25/4/07

Las cinco desgracias de Irma (segunda parte)



3. El doctor.

La "total discreción" del anuncio significaba no poder verle la cara al doctor que en ese momento le pedía que se recostara en la camilla -una base de piedra cubierta por un colchón imperceptible y una sábana azul, carcomida por el tiempo y manchada de sangre seca-, ni conocer su nombre, ni nada. A ella tampoco le pidieron el nombre, cuando llegó, sólo dio su clave, su número de cita, y pagó. Con eso fue suficiente. La secretaria, distraída, le dio a firmar una carta donde los eximía de toda responsabilidad, a los empleados, doctores, y a todo el personal de la clínica, en caso de "acontecimientos desafortunados, fuera de nuestro control". Irma, con un valor poco común en ella, producto del mismo nerviosismo, se aventuró a preguntar, Y si no firmo. Fue entonces que la secretaria levantó la cara, la miró a los ojos, hizo una mueca de enfado y contestó, Si no firma, se va. No tuvo más remedio.
Estaba temblando. No podía ocultar el miedo que sentía, la respiración agitada, las contracciones en su cara. Cuántos años tienes, muchacha, le preguntó el doctor con una voz gruesa, pausada, que a Irma le pareció fingida desde la primera hasta la última letra pronunciada. Dieciocho, contestó. El doctor se rió. Sí, cómo no. Irma volteó el rostro, miró el cuartucho donde la habían metido, la bata olía mal, o quién sabe si era la sábana, o la mesa donde el presunto doctor ahora ordenaba los instrumentos que utilizaría durante el proceso de interrupción del embarazo. El doctor era alto, sus ojos parecían ausentes, su cuerpo era robusto, y lo único que lo hacía parecer un doctor era el tapabocas, porque iba vestido con una camisa azul marino -también manchada de sangre- y un pantalón de mezclilla negro. Estaba husmeando en el pequeño refrigerador que había en una esquina. Sacó una lata de cerveza y la abrió. Irma dedujo que, de espaldas a ella, se había levantado el tapabocas y le había dado un trago largo a la lata. Aah, exclamó, volviéndose a cubrir la cara y mirando a Irma. Quieres algo de tomar, le preguntó. Ella movió la cabeza con rapidez, ahora estaba más nerviosa que cuando había llegado, quería que aquello empezara de una vez para que acabara pronto. Pero el doctor había decidido sacarle plática. Relájate, niña, vas a ver que todo va a estar bien, te vamos a quitar esa carga y luego vas a poder seguir trabajando, o estudiando, o prostituyéndote, o lo que sea que hagas, al fin y al cabo, cada quien su vida, ¿o no? Irma cerró los ojos. Empiece ya, por favor, murmuró, pero el doctor la escuchó, volvió a reir.
-Ah, tenemos prisa. Bueno, empecemos. Abra las piernas.
Irma hizo caso. Apretó los párpados tanto como pudo, mientras se escuchaba el choque de los instrumentos metálicos que el doctor maniobraba, como si no se decidiera con cuál comenzar. Irma sentía que el aire no le alcanzaba a entrar por los pulmones, que el pecho le iba a reventar, pero estaba decidida a no pensar. Era su única salida.
Justo cuando sintió el filo de algo puntiagudo y frío introduciéndose en su vagina, escuchó un grito en el otro cuarto -la recepción, dijo la secretaria-. Doctor, doctor, y el doctor retiró con violencia el aparato ese, provocándole a Irma una diminuta herida, que la movió a incorporarse sobre la cama de piedra y clavar los ojos en la puerta. Entraron los policías, uno tras otro, todos con el arma en alto, apuntándole hasta a los focos, y gritando, Revisen todo, Dónde están los otros, Agarren a ese, cuando el doctor trató de echarse a correr y lo detuvieron tres o cuatro uniformados, dándole fieros macanazos. Irma no sabía si tenía más o menos miedo ahora, con el reducido espacio invadido por policías. Uno se le acercó, con una sonrisita paternal, y le dijo, Justo a tiempo, señorita, la salvamos.

