31/3/08

La condena [2 de 3]




La semana siguiente volvió a la misma sex shop donde había conocido a Francisco, más o menos a la misma hora, para ver si de nuevo lo encontraba. Pero no. Decepcionado, se metió a la tienda de discos de enfrente, y anduvo deambulando un rato entre los estantes. Estaba mirando un disco de The Doors cuando alguien detrás de él le dijo, "Yo lo tengo. Si quieres te lo presto", y Gabriel reconoció enseguida el acento hondureño de Francisco. Intercambiaron frases de sorpresa, como si fuesen amigos que no se ven muy seguido, Qué haces aquí, Pues ya ves, donde vinimos a encontrarmos, Que casualidad, ¿no? Sí, que casualidad. "¿Cómo te llamas?", preguntó Francisco, y Gabriel le dijo su nombre. "Yo me llamo Francisco", le dijo él, y Gabriel le dijo que ya lo sabía, que le había dado su teléfono. "¿Y entonces por qué no me has llamado?". Rieron. A Gabriel aquel hombre le parecía adorable, con su bigote recortado con precisión milimétrica, sus pestañas largas, un lunar en la mejilla y su mochila negra y enorme, repleta de misterios.

Salieron de la tienda de discos y comenzó a llover. Francisco iba para el metro, y como Gabriel no tenía nada qué hacer, lo acompañó. La verdad, aunque hubiese tenido algo qué hacer, lo habría acompañado, el hondureño lo había atrapado por completo. Llegaron corriendo a la estación, se detuvieron cerca de la taquilla, y Francisco, despidiéndose, le dijo que vivía por el metro cuitlahuac, que cuando quisiera visitarlo, ahí estaba su casa. "Puedo... no sé, hacerte de comer, es que no tengo ni tele, recién regresé a México", y Gabriel sonrió. "Bueno, entonces, cuando quieras, ¿okey?". Gabriel no pudo resistirse, después pensó que había sido un atrevimiento insólito para su temperamento, pero no se arrepintió: "¿Y si quiero ahora?", le preguntó. Francisco lo miró algo sorprendido. Pero no dijo nada. A él también lo había atrapado el niño este.

(...)

Por fin tocó el timbre. La lluvia no había amainado en lo absoluto. Ahí parado, le pareció una completa locura. Ni siquiera le había avisado que vendría. Tal vez calculó mal los sábados (Francisco descansaba un sábado sí y uno no), y hoy andaba trabajando. Esperó. Volvió a tocar. Miró su reloj. Las doce del día. Hacía mucho tiempo que no se veían. Desde... la última vez que había llegado aquí de imprevisto, traía las maletas con su ropa. Y Francisco le había dicho que algo entre ellos era imposible. Le confesó que era misionero. Que lo habían expulsado de la hermandad por haber intimado con el hijo de uno de los superiores. "Sólo fue sexo oral", dijo, excusándose, pidiéndole perdón sin tener que hacerlo. Por eso había regresado a México. Para pedir perdón.

A Gabriel le había parecido lo más absurdo del mundo. ¿Pedir perdón? ¿Acaso no debía sentirse arrepentido, entonces? Y no parecía hacerlo, pues Gabriel ya había ido a su casa en tres ocasiones, habían tenido mucho sexo, todo el día, y Francisco no parecía tener la más remota culpa en el pecho, al contrario, lucía radiante, más joven. Feliz. Gabriel había venido en busca de refugio: les había confesado a sus padres que era gay, y lo habían corrido de su casa. No podía volver. Francisco lo dejó quedarse esa noche. No hicieron nada. A la mañana siguiente, lo incitó a disculparse con sus padres, a regresar a su casa, le dijo que ellos estarían preocupados y se inventó todo un discurso sobre la familia y su importancia que Gabriel se creyó y volvió.

Desde entonces no se había animado a regresar a su casa. Había pasado un tiempo. Cuatro meses, más o menos. Pero Gabriel lo seguía recordando. Recordaba los vellitos que le nacían de la nariz y que llegaban hasta sus cejas. Recordaba la manera en que se convulsionaba cuando tenía un orgasmo. Recordaba la primera vez que lo había penetrado, cuando preguntaba a cada instante, "¿No te lastimo?". Era un hombre tierno, cariñoso y atractivo. No necesitaba pedirle perdón a Dios. Seguro también lo extrañaba. Bajo la inclemente lluvia, Gabriel sonrió con optimismo y volvió a timbrar.

Escuchó ruido del otro lado del portón. La puerta se abrió y Francisco apareció, sonriente, diciendo "Chico, que insistencia...", pero se calló al ver la cara empapada de Gabriel. "¿Gabriel? ¿Qué haces...?", y otra vez se detuvo. Se quitó de la puerta para que el joven pasara, y luego de asomarse a ambos lados de la calle, cerró, y puso el pasador.

