11/5/09

No es una mujer (parte tres)



La ciudad parece asfixiarse bajo los miles de transeúntes en las calles del centro, pero quien tuviera una buena vista aérea de la zona y se sorprendiera, debería prepararse para descubrir los rinconces subterráneos, los anchos y calurosos pasillos, repletos, del metro. A esta hora, todos avanzan en una misma dirección, esa que los aleja del centro, sólo unos pocos, que necesitan hacer un rodeo porque el transporte hasta sus casas no es directo, permanecen en el andén del otro lado. Pero de este en el que estamos, no cabe un alma. Los policías, alertas, bloquean el paso de los hombres, excepto de aquellos mayores de 60 años, hacia los dos primeros vagones, aunque quién les asegura que entre éstos no va ningún rabo verde irrespetuoso que aprovechará su condición decrépita para tocar algo de carne fresca. Nadie puede asegurarlo, así como nadie asegurará que esta mujer que va pasando frente al policía, y que no se limita a pasar, sino que lo mira, le guiña un ojo y lo pone a sudar, no es, por ningún lado, excepto en la ropa y el maquillaje, una mujer, sino un hombre llamado Hugo Estrella. Se va hasta el principio del andén, se detiene detrás de una mujer con un perfume encantador, alta, rubia, como pocas, es lo bueno del centro, hay muchas ejecutivas. Ya viene el tren. Está repleto, pero en estos vagones de adelante aún queda un poco de espacio. Las puertas se abren, y la masa se avalancha violentamente tratando de entrar, pareciera que este es el último tren de la historia, que todos los que queden detrás se quedarán atrapados ahí por el resto de sus días, por eso se desarrollan estas batallas furiosas en los demás vagones, no en estos dos, llenos de mujeres educadas y civilizadas.

De inmediato a Hugo Estrella le llega el olor del sosiego. Las mujeres respiran tranquilas y emiten esos vapores muy particulares que se encierran en el minúsculo espacio del vagón. A veces piensa que podría ser un súper héroe con ese olfato que tiene, puede percibir hasta el más mínimo cambio en la atmósfera, pero no hay ningún olor que se le aproxime a este. Pero su máximo placer lo alcanza al trastocarlo, al arrebatárselos presionando contra sus muslos los genitales y frotándose con suavidad, con disimulo, sintiendo en la piel del pene el sublime roce del encaje de los calzones que trae puestos. No sabe cómo había podido vivir sin eso hasta ahora. Vestido de hombre no era lo mismo. Además, el olor de perdía, las mujeres, al verlo, comenzaban a apestar, a sentirse intranquilas, vulneradas. Pero con este disfraz, sobre todo con la ropa interior, las sensaciones se magnificaban ad infinítum.

Así que avanzó entre las faldas y las bolsas, entre los tacones y las medias, mordiéndose el labio, volteando los ojos, eyaculó una vez y se detuvo, alguna de estas mujeres lo miró extrañada, estuvo tentada a preguntarle, Señora, se encuentra bien, al ver a Hugo Estrella agachando la cabeza, tocándose de aquella manera el pecho, parecía que tendría un ataque, pero no, ya se recupera, seguro es el gentío, si ella tuviese su edad estaría igual, y a veces bastan estos años para desesperarse. Cuando mira a su alrededor, Hugo Estrella mira a esta mujer, quien le hace un gesto de complicidad, Se habrá dado cuenta, se pregunta, pero no puede llegar a ella, es imposible, así que no le da importancia, si sabe algo que lo demuestre, sigue su camino. Un orgasmo más, dios, esto es la gloria, llega al final del vagón, con las piernas temblándole, y sale al andén en la siguiente parada, ha sido suficiente por hoy, mejor será ir a casa, aunque no tiene prisa, tal vez sea sensato pasar por una cerveza antes, al fin y al cabo, nadie lo espera, su familia lo ha abandonado.

