20/12/07

Te ves hermosa



(de la serie "Cuentos de Navidad")

Le va a doler deshacerse de la gargantilla, pero después de todo, piensa, es la última nochebuena en el club, pasada la fecha jamás podrá volver a utilizarla, qué caso tiene llevársela a la tumba. Si puede servirle para vivir una última noche sin humillaciones, sin que la gente murmure, Mira, trae el mismo vestido, Pobre viuda, se ha quedado en la ruina. Qué les importa. Los va hacer tragarse sus palabras, verán cuán radiante acude a la cena, más radiante, más elegante, más bella que nunca. La llavecita de la caja está en el clóset, en una puerta que se abre con combinación. Es para abrir otra caja, que contiene otra llave, que abre una puerta más en el clóset que contiene otra caja con una combinación diferente, y ahí dentro, envuelta en una suave tela, yace la gargantilla que su marido le regaló cuando se casaron.

Ah, lo que provocó aquella gargantilla en su tiempo de gloria. Miradas sobre ella, miradas de admiración y sobretodo, de envidia. Los ojos de todas las mujeres puestos sobre el brillo de los diamantes, sobre el resplandor del oro puro. Te ves hermosa, le decían, pero no le decían a ella, sino a su gargantilla, y Gloria se ponía feliz porque esa noche podía ver con claridad los pensamientos de las otras mujeres, Maldita perra, cómo fue a comprarse eso, está divina. No importaba cuántas veces se la pusiera, procuraba no gastarla demasiado, una, dos veces al año, pero cada vez provocaba la misma reacción. Es que una cosa así no se ve todos los días, menos en este país. Pero su marido, en ese tiempo, era una adoración. Claro, antes de morir y heredarle las deudas, los ajustes, los créditos vencidos, y dejarla en ruinas, ese pequeño secreto que le reveló hasta que estuvo en su lecho de muerte: No tengo un peso, estoy hasta el cuello de deudas.

Lo cierto es que ya no tenía ánimos de vivir sólo para sobrevivir. Su casa estaba ya vacía, sus alhajeros, vacíos, sus cuentas de banco, sus roperos, sus cofres, hasta los techos y las cocinas estaban vacías. De muebles, de cuadros, de candelabros, de licuadoras, de gente. Lo único que había en la enorme casa, además de ella, era su cama y un inmenso espejo donde recordaba, noche tras noche, los tiempos mejores. Sacó la gargantilla de su escondite y se la puso. Todo brilló, la casa se iluminó, escuchó el eco de sus amigas diciéndole, Te ves hermosa, sus mejillas adquirieron otra vez color, su pelo un resplandor de musa, su porte se enderezó, que tiempos, dios, que vida.

Estuvo cerca de dos horas contemplándose, recreando conversaciones, sosteniendo en la delicada mano una copa imaginaria de champán mientras saludaba a la imaginaria esposa del ministro extranjero. Rescató sus mejores recuerdos, y cuando dieron las seis, y su pequeño reloj despertador sonó, volvió de golpe a la cruel realidad y se dijo, Es hora. La cena de nochebuena en el club costaba, como de costumbre, cinco mil pesos, y no podía permitirse la humillación de no asistir. La gargantilla era lo último que le quedaba, y con lo que le dieran por ella le alcanzaría hasta para comprarse un vestido elegantísimo, porque también, el que llevaba puesto era el único que tenía. Era su último gusto, su última fiesta, donde brillaría igual que cuando estaba vivo su marido, y cuando creía poseer una fortuna inmensa: coches, casas, viajes, navidades llenas de regalos para todo el mundo. No llevaría regalo para nadie, pero estaba bien. La gente sabía que era pobre, le tenían lástima, qué más da, ya no le importa, llegando a su casa de la cena, tomará una soga y se ahorcará de donde estaba colgado el maravillosos candelabro de la cocina que había vendido el mes pasado.