[CONTINÚA]

29/3/08

Time Out



Sin tiempo para nada.
La capacitación es aburrida.
El trabajo está lejos.
No me gusta vender.
Salgo a las once de la noche.
No tengo más tiempo libre.
Necesito el dinero...

¿Cuándo podré salir a tomar fotos con mi cámara nueva?

Soon... I hope...

21/3/08

Flashback [vol. 3]



-Pues, vamos a fumar, ¿no?
-Arre.

No perdimos el tiempo. En cuanto llegamos del museo nómada del zócalo, A. y yo nos salimos a la terraza [o como se llame] y fumamos la mitad de un porro empezado. Le di muy duro, cuando andaba arriba estaba muy preocupado, y repetía, No debí dejar que se me subiera tanto, mientras A. me decía que me relajara o me iba a malviajar. Al final logré cambiarme, nos bañamos y, ya más despejados, nos fuimos al Vicio en metro.

[...]

Después de caminar por lo que yo creí que era el barrio chino, nos sentamos en una banca al lado de un señor con lentes oscuros. Habíamos caminado mucho ese día. Me preocupaba llegar a la casa, y encontrarlo enojado. Me dijo que podíamos caminar por la calle donde estábamos y fumar. Pero yo creí que estábamos muy cerca del centro, así que le propuse ir a Chapultepec. Nos dejaron en el paradero y tuvimos que rodear para llegar al museo Rufino Tamayo. En el camino fumamos, y nos sentamos a trippear frente al museo. Hablamos de los niveles, de la verdad absoluta y de las relativas. Y no podía creer que ahora pensara así.

La verdad, lo vi como un retroceso. Pero él piensa que no. Tendrá sus razones, pero un día se dará cuenta que antes estuvo en lo correcto y ahora es cuando está equivocado.

[...]

Pasamos la noche en vela. Las bancas de la Terminal Poniente son sumamente incómodas y lastiman al sentarse. Además estábamos muy cerca de la puerta, y conforme avanzaba la madrugada, el frío arreciaba. Los tipos de las pulidoras no ayudaban en lo más mínimo a dormir, aunque fuese un rato. No recuerdo haberme quedado dormido en ningún momento. Compramos un café pero cuando salimos, como iba temblando, tiré buena parte. Ya de regreso se me quitó el sueño, sólo faltaban unos minutos para que dieran las 4:30 a.m.

Llegada la hora, nos detuvimos en los taxis de afuera. El fulano que vendía los boletos de los taxis de la central anunció que no habría metro hasta las 7. Así fue. Creo que, mientras estábamos sentados, tratando de dormir, pensé en decirle cuando se fuera que no podía creer que se iba creyendo en el relativismo, poniendo en duda la veracidad de la razón humana. Hubiera funcionado si nos hubiéramos fumado otro gallo. Pero hacía mucho frío afuera y me daba una hueva tremenda salir a fumar. Y antes de que subiera al taxi, sólo alcancé a decirle que me había dado un gusto tremendo que viniera, y que esperaba que no fuera la última vez. Luego el taxi se fue, y yo me quedé con su chamarra, cubriéndome el frío, dos horas y media más.

19/3/08

Obsesiones




...Te amo. Y te voy a extrañar mucho.
Con eso basta.

...

"Tú me acostumbraste a todas esas cosas...""

11/3/08

Virginio Urbina y el junkie del callejón



Salí del ciber al que solía ir por las noches, para no variar, deprimido y ofuscado por la soledad. Ante las expectativas de llegar a "casa" y no tener a nadie que me recibiera para preguntarme Cómo te fue o Qué hiciste, aminoré el paso y caminé mientras fumaba un cigarrillo. En la primera esquina, dos tipos me alcanzaron y me pidieron lumbre. Yo saqué el encendedor de mi mochila y se los di, sin dejar de caminar. Es extraño, que siempre he sido en exceso confiado con los desconocidos, y nunca me ha pasado nada malo. Coincidencias, o será el sereno. Ellos pudieron haberme asaltado (aunque se hubiesen llevado unos pocos centavos, pero la madriza quién me la iba a quitar), o al menos pedirme dinero, y a cambio de eso, uno de ellos, el más alto, me preguntó, ¿Fumas weed? Contesté que sí.