En esta estación casi no ha bajado gente, pero Hugo Estrella necesita desesperadamente aire fresco. Sube las escaleras y se queda de pie en la esquina. Al otro lado de la calle, observa a un policía de una casa de empeño que lo mira fijamente. Qué me ve ese cabrón, está a punto de sacarle el dedo cuando siente un golpe. Casi cae al suelo, pero se recupera, alguien está jalando su bolso, el bordado, Hugo Estrella se niega a soltarlo, mira nada más, Lo que me faltaba, un cabrón ratero, le dice, el joven ladrón lo mira sorprendido por la voz rasposa y grave, pero tampoco suelta el bolso, si ha arriesgado tanto, tiene que luchar por él, un bolso así de grande debe contener algo más que basura, seguro trae los recuerdos de toda una vida, le tira una patada, Hugo Estrella la recibe sin inmutarse, Vas a ver cabrón de mierda, y jala el bolso con más fuerza, atrae al joven ladrón y le propina un severo golpe en la nariz, el bolso, herido, se desprende de la correa, cae al suelo, rasgado por la mitad, y derramando su interior por la banqueta, al mismo tiempo que la sangre del joven ladrón.

El policía ha tardado en reaccionar, pero al fin se ha decidido. Si ha dejao su puesto de vigilancia es por ir a defender a una ciudadana, como es su deber, aunque no sea cliente de la casa de empeño, los jefes sabrán comprenderlo. Detiene al joven ladrón por la camisa, le da un sermón, orgulloso, A que no te lo esperabas, verdad, toparte con una mujer tan valiente. Hugo Estrella, alarmado, se apresura a recoger sus cosas y a meterlas de nuevo en el bolso, hace como puede, otro policía, el de la estación del metro, llega y ayuda a su colega, Señora, se encuentra bien, Hugo Estrella no quiere hablar, no puede hablar, ha hecho intentos por disimular la voz pero sabe que no es suficiente, cualquiera sospecharía, trata de cerrar la fisura del bolso, pero es imposible, es demasiado grande, Le voy a conseguir una bolsa de plástico para sus cosas, le dice uno de los policías, Le dio un buen chingazo a este hijo de puta, le dice el otro, mientras detiene los ojos alborotados para mirarlo, trae un corte de pelo extraño, sus manos no llevan las uñas pintadas, el sudor le ha corrido el maquillaje y con esta luz pareciera que se le nota la barba crecida. No puede ser, piensa el policía, entonces ve al otro llegando con la bolsa, le entrega al joven ladrón, toma la bolsa y se agacha para ayudar, la mujer parece nerviosa, con la mano le hace señas de que la deje, de que ella puede sola, pero el policía insiste, y recoge del suelo una camisa de hombre, arrugada que lucha por salirse del bolso, la mujer, apurada, trata de cerrar el agujero y se levanta, pero fracasa, y todo el contenido vuelve a caer en la banqueta. Toda una caja con maquillaje, rastrillo y desodorante, pantalones, y unos zapatos de hombre, además de otras prendas interiores femeninas. Qué es todo esto, pregunta el policía, y entonces le mira el rostro, el sudor ha corrido el maquilaje, la barba ahora es evidente. Usted no es una mujer.

En el interrogatorio, Hugo Estrella, acorralado, no tuvo más remedio que pedirles que no lo desnudaran, y que si lo hacían, no le quitaran los calzones, que los necesitaba. Aunque sea déjenme algo, les dijo a los oficiales, quienes, burlones, le dijeron, Sí, pendejo, también te vamos a dejar la peluca, para que te vean los periódicos, pinche pervertido. Hugo Estrella parecía resignado, como si hubiese sabido desde siempre que así terminaría todo. En la celda donde esperaba a los medios, se tocaba la entrepierna y frotaba sus genitales en los calzones de su mujer. Al menos, había sido más listo que todos ellos. Los oficiales vinieron al siguiente día, muy temprano. Lo sacaron a rastras, le dieron unas cachetadas y luego lo llevaron a la sala de prensa. Hicieron la recomendación de publicar su foto para que, si alguien lo reconocía, lo denunciara cuanto antes, ya que si no, tendrían que dejarlo libre. Al escuchar esto, Hugo Estrella empezó a sonreír. Los reporteros lo fotografiaban sin parar, esa era un imagen suficiente para la portada. El oficial a cargo se exasperó, le gritó, Por qué sonríes, carajo. Pero Hugo Estrella no respondió. Sólo pensaba, para sus adentros, que después de todo, se había salido con la suya.