Salió de su casa asegurando lo más que podía la gargantilla. Se detuvo en la esquina de la avenida y cuando vio venir un taxi, no pudo evitar hacerle la parada. Pero justo antes de subir, recordó que no llevaba más que cinco pesos. Se quedó pensativa, nostálgica, recordando cuando no le importaba pagar un taxi para ir al otro lado de la ciudad cuando su chofer estaba indispuesto. Lloró frente al taxista, y él la apresuró, Señora, súbase que estamos parando el tráfico. Ay, no, disculpe usted, le contestó ella, y cerró la puerta, y todavía con lágrimas en los ojos, le hizo la parada a un microbús que pasaba, al sentir el tubo de la escalera en su mano, frío y repleto de bacterias, para consolarse, pensaba, Es la última vez, esta es mi última noche, la última y se acabó, se acabó.

(FIN)

17/12/07

Superviviente (Stephen King)

Hace un buen tiempo que leí este cuento, gracias al blog de Ivet Sosa, y me fascinó. Les dejo unos fragmentos y el link para que lo lean completo.

[Acompaña su lectura con Taste You de Melissa Auf der Maur]



Más tarde o más temprano, la pregunta surge siempre en la carrera de un médico: ¿Hasta qué punto puede un paciente soportar un shock traumático? Según las teorías, hay diferentes respuestas, pero, básicamente, la contestación esencial es otra pregunta: ¿Hasta qué punto el paciente quiere sobrevivir?

26 de enero

Hace dos días que la tormenta me arrojó a esta playa. Me he estado paseando por la isla toda la mañana. ¡Qué isla! Mide 190 pasos de ancho por 267 pasos de punta a punta.

Además, por lo que veo, no hay nada que comer. (...)

28 de enero

Bueno, he comido..., si es que a eso se le puede llamar comer. Una gaviota vino a posarse en una de las rocas del centro de la isla, un montículo también cubierto de excrementos de pájaros. Agarré una piedra que tenía a mano y me acerqué a ella todo lo posible. No se movía, observándome con sus ojos negros y brillantes. Me sorprendió que no la asustara el ruido de mis tripas. (...)

1 de febrero

He visto un avión. Pasó de largo sobre la isla. Intenté subir al montículo central para llamar su atención y metí el pie en el mismo agujero del día en que cacé la primera gaviota. Me rompí el tobillo. Fractura compuesta. Fue como un disparo. El dolor era insoportable. Grité y perdí el equilibrio. En vano, agité los brazos como un molino de viento. Caí y me golpeé la cabeza. Todo se puso negro. Cuando volví en mí, se había puesto el sol. Había perdido un poco de sangre. El tobillo se me había hinchado como un neumático y tenía una buena insolación. Creo que, de haber habido una hora más de sol, tendría todo el cuerpo llagado. (...)

3 de febrero

La hinchazón y la pérdida de color son todavía mayores. Esperaré hasta mañana. Si la operación es imprescindible, creo que podré llevarla a cabo. Tengo cerillas para esterilizar el cuchillo y aguja e hilo de la cajita de costura. Como vendaje, la camisa. (...)

5 de febrero

Lo hice.

El dolor era lo que menos me preocupaba, porque puedo soportarlo, pero temía que la debilidad, el hambre y el dolor combinados me hicieran perder el conocimiento antes de acabar.

Pero la heroína resolvió el problema maravillosamente.

Abrí una de las bolsitas y aspiré dos generosas dosis sobre una roca plana, primero la ventanilla derecha, luego, la izquierda. Era una especie de hielo deslumbradoramente anestésico que invadía mi cerebro íntegro. Aspiré la heroína al dejar de escribir, ayer, a las 9.45. Cuando volví a mirar la hora, las sombras se habían movido, dejándome parte del cuerpo al sol, y eran las 12.41. Me había adormilado. Nunca había imaginado que fuese tan fantástico y no comprendo por qué le tenía tanta manía. El dolor, el miedo, la infelicidad... todo desaparece, dejando sólo una calma eufórica.

Operé en esas condiciones.

Como era de esperar, sentí un dolor agudísimo, especialmente en la primera parte de la operación. Pero el dolor parecía desconectado de mí, como si fuera de otro. Me molestaba, pero me resultaba extraordinariamente interesante. ¿Podéis entender lo que digo? Si alguna vez habéis empleado un calmante con una fuerte base de morfina, sabréis de qué hablo. Hace algo más que mitigar el dolor. Induce un estado mental. Una cierta serenidad. Entiendo por qué la gente se queda colgada, aunque ésa sea una palabra horrorosamente fuerte y que usa, en general, la gente que nunca lo ha probado.