4. La madre.

No hubo un sólo día, dentro de los siete meses siguientes, en que su madre se aguantara las ganas de regañarla por la estupidez -así lo dijo- que había querido hacer. Irma no hacía más que decirle a todo que sí, porque no tenía más remedio. Sin trabajo, sin marido, y con la barriga a punto de reventar, su madre era la única que podía darle asilo y apoyo. Me lo dejas a mí, si no lo quieres, sea niño o niña, yo sabré qué hacer con él, le repetía, cada vez que le veía intenciones de aventurarse a repetir la hazaña. A estas alturas ya se había resignado. Se apretaba el vientre con las uñas, odiando su suerte y al patán que la había orillado a eso, que le había arruinado la vida.
Se sentía como una prisionera. Su madre la dejaba todo el tiempo al cuidado de Georgina, la madrina de Irma y de Magdalena, quien no la dejaba salir ni a la esquina, la cuidaba como quien cuida a la reina de España. Se limitaba a ver al mundo por la ventana, ansiosa del día en que se desharía de la carga indeseada y sería libre de nuevo. Se iría lejos, lejos de todo lo que conocía y de todos a los que conocía, y no volvería jamás. Se olvidaría de su marido, de su hermana, de su madre, y de ese hijo que se había visto obligada a traer al mundo.
Por alguna razón el comportamiento de su madre le parecía extraño, sospechoso. La casa estaba llena de niños y niñas pequeños, hermanos o medios hermanos de Irma que jamás había conocido, pues muy chica -uno o dos años-, su padre se las había llevado, a ella y a Magdalena, a la capital, y no habían conocido a su madre hasta hace apenas unos años, cuando su padre murió y les dijo, en su último aliento, Vayan a perdonarla. Jamás había hablado de ella, hasta esa vez. Y así, sin conocerla, la acogió en su hogar, donde vivía sola con ese mundo de niños retraídos, silenciosos, víctimas de una severidad absoluta e indolente, sin duda. En realidad, poco le importaba. Apenas diera a luz, se iría de ese lugar para siempre.
La despertaron los dolores del parto. La comadre Georgina le puso trapos fríos en la frente y le dio su mano para que la apretara mientras llegaba el taxi que las llevaría al hospital. Todo pasó muy rápido, le pareció a Irma. El vehículo no demoró ni cinco minutos en llegar, una camilla ya las esperaba, rodeada de un pequeño grupo de paramédicos. Las luces de la sala de parto eran deslumbrantes, no podía percibir nada más que los ojos asomándose entre las máscaras azules, brillantes, de la gente que la rodeaba. Los dolores, esos sí, los sentía en todo el cuerpo. Alcanzó a escuchar el gritito del bebé, traído al mundo sin que nadie quisiera, ni él mismo, y cuando le preguntaron, Quiere verlo, contestó que no, y se quedó dormida.
La siguiente mañana, había un escándalo en el hospital, justo frente a su puerta. Abrió los ojos y levantó la cabeza, para ver qué pasaba. Unos hombres, tres en total, rodeaban a su madrina Georgina, uno de ellos tomándole las manos por la espalda, mientras la mujer se debatía dando patadas al aire y gritos desgarradores, y los otros intentaban calmarla. Al fin pudieron someterla, y llevársela, mientras uno más, salido de las sombras, entraba en el cuarto y le preguntaba si ella era fulana de tal, a lo que contestó que sí. Le informamos que su madre fue detenida esta mañana, le dijo, y usted debe presentarse a comparecer la semana entrante, dado su estado hacemos esa consideración, si no nos la lleváramos también, le dijo. Pero por qué, preguntó ella. Se le acusa de explotación sexual de menores, pornografía infantil, extorsión, fraude, prostitución -también infantil-, y un largo etcétera. El agente dejó un sobre en la mesa y se fue. Irma suspiró hondo, y se encajó las uñas en el vientre, ya vacío, con un odio profundo.

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[Primera parte]

[Parte final]

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