(FIN)

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[Parte uno]

[Parte dos]

5/5/09

No es una mujer (parte dos)


[Imagen tomada de http://www.rtp.gob.mx/imagenes/atenea_6.jpg]


Ha sido un gran acierto del gobierno, desde el punto de vista de esta mujer que viene casi dormida de pie, sujetándose del mismo tubo pegajoso al que otras tantas mujeres vienen sujetadas, destinar autobuses al uso exclusivo de personas de su mismo sexo y condición, mantenerlas a salvo de los hombres, que son todos unos cerdos, al menos ahora puede sentirse segura, a bordo de un autobús rotulado con letreros rosas y flores que versan, Programa de Transporte Público para Mujeres Afrodita. Sobresaltada, se da cuenta que se acerca el momento de bajar, si no hace la parada aquí el chofer no la bajará hasta seis o siete cuadras adelante, así que reacciona con violencia, se abre paso entre las cabezas y los cuerpos, Con permiso, permiso por favor, toca el timbre, el chofer frena bruscamente, todas se tambalean pero ninguna cae, se mantienen, firmes, en sus lugares. Sólo bajan dos, el autobús cierra la puerta trasera y continúa su camino, las mujeres que bajaron no se volverán a encontrar, una va en una dirección, la otra en la opuesta, ni siquiera se han mirado.

La mujer camina las tres cuadras que separan la parada del camión de su casa. Los tacones la están matando, siente su cuerpo sucio, por el polvo de la ciudad, por el sudor del calor, necesita con urgencia un buen baño. Sus hijos deberían estar en casa, ya no son horas para que anden en la calle, sólo espera que la mayor sea tan responsable como para encargarse de sus dos hermanitos, pero con ese novio que trae, No me gusta nada, nada, pero qué le va a hacer, alguien le ha dicho que a nadie le gustan los novios de las hijas, menos las novias de los hijos, pero hay que resignarse, con mantenerlos vigilados bastará, nada más le pide a dios que no resulte embarazada, Soy muy joven para ser abuela, dice. Y su marido, quién sabe si llegó o no, desea que no, pero tampoco se le ocurre qué tanto puede estar haciendo en la calle, no cree que den entrevistas de trabajo tan tarde, Mejor ni le pregunto, es muy orgulloso, ha de estar apenado por ser mantenido por su mujer, y ella, a estas alturas, ya está hartándose, No me casé para esto.

Busca en su bolso las llaves, nada más falta que se le hayan olvidado, no tiene tan mala memoria, sólo es el temor de todos los días, haber dejado el foco prendido, las llaves pegadas, la puerta abierta, así somos, nunca vamos a estar tranquilos todo el tiempo. Entra. El pasillo está oscuro, pero las escaleras son iluminadas por la luz que llega de arriba, del número cinco, entonces sí hay alguien, Más les vale, canijos, piensa y sonríe, le da gusto, quizá esta es la mejor parte del día, antes de llegar a la casa, abrir la puerta y ver el desorden monumental que le han hecho sus hijos, nunca va a poder mantener la casa limpia aunque sea un día, entonces empiezan los corajes, pero aquí, en el pasillo, antes de subir la escalera, sabe que no ha pasado nada malo, y es feliz por un instante al día.