A media operación, el dolor empezó a ser algo más personal. Oleadas de desfallecimiento me acometían. Miré con ansia la bolsita de heroína, pero me obligué a apartar la vista. Si volvía a adormilarme, moriría desangrado con la misma seguridad que si me desmayara. Conté hasta cien al revés.

La pérdida de sangre era el factor más crítico. Como cirujano, era vitalmente consciente de ello. No debía perder una gota más que lo imprescindible. Si un paciente sufre una hemorragia durante una operación en un hospital, se le puede suministrar sangre. Yo carecía de esos medios. Todo lo que se había perdido —la arena debajo de mi pie estaba ya negra— estaba perdido hasta que mi propia fábrica lo repusiera. No tenía hemostáticos, ni hilo de sutura, ni grapas.

Empecé la operación exactamente a las 12.45. Acabé a la 1.50 e inmediatamente me atonté con heroína, una dosis mayor que la anterior. Me dormí en un mundo gris, indoloro, y permanecí así hasta alrededor de las cinco. Cuando me espabilé, el sol estaba cerca del horizonte occidental, trazando un camino de oro sobre el azul del Pacífico que llegaba hasta mí. Nunca he visto algo tan increíble. Tanto, que me compensó del dolor en un segundo. Una hora más tarde aspiré un poquito más, para seguir disfrutando de la puesta de sol.

Poco después de hacerse de noche, yo...

Yo...

Esperad un segundo. ¿Os he dicho que no he comido absolutamente nada durante cuatro días? ¿Y que lo único que tenía a mi alcance para recuperar mis energías agotadas era mi propio cuerpo? Después de todo, ¿no se ha dicho, una y otra vez, que la supervivencia es una cuestión mental? ¿De una mente superior? No voy a justificarme diciendo que cualquiera hubiera hecho lo mismo. En primer lugar, hay que ser cirujano. Y aun conociendo la técnica de la amputación, es posible hacer una carnicería y desangrarse de todos modos. Y, aun en el caso de poder sobrevivir a la amputación y al shock traumático, jamás se le ocurriría algo semejante a alguien convencional. No importa. Nadie tiene por qué enterarse. Lo último que haré antes de abandonar la isla será destruir este libro.

Tuve mucho cuidado.

Lo lavé muy bien antes de comérmelo. (...)

14/12/07

Volver otro día



Esta es la última vez, se dijo, tomó las llaves de la camioneta, encerró a los niños, y partió rumbo al lago. Apretaba con fuerza el volante mientras conducía sin prisas, sabía que si hoy descubría la verdad, John la esperaría. Pero qué tal si no. Lo imaginaba recargado en un árbol, escondiéndose, quizá fumando, como hace cuando espera algo que no sabe cuánto se tardará, atento a los sonidos de la carretera, lanzando piedras, mirando el cielo, abrazándose el pecho por el frío. Pobre, se decía, cómo habrá hecho todo este tiempo, dónde se habrá metido, por qué no fue a la casa, por qué no me pidió ayuda, pensó que lo traicionaría, que tonto, si yo lo amo.

Lo amaba tanto que se negaba a creerlo, y no sólo eso: estaba convencida de que la noticia había sido falsa. De que el acta de defunción la habían expedido con demasiadas prisas, para ocultar algo. De que el abogado tenía buenas intenciones, pero había arruinado la investigación. Estaba convencida de que el mundo había conspirado en su contra. Declararlo muerto, perdonarle las deudas, era lo que a todo el mundo le convenía, excepto a ella. No sabía cómo vivir sin él. Por eso Anne imaginaba todas las noches que John entraría a hurtadillas por la ventana, se recostaría a su lado y le diría, He vuelto, no te preocupes, estoy bien. Ella tocaría su cuerpo flaco y demacrado, mientras repite Lo sabía, lo sabía, y le plantaba sonoros besos en la cara. Pero luego despertaba, todas las mañanas, y se descubría sola en la inmensidad de la cama, bañada en lágrimas.

