
Bue'h... Esta es la versión definitiva. Espero no haber sido demasiado pretencioso.
1.
“En el principio de los tiempos, Dios hizo el cielo, la tierra y todas las cosas. Pero en el Séptimo Día, aún tenía serias dudas sobre las figurillas de barro que descansaban, inertes, sobre la mesa de diseño. Miró el mundo que había creado, miró los hombres que había puesto en él y vio que eran imperfectos, que eran indignos de su gracia, pues le habían abandonado todos, se habían escapado del Jardín que les había construido y ahora se esparcían, como vulgares simios, por el mundo. Pero aquellos dos modelos de barro que había sobre la mesa eran perfectos. No tenían un solo defecto. Y viendo Dios que el Edén no lo podían disfrutar los ángeles por su naturaleza incorpórea, y sintiéndose herido y traicionado por la misma raza que había hecho a su imagen y semejanza, pero aún con una duda angustiosa clavada en el pecho, echó Su aliento divino sobre aquellas dos figuras, y éstas cobraron vida”.
2.
Eva y Adán, echados debajo a la sombra de un árbol alto que se levantaba justo en el centro del Valle, sobre una pequeña colina, abrazaban el cuerpo desnudo del otro, y acariciaban con suavidad las pieles tersas. Adán no recordaba el momento exacto en que aquello había comenzado, pero todos los días agradecía en secreto a Dios por permitirles disfrutar así de sus cuerpos. El goce del cuerpo conduce sin duda al goce del alma, y el Amor entre un hombre y una mujer es, sin duda, el camino directo hacía tu Señor, le dijo cuando, un día, asustado, había huido de la vista de Eva cuando descubrió su pene erecto y la piel ardiéndole. No te asustes, Adán. Ya has madurado, y es tiempo de que conozcas cómo es que Eva te complementa.
Había pasado mucho tiempo desde entonces. Eva y Adán habían cambiado. Eran mucho más altos, Adán lucía una elegante barba y un fino bigote, Eva tenía los pechos hinchados, las caderas anchas y la cintura delgada. Eva levantó un poco la cara y besó a Adán en los labios. Adán la tomó entre sus fuertes brazos y, una vez más, se dispusieron a reiniciar las arduas labores del Amor. Pero fueron interrumpidos.
Una manzana cayó al costado de los jóvenes amantes cuando se incorporaban para adoptar una posición más cómoda. Eva la miró, y le pareció extraño, ya que el árbol bajo el que descansaban no daba frutos. Entonces puso más atención y descubrió que la manzana estaba mordida. Siguió con los ojos el trayecto que supuso había seguido para llegar a donde estaba, y descubrió con horror que de pie a unos cuantos metros de donde Adán la estaba besando con cada vez más ímpetu, un hombre los observaba. Un hombre con túnica.
Eva se levantó sobresaltada y Adán, que no se daba cuenta de nada porque estaba de espaldas, volteó y descubrió al hombre. Era un hombre corpulento, moreno, de barba larga y bigote poblado, con expresión dura y agresiva, daba la apariencia de estar sucio, pero lo más extraño era que iba vestido con una túnica oscura. Al único que habían visto con ropa era a Dios, y ya de por sí les parecía extraño. Adán recordó que, una vez, Dios le contó que los hombres del Mundo Vulgar iban vestidos, como si se avergonzaran de sus cuerpos, con túnicas largas que los cubrían hasta los tobillos… Túnicas como la que aquel hombre llevaba puesta.
–¿Quién eres?
El hombre ladeó un poco la cabeza hacia la derecha, y con expresión maliciosa le rebotó la pregunta:
–¿De verdad no me recuerdas, Adán?
Sin saber por qué aquel hombre le hacía una pregunta como esa, Adán de repente sintió que, en efecto, su rostro le parecía familiar. Cosa extraña, pues nunca había salido del Edén, y el único contacto que tenía era con Eva y con Dios.