Tal y como lo esperaba, sus hijos menores juegan videojuegos en la sala, su hija mayor, en el cuarto, besuqueándose con el novio mientras un dvd se reproduce en la tele, Mira nada más, desvergonzados, la mujer le da al novio un golpe en la cabeza y lo saca de la casa, Órale, para su casa, chamaco, el novio sale, sonriendo, y desde la puerta, le tira un beso a su cómplice, para luego desaparecer, sólo tiene que cruzar la calle y estará a salvo en su casa, la hija, por su parte, se hará la indignada y luego bromeará al respecto, la mamá no se preocupa tanto, son besos inocentes, mientras no los encuentre desnudos en la cama todo irá bien, aunque a veces piensa, Y si lo hicieron mientras yo no estaba, pero descarta la idea, no se atreverían, después de todo, le ha inculcado los valores correctos a su hija. Luego de medio poner las cosas en orden, la madre pregunta si nadie llamó en su ausencia, y el hijo de enmedio responde que sí, que le hablaron a su papá, Quién, No sé, una señora, No te dijo para qué, Sí, que por un trabajo. Y hay un mensaje en el buzón, dijo la hija mayor, tratando de redimirse de su delito y demostrando que es tan capaz como su hermano de poner al tanto a su madre. Ella alzó la bocina, marcó las claves correspondientes, y escuchó, Este es un mensaje para el señor Hugo Estrella, le estamos llamando de Empresas Industriales, nada más queríamos saber qué había pasado con la entrevista que concertamos, ya que usted no se presentó y nos preguntábamos si le gustaría reagendarla para otro día, esperamos su respuesta a nuestros teléfonos, de diez a dos y de cuatro a seis por favor, con la licenciada Aurora, a sus órdenes, gracias.

La mujer, desconcertada, colgó la bocina. Esta había sido la entrevista que ella misma le había conseguido, y si no se había presentado, entonces dónde carajos había estado su marido todo el día, qué había estado haciendo, por qué le hacía perder el tiempo de esta manera. No le iba a preguntar. Una hora más tarde, cuando su marido llegara con aliento alcohólico, ella sabría que no había hecho el mínimo esfuerzo por encontrar un empleo, que se había pasado la tarde vagando por ahí con sus amigotes, y que si le decía algo, aunque fuese una insinuación, su marido se pondría violento, le gritaría a ella y a los niños, y no tenía humor para peleas, mejor esperar hasta mañana, ya dios dirá.

Cenaron en silencio, y el marido se fue a dormir sin dar las buenas noches. La mujer lavó los trastes y prendió el calentador, dispuesta a tomar una buena ducha antes de acostarse. Para no entretenerse en la mañana, sacaría desde ahora la ropa que se pondría para el trabajo. Una falda azul marino, una blusa color crema, su brasier blanco y esos calzones de encaje que tanto le gustaban. Todo fue bien, excepto los calzones. No estaban. Buscó y rebuscó en todos los cajones de la cómoda, pero faltaba justo esa prenda. Y no sólo esa. La segunda opción, unos sin encaje pero de una tela muy suave, también faltaban. Estaba segura que los había lavado la última vez. O quizá se habría confundido. El marido, desde la cama, roncó, Mujer, qué es ese escándalo, hombre. La mujer fue a revisar el cesto de la ropa sucia. Tampoco estaban ahí. Si no los encontraba, se volvería loca. Sus calzones no podían desaparecer y ya, tenían que estar en algún lugar. Buscó en los cojines de la sala, debajo del comedor, en el cuarto de los niños, quizá su hija los habría tomado prestados, aunque dudaba que le gustaran o que le quedaran, entre los calcetines, en la ropa limpia que estaba todavía extendida sobre una silla, ahí al lado estaba la bolsa esa que su marido se ha estado llevando estos días, una bordada con flores y pájaros, la tiró por accidente cuando revolvía el sillón, estaba muy pesada, Qué tanto traerá aquí, no pudo evitar la curiosidad, la abrió.

Mientras sacaba un objeto tras otro su espanto llegaba a niveles insospechados. Pero al menos, había encontrado sus calzones. Lo dejó todo en su lugar, furiosa. No iba a despertar al marido. Mañana llamaría al trabajo, diría que está enferma, y lo agarraría con las manos en la masa, aunque le costara creer lo que sus ojos vieran.