Siempre tomaba el mismo camino. Es que era supersticiosa. Desde que vio el bote estallando en mil pedazos en medio del lago. Fue una suerte que el helicóptero pasara por allí en ese preciso momento, y que ella estuviese viendo las noticias de la tarde. Si no, quién sabe hasta cuándo se habría enterado. Así pudo irse sin perder el tiempo hacia el lago, por ese camino que ahora recorría, pero pisando más a fondo el acelerador. Aquel día le urgía llegar. Para que fuese ella la que llevara a su marido al hospital, no la ambulancia, para que fuese ella quien le dijera las primeras palabras, No te preocupes, vas a estar bien. Pero la policía no la dejó pasar, hasta que barrieron toda el área del lago. La explosión, inexplicable, había sido tan aparatosa que esperaban encontrar los miembros de John regados por todo el lugar. No pasó eso. Al contrario, no pudieron encontrar un sólo rastro, una piedra manchada de sangre, un cabello, un trozo de uña. Nada. Buscaron y buscaron, hasta que la noticia se agotó, y nació el borrego con cinco patas, y fue la sensación. Todo el mundo se olvidó del hombre que se esfumó en el aire.

Tenía sus motivos para suicidarse. Pero Anne sabía que nunca tomaría una decisión como esa sin consultarla, o al menos, sin dejarle un recado, una nota, Es lo mejor para nosotros, así la habría firmado, porque él siempre se había sacrificado por su familia, hasta el suicidio habría sido un sacrificio y no un escape. Sabía que su muerte solucionaría todo. Anne podría cobrar el seguro de vida, el banco condonaría la hipoteca de la casa, y los delincuentes que los tenían amenazados la dejarían en paz, a ella y a sus hijos. Pero se negaba a creerlo. Quizá fingió su muerte. Nadie pudo comprobar que de verdad estuviera en el bote cuando estalló. No habían encontrado el cuerpo... No era, entonces, tan disparatado pensar en que había sobrevivido, se había escondido por un tiempo, y que en cualquier momento regresaría.

Pero cinco años es mucho tiempo. Al banco ya se le había olvidado el caso, la televisión nunca más tocó el asunto (en cambio hacían especiales de la oveja de cinco patas cada dos meses, hasta que murió y todo el país estuvo de luto). A nadie le importaba que estuviese vivo o muerto. Ya podía volver. Anne lo sabía, y por eso iba, de vez en cuando, al lago, para ver si lo encontraba por ahí, rondando la escena de su supuesta muerte.

Bajó de la camioneta y el frío le dio de lleno en la cara. Miró la quietud de la superficie, sintió el silencio y la calma de la tarde. Atenta a cualquier sonido, a cualquier sombra, a la señal que su marido le daría, esperó. Uno hora, dos horas, tres horas. Oscureció y ella siguió esperando. Hablándole como si estuviera presente, Ven mi amor, no tengas miedo, ya estás a salvo. John no respondía. Una vocecita, débil y desafiante, en el fondo de su pecho le decía, Ya no te engañes, pero Anne se negaba a escucharla. Ocho, nueve, diez de la noche. Ni un alma. Nada. Cuándo volverás John, cuándo.

Dio media vuelta y abrió la puerta de la camioneta. Ya era media noche y el frío era insoportable, incluso para un muerto. Sus hijos estaban solos, y de John, nada, como siempre. No importa. Tenía toda la vida para esperarlo. Volvería otro día... Y al encender la camioneta, estuvo segura de que la próxima vez que viniera a buscarlo, él la estaría esperando, y le preguntaría, Por qué tardaste tanto.

(FIN)

7/12/07

Si entendiera de estas cosas



No se despierta por el escándalo del coche estacionándose, o por el ruido de las llaves, menos por las patadas que le propina a la puerta cuando ésta, impenetrable, se niega a abrirse si no atina antes a la llave; es más la sensación, si entendiera de estas cosas el pobre, podría decirnos, Es que el ambiente se llena de tensión, se vuelve horrible y lo único que queda por hacer es fingir estar dormido. Qué puta madre, balbucea su padre, y entonces escucha un sonido como de latas, luego una bragueta y por fin, un chorro de algún líquido que ansiaba salir de su recipiente, un chorro grueso y violento, intenso y apestoso. Hugo se voltea para darle la espalda a la puerta de entrada. Esta vez no quiere ver nada, siempre hace un esfuerzo tremendo por mantener los ojos cerrados, por creerse su propia mentira e imaginar que aquello es una horrible pesadilla, que por la mañana despertará y podrá ver a su padre dormido, tranquilo, casi desnudo en la brillante cama, envuelto en la sábana que su pobre madre mantiene tan blanca, como si de su blancura dependiera su estabilidad.

