
La semana siguiente volvió a la misma sex shop donde había conocido a Francisco, más o menos a la misma hora, para ver si de nuevo lo encontraba. Pero no. Decepcionado, se metió a la tienda de discos de enfrente, y anduvo deambulando un rato entre los estantes. Estaba mirando un disco de The Doors cuando alguien detrás de él le dijo, "Yo lo tengo. Si quieres te lo presto", y Gabriel reconoció enseguida el acento hondureño de Francisco. Intercambiaron frases de sorpresa, como si fuesen amigos que no se ven muy seguido, Qué haces aquí, Pues ya ves, donde vinimos a encontrarmos, Que casualidad, ¿no? Sí, que casualidad. "¿Cómo te llamas?", preguntó Francisco, y Gabriel le dijo su nombre. "Yo me llamo Francisco", le dijo él, y Gabriel le dijo que ya lo sabía, que le había dado su teléfono. "¿Y entonces por qué no me has llamado?". Rieron. A Gabriel aquel hombre le parecía adorable, con su bigote recortado con precisión milimétrica, sus pestañas largas, un lunar en la mejilla y su mochila negra y enorme, repleta de misterios.
Salieron de la tienda de discos y comenzó a llover. Francisco iba para el metro, y como Gabriel no tenía nada qué hacer, lo acompañó. La verdad, aunque hubiese tenido algo qué hacer, lo habría acompañado, el hondureño lo había atrapado por completo. Llegaron corriendo a la estación, se detuvieron cerca de la taquilla, y Francisco, despidiéndose, le dijo que vivía por el metro cuitlahuac, que cuando quisiera visitarlo, ahí estaba su casa. "Puedo... no sé, hacerte de comer, es que no tengo ni tele, recién regresé a México", y Gabriel sonrió. "Bueno, entonces, cuando quieras, ¿okey?". Gabriel no pudo resistirse, después pensó que había sido un atrevimiento insólito para su temperamento, pero no se arrepintió: "¿Y si quiero ahora?", le preguntó. Francisco lo miró algo sorprendido. Pero no dijo nada. A él también lo había atrapado el niño este.
(...)
Por fin tocó el timbre. La lluvia no había amainado en lo absoluto. Ahí parado, le pareció una completa locura. Ni siquiera le había avisado que vendría. Tal vez calculó mal los sábados (Francisco descansaba un sábado sí y uno no), y hoy andaba trabajando. Esperó. Volvió a tocar. Miró su reloj. Las doce del día. Hacía mucho tiempo que no se veían. Desde... la última vez que había llegado aquí de imprevisto, traía las maletas con su ropa. Y Francisco le había dicho que algo entre ellos era imposible. Le confesó que era misionero. Que lo habían expulsado de la hermandad por haber intimado con el hijo de uno de los superiores. "Sólo fue sexo oral", dijo, excusándose, pidiéndole perdón sin tener que hacerlo. Por eso había regresado a México. Para pedir perdón.
A Gabriel le había parecido lo más absurdo del mundo. ¿Pedir perdón? ¿Acaso no debía sentirse arrepentido, entonces? Y no parecía hacerlo, pues Gabriel ya había ido a su casa en tres ocasiones, habían tenido mucho sexo, todo el día, y Francisco no parecía tener la más remota culpa en el pecho, al contrario, lucía radiante, más joven. Feliz. Gabriel había venido en busca de refugio: les había confesado a sus padres que era gay, y lo habían corrido de su casa. No podía volver. Francisco lo dejó quedarse esa noche. No hicieron nada. A la mañana siguiente, lo incitó a disculparse con sus padres, a regresar a su casa, le dijo que ellos estarían preocupados y se inventó todo un discurso sobre la familia y su importancia que Gabriel se creyó y volvió.
Desde entonces no se había animado a regresar a su casa. Había pasado un tiempo. Cuatro meses, más o menos. Pero Gabriel lo seguía recordando. Recordaba los vellitos que le nacían de la nariz y que llegaban hasta sus cejas. Recordaba la manera en que se convulsionaba cuando tenía un orgasmo. Recordaba la primera vez que lo había penetrado, cuando preguntaba a cada instante, "¿No te lastimo?". Era un hombre tierno, cariñoso y atractivo. No necesitaba pedirle perdón a Dios. Seguro también lo extrañaba. Bajo la inclemente lluvia, Gabriel sonrió con optimismo y volvió a timbrar.
Escuchó ruido del otro lado del portón. La puerta se abrió y Francisco apareció, sonriente, diciendo "Chico, que insistencia...", pero se calló al ver la cara empapada de Gabriel. "¿Gabriel? ¿Qué haces...?", y otra vez se detuvo. Se quitó de la puerta para que el joven pasara, y luego de asomarse a ambos lados de la calle, cerró, y puso el pasador.
[CONTINÚA]