Él salió a las siete en punto. Ella esperó tres minutos y fue tras él. Los niños ya se habían ido a la escuela, así que no tuvo que dar explicaciones a nadie. En el camino llamó a la oficina, le dijeron que no había problema, pero que le tenían que descontar el día. Era de esperarse. Su marido entró en la estación del subterráneo. Ella detrás. Dos estaciones y bajó. Entre tanta gente, él jamás se daría cuenta de que estaba siendo seguido. Salió a la calle y caminó hacia el este, tres cuadras. Había unos baños públicos, se llamaban Sandoval, donde el marido entró sin dudarlo. La mujer esperó unos minutos antes de entrar. Que se sienta seguro, que crea que está a salvo. Entonces entró. Le preguntó al encargado, si no había visto a un señor bajo de estatura, gordito, calvo y que llevaba un enorme bolso bordado con flores y pájaros. El encargado dijo que sí, que había pagado un baño individual. Es que mire, le explicó la mujer, quiero darle una pequeña sorpresa. Oh, entiendo, dijo el encargado, aunque la verdad era que no entendía, y le dijo, Es al fondo del pasillo, a la izquierda, la tercera puerta. La mujer le guiñó el ojo.

Ya era mediodía cuando el marido todavía seguía gritando en la puerta del número cinco. La mujer había llamado a la hija mayor, que recogiera a sus hermanos y que la viera en la central de autobuses. Llenó dos maletas con toda la ropa que podía cargar. Tomó un desarmador y abrió, al fin, la puerta. No me toques, pendejo, le dijo a su marido, amenazándolo con su improvisada arma, Me voy a ir, le dijo, me voy a llevar a los niños y más vale que no nos sigas porque te echo a la policía, cabrón. El marido dejó de intentar hablar. Bajó los brazos, se hizo a un lado, resignado. La mujer tomó las maletas y pasó. Antes de empezar a bajar la escalera, se detuvo, abrió una maleta y sacó un par más de calzones, rojos, y se los aventó en la cara. Quédate con mis calzones, pervertido. Salió de la vecindad y paró un taxi. Se fue llorando de rabia. Su madre, al verla al día siguiente en el umbral de la puerta, le diría, Ya te habías tardado, hijita, te habías tardado.

[Continúa]

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[Parte uno]

[Parte tres]

1/5/09

No es una mujer (parte uno)


[Imagen de http://brothermk1.blogspot.com/2007/03/freakshow-tanda-2.html]

Pintarse el borde de los ojos, hasta ahora, ha sido lo más difícil, pero un estúpido lápiz negro no lo va a detener, no después de haber revisado detalladamente los rostros de las modelos en las revistas de moda y glamour, no después de interrogar misteriosamente a su esposa, Este para qué sirve, cómo te pintas ahí, y para salir airoso, elogiarla, Es que siempre quedas muy guapa. Hay que otorgarle mérito, para ser la primera vez, no está tan mal, el rubor no se ve exagerado, las sombras están en su punto, el lápiz labial, bueno, parece que lleva haciendo esto toda la vida, y eso que las luces, densas y pesadas, de este baño individual que pagó no ayudan en lo absoluto, ni el espejo embarrado, ni el intenso olor a cloro. Se mira el rostro en el espejo, sonríe con malicia, si ese policía se hubiera dado cuenta de con quién estaba tratando, le habría merecido un poco más de respeto, carajo, sacarlo así, a rastras, del andén, con toda la gente mirando, no hacía caso a su Suélteme, yo puedo solo, no, no le dejó ni un poco de dignidad, habrá pensado que se enfrentaba a un degenerado sin cerebro, a uno de esos sujetos que sólo se dedican a sentir placer, en lo desconocido o en lo conocido, en lo arriesgado o en lo seguro, pero se equivocaba, a Hugo Estrella no le interesa el placer por el placer, sino ganárselo, y pensar, al final del día, Que bien lo hiciste hoy, carajo, y responderse, Y mañana irá mejor, vas a ver.