Su padre ha dado -¡al fin!- con la llave correcta. El chirrido de los goznes llega hasta los infantiles oídos de Hugo, de tan sólo escucharlo se aterra, se cubre la cabeza, quizá hoy también pase desapercibido, siempre le ha dado miedo enfurecer a su padre con su sola presencia, si entendiera de estas cosas nos diría, Creerá que soy un insolente, que no tengo respeto por su autoridad, que es una osadía de mi parte mirarlo a los ojos y no mostrarle pánico. Pero lo más probable es que su padre, así de borracho, ni siquiera recuerde que tiene un hijo. Es tan reciente. No puede aceptarlo todavía. No puede creer que su mujer lo haya obligado a hacer esto, a pesar de que le dijo, Abórtalo, no lo quiero, y la mujer se atrevió a retarlo, Pues yo sí, no cree que sea culpa suya no poder acostumbrarse a ser padre, ni mencionar el posible intento de ser uno bueno, uno ejemplar, que no llegue borracho a las cuatro de la mañana. Además, la diminuta cama de Hugo, oculta en una esquina, ni siquiera se hace notar, y el bulto que forma su cuerpo puede pasar a sus ojos, desenfocados y en constante movimiento, como un mueble más.

Avanza por la sala dando traspiés y mentando madres. Ojalá su madre pudiese hacer algo por él para evitarle tan arduos momentos de tensión al pobrecillo Hugo, pero ella no ve sino la misma salida que su hijito: hacerse la dormida. Quizá hoy venga demasiado borracho como para querer dar pleito. Quizá venga arrepentido, quizá se haya gastado demasiado dinero, quizá le haya dado una paliza un policía, quizá una prostituta le haya pegado el herpes. Si Hugo entendiera de estas cosas, podría decirle a su madre, No te engañes ni seas ingenua, mi papá es un hombre con suficientes influencias como para pasarse al arrepentimiento, al dinero, a la policía y al herpes por el arco del triunfo, ¿no ves que nada de eso le importa un carajo? Es que es un muchachito muy inteligente, muy noble, muy entendido. Nada más decirle, Vete Huguito por las tortillas, y Huguito deja lo que esté haciendo y corre a la tortillería, así es en todo.

Como que quiere hablar, pero el sabor del vómito le cierra la garganta. Llega al fin hasta la puerta de la recámara, después de meterse dos veces al baño y decidir que mejor no, que prefiere echarse en la cama. Pero no puede entrar. Su madre ha cerrado la puerta por dentro, quién sabe si en un ataque de inconciencia decidió dejar encerrado a su bebé con el monstruo y su furia, no lo ha de haber pensado así, sólo se dijo, Que no entre aquí, que no entre conmigo, no lo aguanto. Y no pensó. Su padre, al razonar el por qué de la puerta cerrada, comienza a aporrearla, a gritarle, Abre pinche vieja puta o te parto el hocico; la puerta se estremece, si pudiera elegir una sola palabra en el mundo de entre todas las que existen para decirla sólo en este momento, seguro elegiría "basta". Pero las puertas no hablan, y los borrachos no entienden. Y Hugo, ay el pobre, espantado por los gritos y los golpes, por la furia encendida y en aumento de su padre, al que puede ver si entreabre los párpados, a pesar del esfuerzo que había hecho, no puede reprimir las lágrimas y los sollozos, y en un momento de silencio, su padre agudiza el oído, y lo escucha, y su madre, del otro lado de la puerta, también lo escucha, y comete una locura: abre la puerta.

