
[Advertencia: El siguiente cuento contiene escenas sexuales explícitas que pueden herir susceptibilidades]
1.
Cuando bajó del microbús, la lluvia se había desatado con toda su furia. Las gotas de agua caían con tanta fuerza que dolían en la cabeza. Gabriel no llevaba nada con qué cubrirse, iba tan sólo con la ropa puesta, y siete pesos más. Era una suerte que hubiese empezado a llover así: las lágrimas se le habían confundido con el agua, y Francisco no notaría que estuvo llorando. Cruzó la calle y se detuvo en la puerta blanca, al lado del negocio de baterías de coches, y estuvo un rato ahí de pie, sin tocar el timbre del número 2, pensando con temor. ¿Qué le dirá a Francisco? ¿Qué le responderá él? Después de todo, su relación ni siquiera había empezado. Un día, Francisco lo invitó a su casa y él aceptó la invitación. Lo único que sabían el uno del otro eran sus nombres, y que estaban deseosos de acostarse juntos. Así, parado afuera de su casa, recordó la manera tan azarosa en que se habían conocido.
(...)
Estaba harto de ocultarlo. Harto de masturbarse y sentirse culpable, harto de tener que mirar de reojo a los hombres que le gustaban, por temor a que la gente lo descubriera. Había reunido todo su valor adolescente, no podía ser que ya tuviera 18 años y se mantuviera virgen. En su día de descanso, fue a la zona rosa y se metió en una cabina de sex shop. Había escuchado en una conversación ajena la de cosas que pasaban en esos lugares. Primero, deambuló un poco por la tienda, poniendo especial atención en los dildos y las revistas gay. Y en la sección de videos, lo encontró. Francisco llevaba su mochila negra, repleta de misterios, en la espalda. Su bigote perfecto, su cabello canoso, sus ojos claros y brillantes se cruzaron con los ojos cafés, el cabello largo y las manos temblorosas de Gabriel. Francisco era más bajo. La verdad no era un hombre fuera de lo común. Es decir, de haberlo visto en la calle, pasando, tal vez hubiese sido merecedor de una mirada furtiva, y lo habría olvidado en el acto, vestido como vendedor (pues lo era), con los zapatos viejos y la mochila sucia, no habría pasado de ahí, quién sabe, tal vez antes se habían cruzado otras tantas veces en la calle y ninguno había reparado en el otro. Pero ahí, en la complicidad de la sección de videos para las cabinas, ambos se habían fijado en el otro, y se habían empezado a desear.
Con el corazón acelerado, Gabriel tomó uno de los videos y lo llevó a la caja. Pagó una hora de cabina y se fue, con el video, hacia la parte posterior de la tienda, sin dejar de mirar a Francisco. Seguro él captaría el mensaje, seguro lo seguiría, seguro se meterían en la misma cabina y tendrían sexo apasionado y furtivo. Se sentó y puso el video. Para su gusto, el volumen estaba demasiado alto, los gemidos de los protagonistas retumbaron en sus oídos, y sintió vergüenza. Después de todo, estaba en un lugar público. Miró por el agujero que daba a la cabina de al lado, pero estaba vacía. Igual que la del otro lado. Ni siquiera había logrado una erección, de lo nervioso que estaba, así que entreabrió la puerta y asomó la nariz, para ver si Franciso (aunque no conocía todavía su nombre) aún estaba allá afuera, sin animarse a entrar. Pero no lo vio. Ya no estaba en los videos. Frustrado y decepcionado, cerró la puerta, y se apretó la cabeza con los brazos, a punto de llorar de rabia, sin saber con exactitud por qué.
Alguien tocó a la puerta. Gabriel dejó de hacer ruido y se puso de pie, otra vez con el corazón acelerado. Volvieron a tocar. "¿Sí?", dijo Gabriel, y del otro lado preguntó alguien, con acento sudamericano, "¿Se puede?". Gabriel abrió por dentro y allí estaba él. Rojo, temblando, con la frente sudorosa y la mochila en la espalda. Sonrieron, Francisco pasó y cerraron la puerta. Y sin decir una palabra, comenzaron a besarse, como si hubiesen estado esperándose la vida entera. Atrapados en un apretado abrazo, Gabriel pudo sentir la erección de Francisco en su pierna, y pensó, lleno de excitación, que aquel hombre era al menos 20 años mayor. Luego se enteraría que le llevaba 23 años, la edad de su padre, y aquello sólo conseguía encenderle más los instintos.
Se bajaron los pantalones y Francisco abrió la boca por segunda vez para preguntar, "¿Qué te gusta?". Gabriel, sintiéndose cómplice de una locura, devolvió la pregunta, "¿Qué te gusta a ti?". Francisco acercó la boca a su oído y murmuró, "¿A mí? Me gusta... besar... abrazar... penetrar...". La luz de neón, tenue y oscura, le daba a la escena un aire de sensualidad que Gabriel jamás hubiese imaginado para su primera vez. Tomó un condón de la mesa, lo abrió como había leído cientos de veces que debía abrirse un condón, y se lo colocó a Francisco, quien ya empezaba a perder la erección, quién sabe si por los nervios. No consiguieron la penetración, así que Gabriel retiró el condón y empezó a chupar. Un rato respués sintió el sabor salado del semen inundando su boca, miró la cara de Francisco, que parecía estarse convulsionando, y tragó, satisfecho.
Francisco sacó de su mochila una libretita y una pluma. Escribió su teléfono y su nombre en una hoja y, mientras todavía se fajaba los pantalones, se lo entregó a Gabriel y le dijo, con su atractivo acento (que más tarde se enteró, era hondureño) "Me llamas, ¿eh?". Gabriel asintió con la cabeza y se guardó el papel mientras veía irse a Francisco. Luego, ya solo, se masturbó, saboreando todavía lo que, por primera vez, acababa de probar.
[Continúa]
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