
5. El hijo.
Siente que todos los ojos de toda la gente van posándose en ella a medida que avanza por las calles retorcidas del barrio, cada vez más vacías conforme va subiendo la loma, lo cual es un verdadero alivio para ella. Y es que el rumor se extendió más rápido que el fuego. La madre vendía a los hijos, y a todos los escuincles que había ido recolectando a lo largo de su amarga vida. Se los llevaba a la ciudad y los rentaba, para fotos, videos o uso personal. Hasta eso que le pagaban muy bien, pero sabía moderarse, tenía contactos que le ayudaban a administrarse, a pagar a quien tenía que pagar y a firmar con el nombre que debía firmar, pero un día no pagó a quien tenía que pagar y no firmó con el nombre que debía firmar, y por eso la agarraron, no por otra cosa. Mala suerte, quizá.
Acá arriba, en el silencio y la soledad del cerro, alcanzaba a escuchar un llanto ahogado que se le escapaba de la mochila colgada en la espalda. Miró hacia atrás. Nadie la seguía. Entonces nadie había escuchado. Se interna entre los árboles, fuera de los caminos de terracería que con seguridad conducían a algún sitio, y busca el lugar idóneo para, de una vez por todas, acabar con su maldición, con su cadena, y ser libre por siempre jamás. Encontró una diminuta cueva, detrás de la parte poblada del cerro, cubierta de ramas y hojas secas. No había basura, por lo que no debían ir personas muy seguido para allá. Se arrodilló, se quitó la mochila y la abrió con cuidado. El llanto se escapó con toda su fuerza y resonó en el hueco de piedra frente a ella, pero a Irma no le importó: ahí nadie lo escuchaba, y no iba a durar mucho.
Buscó una piedra. Una piedra grande, filosa, y de ser posible, no tan sucia. Pero luego se arrepintió, si se manchaba de sangre sería difícil huir sin levantar sospechas. Además, sentía que la sangre de bebé jamás se le iba a lavar de las manos. Buscó una raíz o un bejuco flexible con el cual poder estrangular el cuello, interrumpiendo la respiración y por consiguiente, el incesante llanto que ya la comenzaba a irritar. Encontró uno perfecto, que parecía resistente. Envolvió el cuello de su hijo con la enredadera, y apretó. Pronto el llanto se fue opacando, los párpados apretados del niño y la boca abierta se tornaban de un color azuloso insoportable. Irma dejó de apretar cuando ningún sonido salía de la boca, pero no reparo en que los bracitos continuaban debatiéndose, así que cuando soltó el bejuco, el llanto volvió, precedido de una tosesita que, bajo otras circunstancias, a cualquiera le habría parecido cómica.
No puedo, se dijo, irritada, frustrada y agobiada por su cobardía. No era que odiara a su hijo, sino que no lo quería, no quería verlo feliz ni tampoco verlo sufrir en un mundo ingrato, no quería saber que andaba por ahí, quién sabe dónde, quién sabe con quién, haciéndo quién sabe qué; no quería que la conciencia le dijera por las noches, Qué habrá sido de él, porque sabía que un día se iba a levantar, así, de madrugada, y lo iba a ir a buscar, a encontrarlo, no porque lo quisiera, sino para enterarse que, en efecto, estaba sufriendo, por no tener papás, por no tener dinero, por no tener casa, o por lo que fuera, iba a sufrir, y ella, sólo ella, iba a ser la única culpable. En cambio, muerto, no había de qué preocuparse. Los muertos se mueren y se olvidan, y no hay que ir a ver cómo están, porque de su tumba no se salen y en ella nadie los molesta. Pero ahora que le había visto el rostro, ahora que le había escuchado el llanto, no se atrevía a acabar con él. Ya no.
Por eso se resignó. Haría de cuenta que ahí nadie lo encontraría, que se moriría de hambre y que la misma naturaleza se encargaría de finalizar lo que ella había comenzado, sin quererlo, sin desearlo, sin planearlo. Era inocente. Se levantó, con el llanto del hijo retumbándole en la cabeza. Dio un paso hacia atrás, luego otro, luego se dio la vuelta y caminó como quien camina a su libertad.