La intención era desviar la atención. Y lo logró. Apenas vio su padre a su madre, la tomó de los cabellos y la echó al suelo. A ver si ahora muy valentona, pinche pendeja, le gritaba, mientras la obligaba a levantarse para seguir tirándola al suelo. Decía que jamás había golpeado a su mujer, y su mujer no sabía si aquello era mejor o peor. Se limitaba a aventarla, a escupirla, a insultarla, a apretarle el pescuezo hasta ponerla morada; ah, pero nunca la había golpeado con el puño cerrado. Su compadre le preguntó una vez, ¿Y a poco ni una cachetadita? Y él le contestó, Bueno, sí le doy sus cachetadas, pero nunca con el puño. Entonces le pegas como los maricones, ay mana, y las risotadas; y al siguiente segundo el compadre estaba en el suelo, retorciéndose por las patadas que el padre de Hugo le propinaba en la abultada barriga. Hugo se tapa los oídos. No es nada agradable escuchar aquello, sentirse en medio de la batalla, quisiera levantarse, gritarle a su padre, Déjala en paz, cabrón, eso quisiera, él no se pondría límites.

Tampoco es que dure mucho. Pronto el padre de Hugo se cansa de gritar y romper cosas, y se va arrastrando hasta la cama, donde se desviste y en menos de cinco segundos ya está roncando. La madre, humillada, presa de la ira y de la resignación, anda a gatas hasta la camita de Hugo, quien hace lo posible por mantener su mentira, su madre lo abraza, siente con las llemas de los dedos las lágrimas del niño empapando la almohada, tan chiquito y tan traumado, y se murmura, Shht, shht, duérmete hijito, mientras en su cabeza piensa, No merezco esto, ojo, no incluye al niño, por qué, ni ella lo sabe; como tampoco sabe Hugo lo que siente al verse rodeado por los brazos de su madre, al percibir su llanto en la sien, sus temblores de rabia, pero si entendiera de estas cosas, podría decirle a su madre, No me toques, me das asco.

(FIN)

1/12/07

El milagrero



Hay una multitud tan grande en la puerta de la casa, que el taxi se niega a dar vuelta en la esquina, y se ve obligado a caminar. Román se enfurece, ya los había corrido a todos el día anterior, los había amenazado con llamar a la policía, lo cual no funcionó, hasta que les dijo que le prendería fuego a la casa, y entonces sí, ni su fe pudo tanto, y salieron todos corriendo, espantados. Pero ahora... No iba a soportarlo más. Al diablo con la casa y los millones que le darían al venderla, al diablo con la memoria de su tío Monse que se la había heredado, al diablo con todos y con todo, ya estaba harto. Se abrió paso entre la gente, empujando a los inválidos, insultando a los sordos, tropezando con los ciegos, A ver, cabrones, háganse a un lado, esto no es la Corte de los Milagros.

Llega por fin a la reja y descubre que ahora sí se han sobrepasado. Abierta de par en par, los creyentes hacen una larga e impaciente fila para llegar al cristo milagrero. La cadena que mantenía cerrada la reja, a salvo de los fanáticos, no aparece por ningún lado. De seguro fue esa vieja, Fulgencia, piensa Román, y vuelve a abrirse paso para saltar la enorme fila y llegar hasta la recámara donde reposa, en medio de un altar con toda clase de ofrendas, la santa imagen. Oiga, no se meta, haga cola, le dicen los pobres infelices, y Román responde, insultante, A la chingada, esta es mi casa, y les saca el dedo. Había sido muy paciente con todos al principio. Incluso, cuando creyó que aquello podía ser negocio, puso una canastita con un letrero que versaba, "Una limosnita para el santo milagrero", pero nada, estos pobretones qué iban a tener, si estaban igual o más jodidos que él mismo, con lo que sacaba de la canastita no le alcanzaba ni para pagarse el desayuno del día siguiente. Entonces no venía tanta gente. Estaba seguro que Fulgencia había hecho propaganda por medio mundo, hasta conseguir reunir a esa multitud para que la policía no pudiera llevárselos a todos. Maldita mujer, pensó, es un demonio.