Toca el turno a la peluca. Le ha costado trabajo conseguirla, jamás imaginó en qué negocio harían cosas de estas, jamás pensó que tenía que combinarla con su tono de piel, buscar la medida, la forma del rostro, para que pareciera natural, Para que de verdad parezcas una dama, le dijo la encargada de la tienda, o el encargado, quien quizá había tenido más éxito en la labor que ahora absorbía a Hugo Estrella. Se acomodó la redecilla, suspirando al recordar los suaves perfumes de las féminas, encerrados en un vagón de metro, respirando ese aire de tranquilidad que sólo tienen allí, todas ellas, juntas, creyéndose a salvo de las manos sudorosas de los aprovechados, es la única manera en que adquieran tan particular encanto, los músculos descansados se tensan levemente al creer sentir algo duro encajándoseles en las nalgas, Hugo Estrella no sabe qué pensarán, es un celular, un bolso, una uña postiza, qué sé yo, esa mujer que lo delató, alta, usaba lentes, le podía ver el rostro en el reflejo del vidrio de la puerta, las cejas depiladas, los labios rosas, cerrados, la frente amplia, era una verdadera mujer, exhalando por sus poros esa sensación que se disipó cuando ella también alcanzó a verlo en el reflejo del vidrio, su gesto se endureció, furiosa, gritó, Hijo de puta, y lo tomó del cuello y cuando la puerta se abrió, al llegar a la estación, lo llevó directo al policía que vigilaba la línea que separaba los vagones exclusivos para mujeres del resto, mientras le gritaba, Pervertido, creíste que me iba a quedar callada, no elegiste bien a tu presa, cabrón, ahora sí vas a ver.

Llamaron a su mujer, por lo visto, al policía lo único que le interesaba era humillarlo públicamente, por eso iba gritando por los pasillos, Ahora sí te agarramos, pervertido, vas a ver cómo te va a ir, por quererte aprovechar de inocentes mujeres, por manolarga, la gente volteaba, lo miraban con asco, no concebían que un ser de esa naturaleza existiera todavía, algunos se referían al policía cumpliendo su deber, pero la mayoría, al gordo aprovechado y pervertido. Hugo Estrella sonreía mientras pensaba, Si supieras, pendejo, que no soy quien tú creíste. No era de los que se daban por vencidos, ni de los que aprendían su lección. Al contrario, ahora era un reto, más divertido, más excitante, burlar a la seguridad, encontrar la manera, y dentro de poco, conseguiría el éxito, ya sólo le faltaba acomodarse el vestido, ponerse las medias y los tacones, y vencería.

La esposa de Hugo Estrella llegó dos horas después. Le dio un sermón sobre los valores y el esfuerzo que ella hace ahora que está desempleado, pero no logró conmoverlo. Cuando llegaron a la casa, nada más para que aprendiera que con él no se juega, le dio una chinga. Creyó que se iba a salir con la suya nomás porque había un policía cuidándola, pues no, que equivocada estaba, mira nomás, y luego le dijo que durmiera en la sala y que le preparara chilaquiles. La mujer obedeció, llorando. Más le valía. Nadie iba a pasar por encima de Hugo Estrella, ni la policía moralista de la ciudad, ni las mujeres estúpidas que no saben lo que es un hombre. Quién diría, que este que ve el espejo, con tacones rojos, cabellos castaños y boca encendida, era tal. Ay cabrona, que buena estás, se dijo a sí mismo, y guardando sus cosas en su enorme bolsa bordada con flores y pájaros, salió del baño público ante la mirada atónita del encargado, quien jamás se imaginó que un hombre como el que había entrado se pudiese convertir en una mujer como la que había salido, y eso que había visto bastantes cosas en su no tan corta carrera como encargado del baño público, Jamás volveré a estar seguro de nada, pensó, y cambió el canal de la tele.

