llorar, aunque ya no pudo sentir las lágrimas.

(FIN)

2/4/06

Porque te quiero



Tú no eres como los maridos tradicionales, yo te conozco. Aunque digas que no. Sé qué ropa interior te gusta usar –esos boxers entallados se te ven divinos–, sé que Cuauhtémoc Blanco es tu ídolo, y sé también que odias a tu padre con una rabia descomunal. Sé que, algunas veces, sueñas conmigo, porque entre tus potentes ronquidos se te escapa mi nombre como un murmullo, Ofelia, Ofelia… Jamás nadie ha pronunciado mi nombre tan bonito como tú cuando duermes, y las veces que te he escuchado, no he podido pegar los ojos en toda la noche. Mi comadre dice que han de ser tus ronquidos, pero ella no sabe, no, qué va a saber, como tú dices, es una pendeja chismolera, y yo sé muy bien que me tiene envidia, no ves que el otro día me preguntó que cuándo iba a dejarte, así, Cuándo vas a dejar a tu marido… Sí, me tiene envidia… Por ti. Sí, por ti, y por lo mucho que me quieres.
Comprendo que te enfades tanto. He leído, ¿sabes? Aunque ya sé que a ti no te gusta, pero no lo hago por contradecirte, mi rey, ¿cómo se te ocurre? No, leo para ayudarte. Aunque no creo mucho de lo que dicen los libros, no sé, como que leer me hace pensar, y sé que dices que nada más los pendejos piensan, ¿será que soy una pendeja? Pues no sé, pero he pensado que no es que te creas superior a mí, sino que no sabes cómo acercarte. Y es que tuviste una infancia tan dura…con ese papá que te tocó, pobrecito, vieras cómo trata a sus demás nietos, bien retebonito, nomás a nuestros hijos los desprecia, pinche viejo, tienes razón, te odia porque… pues, ¿por qué te odiará? En fin, así que no te apures, chiquito, yo sé que me adoras… aunque nunca me lo digas, por culpa de tu papá.
Tienes toda la razón al decirme que parezco pendeja. Ay, y es que me vieras… Hay veces que me quedo durante horas esperando frente a la ventana, muerta de la preocupación. Incluso cuando sé que todavía no llegarás, como ahorita, volteo de vez en cuando a ver si me topo con tus pasos tambaleantes y tu rostro invadido por la abundante barba que me vuelve loca, y nomás de imaginarme tus besos rudos, tus brazos fuertes, tu aliento amargo… Nunca me ha gustado la cerveza, lo sabes, a menos que esté impregnando tus labios y tu lengua. También sé que te fascina que te espere acostada en la cama, semidesnuda y perfumada (sé que fue broma cuando me dijiste que parecía una puta), aunque nunca digas nada y me cojas así, con violencia, con cachetadas, golpes, jalándome el pelo, te comprendo. Así me demuestras que me amas.
Y hay algo más que tú no sabes. No te digo porque sé que no lo entenderías. Pero es que yo sólo quiero darte lo que tú quieres recibir, nada más. Quiero hacerte feliz, cueste lo que cueste. Al principio no se me hubiera ocurrido. De hecho, me daba un poco de miedo pensarlo. Creí que estaría enferma o algo así. Pero hoy comprendo que no, que es sólo amor. Es que… en ocasiones yo te provoco. Para que me pegues. Sí, cuando no llegas borracho y te vas directo al sillón, sin voltearme a ver, ni dirigirme la palabra, pues te empiezo a hacer preguntas. Sé que no te gusta, pero sólo así puedo hacerte reaccionar. Sólo así logra atraer tus ojos hacia mí, y tu voz, aunque grite palabrotas, y tus manos, aunque sean agudos golpes… Pero lo hago porque te quiero.

(FIN)