Y fue libre. Aunque algunas noches, sola en la cama o acompañada, le parecía que el viento traía hasta su ventana el llanto de su hijo, desde aquel lejano sitio, desde aquel lejano tiempo.
Acá arriba, en el silencio y la soledad del cerro, alcanzaba a escuchar un llanto ahogado que se le escapaba de la mochila colgada en la espalda. Miró hacia atrás. Nadie la seguía. Entonces nadie había escuchado. Se interna entre los árboles, fuera de los caminos de terracería que con seguridad conducían a algún sitio, y busca el lugar idóneo para, de una vez por todas, acabar con su maldición, con su cadena, y ser libre por siempre jamás. Encontró una diminuta cueva, detrás de la parte poblada del cerro, cubierta de ramas y hojas secas. No había basura, por lo que no debían ir personas muy seguido para allá. Se arrodilló, se quitó la mochila y la abrió con cuidado. El llanto se escapó con toda su fuerza y resonó en el hueco de piedra frente a ella, pero a Irma no le importó: ahí nadie lo escuchaba, y no iba a durar mucho.
Buscó una piedra. Una piedra grande, filosa, y de ser posible, no tan sucia. Pero luego se arrepintió, si se manchaba de sangre sería difícil huir sin levantar sospechas. Además, sentía que la sangre de bebé jamás se le iba a lavar de las manos. Buscó una raíz o un bejuco flexible con el cual poder estrangular el cuello, interrumpiendo la respiración y por consiguiente, el incesante llanto que ya la comenzaba a irritar. Encontró uno perfecto, que parecía resistente. Envolvió el cuello de su hijo con la enredadera, y apretó. Pronto el llanto se fue opacando, los párpados apretados del niño y la boca abierta se tornaban de un color azuloso insoportable. Irma dejó de apretar cuando ningún sonido salía de la boca, pero no reparo en que los bracitos continuaban debatiéndose, así que cuando soltó el bejuco, el llanto volvió, precedido de una tosesita que, bajo otras circunstancias, a cualquiera le habría parecido cómica.
No puedo, se dijo, irritada, frustrada y agobiada por su cobardía. No era que odiara a su hijo, sino que no lo quería, no quería verlo feliz ni tampoco verlo sufrir en un mundo ingrato, no quería saber que andaba por ahí, quién sabe dónde, quién sabe con quién, haciéndo quién sabe qué; no quería que la conciencia le dijera por las noches, Qué habrá sido de él, porque sabía que un día se iba a levantar, así, de madrugada, y lo iba a ir a buscar, a encontrarlo, no porque lo quisiera, sino para enterarse que, en efecto, estaba sufriendo, por no tener papás, por no tener dinero, por no tener casa, o por lo que fuera, iba a sufrir, y ella, sólo ella, iba a ser la única culpable. En cambio, muerto, no había de qué preocuparse. Los muertos se mueren y se olvidan, y no hay que ir a ver cómo están, porque de su tumba no se salen y en ella nadie los molesta. Pero ahora que le había visto el rostro, ahora que le había escuchado el llanto, no se atrevía a acabar con él. Ya no.
Por eso se resignó. Haría de cuenta que ahí nadie lo encontraría, que se moriría de hambre y que la misma naturaleza se encargaría de finalizar lo que ella había comenzado, sin quererlo, sin desearlo, sin planearlo. Era inocente. Se levantó, con el llanto del hijo retumbándole en la cabeza. Dio un paso hacia atrás, luego otro, luego se dio la vuelta y caminó como quien camina a su libertad.
Y fue libre. Aunque algunas noches, sola en la cama o acompañada, le parecía que el viento traía hasta su ventana el llanto de su hijo, desde aquel lejano sitio, desde aquel lejano tiempo.
Juro que me dolió...hermoso y doliente.
ResponderBorrarAbrazo desde Buenos Aires
A mí lo que me duele es haber encontrado apenas este blog, y hay tanto por leer, y entre más leo más me interesa...gracias por lo escrito...por publicarlo y compartirlo.
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