Eran un par de cholos típicos de la frontera, rapados, con sudaderas enormes, blancas con letras rojas, y pantalones amplios arrastrándoles sobre los tennis hinchados por el relleno de calcetines. Caminaban dando saltos, sin preocuparse por los coches que pasaban por la calle, sin voltear hacia atrás, a ver si no venía nadie. Por la acera de enfrente pasaron dos o tres personas, sin reparar en nosotros. El más alto me devolvió el encendedor y me pasó el toque. No lo pensé dos veces, y le di tres fumadas prolongadas y profundas. Sostuve el humo en los pulmones mientras cruzábamos la calle y después lo solté. Tosí un poco, estaba bastante buena. Fue curioso cómo me lo había pasado a mí antes de fumar él mismo. Cuando lo hizo, comenzó a toser con gran escándalo, inundando la calle. El otro, más bajo de estatura, se impacientó y le decía, Güey, cállate, mientras miraba hacia atrás. Supongo que se acordó que estábamos fumando a mitad de la calle, a las diez de la noche.

Me lo pasaron otras dos veces antes de llegar a casa. Íbamos platicando, no recuerdo sobre qué. Me dijo que si un día se me ofrecía algo, lo buscara. Siempre ando por aquí, me dijo, o pregunta por el Icker. Llegamos frente a la puerta mi casa y nos despedimos. Le di una última fumada y luego media vuelta. De pronto me acordé, Cómo te llamas, le grité. Walter, me dijo, y se fueron.

[...]

Era una noche como otras tantas en el callejón. Habíamos estado tranquilos, fumando de mi mota, supongo, y burlándonos del Cepillín o de otro de los borrachos que solían unírsenos, cuando llegó Walter (Cartón, le decían), y me saludó con efusividad. Estuvo un rato ahí, de pie, sin hablarle a nadie, tronándose los dedos y tallándose el rostro. Luego se puso de pie y empezó a caminar hacia el fondo del callejón, en dirección a mi casa. Me hizo señas de que lo siguiera. Nadie notó que nos fuimos.

Son buena onda, me dijo, pero ahorita no ando de humor, quiero unas pastas. Me confesó que le sorprendía que me trataran así, porque casi nunca le conseguían a la gente sin antes bajarle algo, y el Rulo, hasta ahorita, no te ha bajado, eso es lo que dan, pero cuídate. Mejor dime a mí, me decía, que él conseguía pero puros de a cien. Le dije, Pues es lo que casi siempre compro, Ah, pues ahí'stá, dijo, y de pronto se detuvo para enseñarme una plantita de mariguana que crecía en la grieta de una pared. Esos güeyes la plantaron, me dijo, riéndose, Se pasan de vergas.

Hablamos sobre las ventajas y desventajas de vivir solo. De las pastas. Le dije que nunca había probado. Pues ya es hora, me dijo, Compramos dos y te tomas la mitad, si no te gusta, yo me chingo la otra mitad, cuál es el pedo. Mi corazón se aceleró. Nunca había probado nada excepto mota. Una vez me habían ofrecido coca pero no quise. Y ahora, estaba frente a la posibilidad de probar pastas. Me emocioné, aunque sentí algo de miedo.

Llegamos a la casa donde vivía el fulano que vendía. Era la misma casa a la que ya habíamos ido antes, a tratar de comprar mota, y no había habido. Walter tocó el cancel con una llave. La luz de la ventana estaba prendida, pero nadie salió. Esperamos un rato. Nadie salió. Puta, no está, dijo, y empezó a caminar. Vamos al parque, ¿no?, me dijo, y yo accedí. Traes weed, me preguntó, y yo le dije que sí, que acababa de comprar. Uy, pues con eso la hacemos, expresó, triunfante, mientras nos dirigíamos con Pichardo, el de los hot dogs, a fumar en una pipa y a hacer desmadre toda la noche...

Y esa fue la última vez que lo vi, antes de irme de Tijuana.

[FIN]

4/3/08

La condena (1 de 3)



[Advertencia: El siguiente cuento contiene escenas sexuales explícitas que pueden herir susceptibilidades]

1.

Cuando bajó del microbús, la lluvia se había desatado con toda su furia. Las gotas de agua caían con tanta fuerza que dolían en la cabeza. Gabriel no llevaba nada con qué cubrirse, iba tan sólo con la ropa puesta, y siete pesos más. Era una suerte que hubiese empezado a llover así: las lágrimas se le habían confundido con el agua, y Francisco no notaría que estuvo llorando. Cruzó la calle y se detuvo en la puerta blanca, al lado del negocio de baterías de coches, y estuvo un rato ahí de pie, sin tocar el timbre del número 2, pensando con temor. ¿Qué le dirá a Francisco? ¿Qué le responderá él? Después de todo, su relación ni siquiera había empezado. Un día, Francisco lo invitó a su casa y él aceptó la invitación. Lo único que sabían el uno del otro eran sus nombres, y que estaban deseosos de acostarse juntos. Así, parado afuera de su casa, recordó la manera tan azarosa en que se habían conocido.

(...)