La primera prueba comenzó en cuanto puso un pie en la calle. Seguro de sí mismo, caminó con paso firme hasta la parada del camión, dos cuadras adelante, tratando de no tambalerse demasiado, hacerlo como lo había practicado, tacón, punta, tacón, punta, despacio, no lleva prisa. Con excepción de algunos viejos libidinosos que se ruenían en las jardineras, nadie se fijó realmente en Hugo Estrella vestido de mujer. Era una ciudadana más, con sus problemas y sus felicidades, sus temores y sus desvaríos. Se detiene junto a otras mujeres en la banca diseñada para aguardar el arribo del autobús de transporte público, se abrasa a su enorme bolsa, un tanto nervioso, puede desde ya sentir una erección rozando la ropa interior femenina, cualquier le preguntaría, Sólo tienes que verte como mujer, no sentirte como una, para qué usas también ropa interior, a lo que él, en este momento, no podría responder, porque, a pesar de considerarse listo, y hasta brillante, acepta que, cuando alcanza este nivel de excitación, no logra llegar a razonamientos, digamos, del todo correctos, o al menos coherentes.

Ya viene el autobús. Por suerte, pertenece al programa de uso exclusivo para mujeres, Afrodita, quien lo haya bautizado habrá pensado que no podía elegir un nombre mejor o más apropiado, quién, en su sano juicio, puede objetar la comparación con una auténtica diosa del Olimpo. Viene casi lleno, con espacio suficiente sólo para que las cinco mujeres, y Hugo Estrella, aquí esperando, lo aborden. Se acerca a la puerta, cualquiera con un buen oído podría escuchar los latidos de su corazón, o cualquiera con un buen olfato percibiría el olor amargo del lubricante que ha derramado, se siente empapado, no esta mujer, que trata de meterse en la fila, es una cualquiera, que le sonríe, como si fueran cómplices, Hugo Estrella le permite pasar primero, ella dice Gracias, y ahora sabe quién será su primera víctima, esa pobre ingenua, insolente, que no alcanzó a verle la sombra de la barba bajo el maquillaje, bien elegido está el nombre, Afrodita no sólo era la diosa de la belleza, también de la prostitución. Tendrá su merecido si logra pasar al conductor, quien mira desde su asiento, recibe las monedas, las echa en la tómbola y entrega el boleto, tres veces ya lo hizo, Hugo Estrella pone un pie en el primer escalón, sin tacto alguno, abriendo las piernas, sólo piensa, Cuidado con la peluca, sube el otro pie, ya estoy arriba, la quinta mujer, esa zorra, pasa por delante del chofer, No tengo cambio, déjeme cambiar, sí, y el chofer, atrapado por sus viscosas redes, responde, Déjelo así, pásele, ándele, pásele, no cabe duda, es verdad lo que dicen de los hombres, todos son iguales. Al fin toca el turno de Hugo Estrella, la prueba de fuego, si él, que pertenece a su mismo género, no puede reconocerlo, nadie podrá. Ya llevaba las monedas en la mano, las deposita en la tómbola, el chofer baja la palanca y deja caer el dinero en la caja, luego arranca un boleto, Hugo Estrella lo mira fijamente, con los ojos llenos de nerviosismo, quizá el chofer piensa que es admiración, por lo que, al entregarle el boleto, le acaricia suavemente los dedos, y luego le guiña un ojo. Hugo Estrella casi habla, sorprendido, estuvo a punto de pronunciar un Gracias infestado de rabia, pero piensa mejor, si su disfraz es perfecto por fuera, no ha conseguido pensar en la voz, cualquiera lo reconocería por la voz rasposa, grave, que su abuelo le heredó.

Y he ahí el paraíso que le había sido arrebatado. De regreso a él, localiza a la quinta mujer de la fila, que debió haber sido la sexta si no hubiese usurpado un lugar que no le correspondía. Se las ha arreglado para irse casi hasta la puerta de bajada. No importa. El camino es largo, y será entretenido. Hugo Estrella comienza a avanzar. Diría Con permiso, pero no es tan zoquete.

[Continúa]

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[Parte dos]

[Parte tres]