11/9/07

Los profetas (parte dos)


Subieron las escaleras hasta el tercer piso. Julia se detuvo en el rellano, sacó de su diminuto bolsillo una único llave, y abrió la puerta. Entró, y luego le hizo señas al vagabundo para que entrara también y no hiciera ruido. Seguro su madre ya estaba despierta, pero no quería que se espantara con aquella ocurrencia suya. Y es que estaba convencida de que la idea había sido una iluminación súbita, por eso su madre tendría que comprenderla. Le murmuró al vago, Siéntate, pero éste no hizo caso, no parecía estar poniendo mucha atención en lo que estaba pasando, con los ojos fijos en las caderas bamboleantes de Julia. A pesar de ser una cuarentona, poseía una buena figura, con el busto erguido y las caderas anchas, su rostro limpio y delicado, era bonita, no vamos a negarlo. Llamó a su madre con sigilo, como una niña que sabe que hizo una travesura y está dispuesta a confesarlo todo. Le parecía que el tiempo había avanzado demasiado rápido, pues el sol ya estaba alto. Hacía un calor infernal, se quitó el chal y lo dejó por ahí. Los aviones sobrevolaban la ciudad. Nunca se sabía si eran los propios o los del enemigo, pero ya se habían acostumbrado. Además, sólo por las noches bombardeaban. El televisor de la recámara estaba prendido, pero no había señal, como siempre. Vio la cabeza de su madre, le daba la espalda en la mecedora. Pero no se mecía. Parecía mirar el televisor atenta, esperando algo. Ya había pasado antes, que la madre encendía el televisor, y esperaba, luego, de pronto, gritaba, Viste, pero Julia nunca veía nada. Ya estaba vieja, su pobrecita madre. Y un día tenía que suceder. Pasó justo a tiempo.
Sus ojos bien cerrados. Sus manos sobre el regazo. El rostro tranquilo, como si estuviese en un sueño profundo. Quizá la estuvo esperando. Quizá sospechó lo que iba a pasar aquella tarde, y decidió irse antes. Julia dejó escapar unas pocas lágrimas antes de echarse a la cama y llorar un largo rato, en silencio. Se había quedado sola. Presenciaría el fin del mundo sin nadie con ella, sin haber hecho tantas cosas, como casarse, comer helado o ponerse una tanga. No haber hecho todo eso no le importaba mientras tuviera a su madre, pero ahora ella no estaba. No se dio cuenta del tiempo, pero dejó de llorar cuando ya los ojos le ardían y las rodillas se le habían entumecido. Se quedó recostada, deseando que llegara la tarde y que el mundo se acabara de una vez por todas, para no tener que pasar aquel dolor.
En ese momento sintió una mano dura y áspera sobre su gluteo, acariciando despacio. Luego la otra mano, en el otro gluteo. Al principio se espantó, pero la sensación era tan agradable que no hizo nada para detenerlo. El profeta callejero se había metido a hurtadillas a la habitación. Julia se dio la vuelta para verlo, y descubrió que ya llevaba los pantalones abajo, todavía con su erección y el pene babeando lubricante. Jamás había visto una cosa así. Sintió más calor, y de golpe comprendió todo otra vez. Por qué lo había encontrado justo hoy. Por qué lo había llevado a su casa. Por qué su madre había muerto antes de que llegara. Tomó al vagabundo de las muñecas y lo jaló hacia ella. Lo llenó de besos, desesperados y violentos, que sabían a mugre y a sudor. El vagabundo no hacía más que mover la cabeza de un lado a otro y abrir y cerrar la boca. Pronto ambos se despojaron de sus ropas y comenzaron a acariciarse. Julia había escuchado que, si no quería embarazarse o enfermarse, debía usar condón. Pero mierda, con el fin del mundo a unas cuantas horas, no iba a volver a vestirse para salir a comprar un maldito condón. Había que aprovechar el momento. Acostó al vago de espaldas y se le subió encima. Casi de inmediato sintió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo, cerró los ojos y un cosquilleo insoportable la invadió. Pero no se detuvo. Al contrario, siguió hasta que la sensación, la mejor que había experimentado, se repitió. Y así una y otra vez.
No le cabía duda en aquel momento, dios era sabio. Se paró y tomó al vago de la mano, para llevarlo al baño y limpiarlo, porque el sabor de la mugre en un principio no le importó, pero ya le empezaba a parecer repugnante. Iban por el pasillo de la recámara cuando oyeron las primeras explosiones. Los aviones parecían volar a dos centímetros de sus cabezas. Las sirenas de alarma sonaron por toda la ciudad, y los gritos de la gente inundaron el aire. No alcanzaron a llegar al baño, pero antes de que el fuego arrasara también con ellos, Julia abrazó al vagabundo y apretó sus labios contra los suyos, congelando ese último beso en el final de los tiempos.

(FIN)

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[Primera parte]

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