El hombre, con suma lentitud, dio media vuelta y se alejó colina abajo, hacia la espesura de la selva que se extendía en dirección al norte. Eva, temblorosa, se acurrucaba en los brazos de Adán, incapaz de formularse una sola pregunta acerca de lo que acaba de pasar. Adán, en cambio, tenía la mente rebosante de cuestionamientos hacia aquel hombre: Quién era, de dónde venía, por qué habría que recordarlo él, hacia dónde va, y la más importante, cómo carajos había entrado al Edén, si, según lo que Dios les había dicho, todo aquel que sale no puede volver a entrar jamás.
Cuando el hombre estaba a punto de adentrarse entre los matorrales, Adán soltó a Eva y empezó a correr para alcanzarlo, dejándola sola en la cima de la colina, y no pudo evitar soltar unas lágrimas mientras le gritaba que a dónde iba, que volviera, que qué iba a hacer. El hombre con túnica ya se había adentrado en la selva cuando Adán apenas llegaba al borde, aún así, sin dudarlo un instante, se introdujo, y se abrió paso sin saber bien hacia dónde iba, sin un rastro qué seguir. Luego de un rato en el que anduvo corriendo creyendo que estaba dando vueltas en círculo, llegó a la zona despejada que precedía al Muro. Adán sabía muy bien lo que había detrás de ese muro: el Mundo Vulgar, hacia el que los hombres habían escapado.
Avanzó unos cuantos pasos y encontró, en medio de un ancho claro, un manzano que crecía alto y cuyas ramas se inclinaban hacia fuera del Edén. Sentado en una de las ramas, el hombre de túnica oscura espantaba a una serpiente mientras mordía gustoso una fruta del árbol. Adán lo miró intrigado, acercándose a él con sigilo.
–¿Quién eres?
Su interlocutor hizo caso omiso a la pregunta, y, una vez más, la rebotó.
–¿Has estado en el Mundo Exterior?
–No… Está prohibido.
–¿Por qué?
–…No lo sé… Dios dice que…
Apenas escuchó aquella frase, la interrumpió de inmediato.
–¿Te gustaría ir?
Le cayó como un balde de agua fría. Adán se había preguntado la vida entera por qué Dios no les permitía ir al Mundo Exterior. Por qué, si estaba lleno de hombres malos, no los eliminaba y extendía el Edén hacia aquellos dominios. Con seguridad su poder alcanzaría para eso. Estaba seguro de que, allá, detrás del Muro, Dios les ocultaba algo.
–Si se enteran que salí…
–Nadie va a enterarse. Sólo vas a echar un vistazo…
–Pero si salgo del Edén, no podré volver a entrar…
–Patrañas. Mírame a mí: Aquí estoy.
Adán sintió una punzada de emoción al escuchar la última frase del hombre con túnica. Tenía razón. Él había escapado del Edén, y ahora regresaba, con toda la intención de mostrar a los cautivos el secreto que se escondía allá afuera. Sólo echaría un vistazo…
–Está bien. Ayúdame a subir.
Justo cuando le tocaba el turno de saltar a Adán, Eva llegó al pie del manzano. El hombre de la túnica lo esperaba ya del otro lado, mordiendo todavía la manzana mientras lo animaba a saltar. Adán se quedó estupefacto al ver la extensión del desierto que se extendía al otro lado del muro, un desierto seco, desolado y oscuro, con la tierra áspera y nubarrones grises arremolinándose encima. Sintió miedo. Al ver a Eva, quien no decía nada, y se limitaba a mirarlo con los ojos llenos de lágrimas, pensó que tal vez no debía salir del Edén. No podía abandonarla. La amaba demasiado.
–No vamos a tardar… Te lo aseguro. Sólo quiero que conozcas un poco.
Adán asintió, volvió a mirar a Eva, y apretándose el corazón, le dijo No me tardo, y saltó. Eva dejó fluir el llanto con libertad.
Nadando en un vasto océano, Dios escuchó los sollozos de su hija consentida, percibió su tristeza, e intuyó lo que había pasado. De inmediato salió de ahí y regresó al Edén.
(CONTINÚA)
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[Segunda parte]
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