Estaba harto de ocultarlo. Harto de masturbarse y sentirse culpable, harto de tener que mirar de reojo a los hombres que le gustaban, por temor a que la gente lo descubriera. Había reunido todo su valor adolescente, no podía ser que ya tuviera 18 años y se mantuviera virgen. En su día de descanso, fue a la zona rosa y se metió en una cabina de sex shop. Había escuchado en una conversación ajena la de cosas que pasaban en esos lugares. Primero, deambuló un poco por la tienda, poniendo especial atención en los dildos y las revistas gay. Y en la sección de videos, lo encontró. Francisco llevaba su mochila negra, repleta de misterios, en la espalda. Su bigote perfecto, su cabello canoso, sus ojos claros y brillantes se cruzaron con los ojos cafés, el cabello largo y las manos temblorosas de Gabriel. Francisco era más bajo. La verdad no era un hombre fuera de lo común. Es decir, de haberlo visto en la calle, pasando, tal vez hubiese sido merecedor de una mirada furtiva, y lo habría olvidado en el acto, vestido como vendedor (pues lo era), con los zapatos viejos y la mochila sucia, no habría pasado de ahí, quién sabe, tal vez antes se habían cruzado otras tantas veces en la calle y ninguno había reparado en el otro. Pero ahí, en la complicidad de la sección de videos para las cabinas, ambos se habían fijado en el otro, y se habían empezado a desear.

Con el corazón acelerado, Gabriel tomó uno de los videos y lo llevó a la caja. Pagó una hora de cabina y se fue, con el video, hacia la parte posterior de la tienda, sin dejar de mirar a Francisco. Seguro él captaría el mensaje, seguro lo seguiría, seguro se meterían en la misma cabina y tendrían sexo apasionado y furtivo. Se sentó y puso el video. Para su gusto, el volumen estaba demasiado alto, los gemidos de los protagonistas retumbaron en sus oídos, y sintió vergüenza. Después de todo, estaba en un lugar público. Miró por el agujero que daba a la cabina de al lado, pero estaba vacía. Igual que la del otro lado. Ni siquiera había logrado una erección, de lo nervioso que estaba, así que entreabrió la puerta y asomó la nariz, para ver si Franciso (aunque no conocía todavía su nombre) aún estaba allá afuera, sin animarse a entrar. Pero no lo vio. Ya no estaba en los videos. Frustrado y decepcionado, cerró la puerta, y se apretó la cabeza con los brazos, a punto de llorar de rabia, sin saber con exactitud por qué.

Alguien tocó a la puerta. Gabriel dejó de hacer ruido y se puso de pie, otra vez con el corazón acelerado. Volvieron a tocar. "¿Sí?", dijo Gabriel, y del otro lado preguntó alguien, con acento sudamericano, "¿Se puede?". Gabriel abrió por dentro y allí estaba él. Rojo, temblando, con la frente sudorosa y la mochila en la espalda. Sonrieron, Francisco pasó y cerraron la puerta. Y sin decir una palabra, comenzaron a besarse, como si hubiesen estado esperándose la vida entera. Atrapados en un apretado abrazo, Gabriel pudo sentir la erección de Francisco en su pierna, y pensó, lleno de excitación, que aquel hombre era al menos 20 años mayor. Luego se enteraría que le llevaba 23 años, la edad de su padre, y aquello sólo conseguía encenderle más los instintos.

Se bajaron los pantalones y Francisco abrió la boca por segunda vez para preguntar, "¿Qué te gusta?". Gabriel, sintiéndose cómplice de una locura, devolvió la pregunta, "¿Qué te gusta a ti?". Francisco acercó la boca a su oído y murmuró, "¿A mí? Me gusta... besar... abrazar... penetrar...". La luz de neón, tenue y oscura, le daba a la escena un aire de sensualidad que Gabriel jamás hubiese imaginado para su primera vez. Tomó un condón de la mesa, lo abrió como había leído cientos de veces que debía abrirse un condón, y se lo colocó a Francisco, quien ya empezaba a perder la erección, quién sabe si por los nervios. No consiguieron la penetración, así que Gabriel retiró el condón y empezó a chupar. Un rato respués sintió el sabor salado del semen inundando su boca, miró la cara de Francisco, que parecía estarse convulsionando, y tragó, satisfecho.

Francisco sacó de su mochila una libretita y una pluma. Escribió su teléfono y su nombre en una hoja y, mientras todavía se fajaba los pantalones, se lo entregó a Gabriel y le dijo, con su atractivo acento (que más tarde se enteró, era hondureño) "Me llamas, ¿eh?". Gabriel asintió con la cabeza y se guardó el papel mientras veía irse a Francisco. Luego, ya solo, se masturbó, saboreando todavía lo que, por primera vez, acababa de probar.

[Continúa]