Lo sabía bien, nadie sino él tenía la culpa de aquello. Por mostrarse tan condescendiente cuando llegó, por dejar que pasaran en grupito a ponerle una velita que él mismo apagaba y tiraba a la basura en cuanto se iban. Luego volvían y preguntaban por la vela, y Román, en tono burlesco, les decía que a lo mejor dios se la subió al cielo, y las mujeres, Fulgencia siempre entre ellas, se persignaban y se hincaban a rezar y a darse golpes de pecho, mientras Román se divertía. Hasta entonces todo iba bien. El problema empezó cuando trajeron a un niño que nunca había podido caminar. Los papás lo dejaron frente al altar, rezaron unas dos o tres horas, y de pronto el niño tuvo unos ataques horrorosos, se convulsionaba por todo el suelo de la habitación, los ojos blancos, Fulgencia seguía rezando, todos los demás no podían hablar de la impresión, hasta que, justo cuando la mujer terminó el rezo, el niño se calmó, y como por arte de magia, se levantó del suelo y se colgó del cuello de su madre, espantado. Desde entonces desfilaron por su casa todo tipo de enfermos y discapacitados, para pedir por su salvación ante el enorme cristo que su tío muerto había dejado en la recámara más grande de la casa, y que desde siempre, según Fulgencia, había hecho milagros.

Entra en la habitación casi pisando a los allí reunidos. A los pies ensangrentados del cristo, Román descubre el velo negro y roído de Fulgencia, arrodillada, pidiendo por los pecados de todos con una devoción exagerada. A la mitad del camino Román ya no consigue avanzar. Le grita desde allí a la mujer, pero ella, absorta en su trance místico, no escucha más que el rumor permanente de los rezos. Les grita, Largo de mi casa, fuera todos, pero nadie hace caso. Hay unos cinco o seis tipos que se retuercen todos, babeando y con las manos en alto. Román siente un poco de miedo, pero ya, no hay otra solución. Ha intentado todo, y nada parece detener lo locura que produce el cristo milagrero. Una vez se lo llevó en su coche al basurero, le dio una fuerte suma a un pepenador para que lo resguardara, y cuando regresó a su casa, el cristo, desafiante, otra vez estaba clavado en la pared, a la espera de sus fieles, burlándose de Román. En otra ocasión intento destruirlo con un hacha, pero fue el filo del arma lo que se despostilló, mientras la figura no lucía un solo rayón.

Se acercó a una mesa lo más que pudo. Tomó una vela, y le prendió fuego a una cortina. Apenas se empezó a expandir el humo, el caos fue total en la recámara y todos comenzaron a salir atropellándose y gritando, pero Román, furioso, no iba a tener conmisceraciones con nadie. La muchedumbre se dispersó un poco, unos cuantos aún permanecían rezando, quién sabe si no se habrían dado cuenta del fuego o si estaban pidiendo que el cristo lo apagara con su infinito poder, a Román no le importa y va y prende otra cortina. Las paredes de madera vieja hacen que las llamas se expandan con rapidez, espantando al fin a los que permanecían detrás de la puerta de la recámara, esperando un nuevo milagro. Fulgencia, inmóvil hasta ese momento, tuvo un ataque de tos, y sin poder resistir más, se levantó y trató de irse, pero Román la detuvo en la puerta. Cómo quitaste la cadena, le preguntó. Y ella, desafiante, contestó, Rezándole al cristo. Él soltó una carcajada y Fulgencia aprovechó para huir. El humo empezaba a hacerse denso, así que Román, vela en mano, salió de la recámara y en su recorrido hacia el patio, iba incendiando todo lo que encontraba a su paso.

Cuando los bomberos terminaron su labor, y antes que la policía se llevara a Román, la casa del difunto don Monse, convertida en frágiles palitos negros, se derrumbó con limpieza, desvaneciéndose hasta llegar al suelo. El polvo y las cenizas se iban dispersando poco a poco, y mientras, una figura, un sobreviviente, se dibujaba en medio de las sombras, de pie, con su altura imponente y los brazos abiertos. El cristo, inmortal, sufría ahí, ni un tallón tenía siquiera, ni una mancha más de sangre, y por obra del santísimo se mantenía de pie, diciéndoles a sus fieles, Mírenme, aquí estoy. Román comenzó a reir, más por la desesperación y por la locura que le había provocado aquella figura durante su estancia en la casa de su tío que por otra cosa. Debe ser una broma, pensó, y le rogó al policía que se lo llevara, no quería estar ahí un momento más.

Y mientras lo montaban a la patrulla, echó un último vistazo, derrotado, y miró a los fieles, rodeando poco a poco, temerosos de tanto poder, al cristo que había soportado el fuego y el humo, pero otros, concientes de que aquello era imposible, se marchaban con discreción, pensando que, de seguro, aquello era obra del diablo.

(FIN)