1. El marido.
Ya no sentía mareo alguno, sólo restos de una sensación desagradable en la garganta, y un ligero dolor de cabeza. Pero no era tan tonta como para dar media vuelta y regresar a la casona donde trabajaba, menos ahora, que la patrona se había mostrado tan condescendiente y piadosa, Te sientes bien, Irma, le preguntó apenas la vio, Irma creyó no haber escuchado bien, Mande usted, señora, Que si te sientes bien, mujer. Irma mintió, pero la señora Lidia no iba a permitir que una muchacha cualquiera se vomitara en su baño, por ejemplo, o peor aún, que rodara por las escaleras, desmayada, y la acusaran de homicidio imprudencial. Le checó la temperatura (Estás fría como el hielo, niña), las pupilas, la garganta, en busca de no sabía qué, porque nunca había estudiado primeros auxilios, mucho menos enfermería. Le bastó embarrarse la mano del sudor frío de la muchacha para darse cuenta que, al menos ese día, no iba a trabajar.
Ahora que se le habían pasado los dolores podía aprovechar para, quién sabe, ir al cine, salir al parque, o a un antro, incluso, dependía en gran medida del humor de su marido, por estos días ha estado deprimido, estresado, lo pone mal no conseguir trabajo, quedarse el día entero en casa, a la espera del inclemente teléfono que nunca sonaba. Pobrecillo, pensó, lo voy a llevar a pasear. Iba al fondo del vagón, esperando con paciencia la siguiente estación, faltan cinco, faltan cuatro, faltan tres, le da alegría tener el día libre, va haciendo planes, ya ni se acuerda ni se preocupa por el mareo matutino, habrá sido que salió de casa sin desayunar, tal vez, o las quesadillas de anoche, era muy tarde, lo que haya sido, no importa ya, el dolor se fue, hay que disfrutar del tiempo que tenemos libre, porque no es mucho.
Su marido nunca le decía qué hacía en las mañanas. Sólo contestaba, Nada, aquí me la paso, y cambiaba el tema. Tal vez salía, tal vez se quedaba dormido hasta el mediodía, quizá se ponía a ver esa pornografía rara que le había descubierto un día, sin querer casi. Iba pensando en esto, iba pensando que hoy lo descubriría, porque él no la esperaba, ella no había avisado, quería darle una sorpresa, sentía la imperiosa necesidad de hacerle un detalle así. Subió las escaleras en silencio, hasta se emocionó, le temblaban las manos. El pasillo de su piso estaba vacío, qué suerte, así ninguna vecina arruinaría la sorpresa. Metió la llave en la cerradura con sumo cuidado, la giró muy despacio, entreabrió la puerta poco a poco, para que no rechinaran los goznes, hasta donde calculó que ya le cabía el cuerpo para pasar, y pasó. Escuchó ruidos raros. Hubiese jurado que eran gemidos, golpes, gritos incluso. Sintió algo de miedo. Se puso nerviosa. Llegó hasta la recámara, y los vio: el cuerpo sudoroso, desnudo y moreno de su marido, disfrutando de un brinco tras otro encima del cuerpo sudoroso, desnudo y moreno del vecino del 4.
Su marido nunca le decía qué hacía en las mañanas. Ahora sabía por qué.
2. La hermana.
Magdalena abrió la puerta y recibió a su pobre hermana con un abrazo escueto, frío y obligado. Nunca le había caído bien, pero era su hermana, no podía decirle que no. Ella no. Pero su marido sí.
Le contó que le hizo un escándalo. Que le abrió la cabeza al muchachito del 4 -un jovencito flacucho e introvertido que siempre le pareció sospechoso- con un florero, que los sacó a los dos desnudos hasta el pasillo, para que los vecinos los vieran, mientras gritoneaba desde adentro, Maricones de mierda, hijos de puta, y le rompía plato por plato contra las paredes. Cuando hubo roto todo lo que pudo, sacó del ropero una maleta grande, con llantas, y metió dentro su ropa, sus papeles, su dinero, y se fue. Los vecinos ahí estaban, todavía en el pasillo, pero su marido y el vecino del 4 se habían metido en el departamento de éste, lo supo por el rastro de sangre, quién sabe si a continuar lo que la mujer loca les había interrumpido. El caso es que no la siguió, ni le salió al paso, ni le pidió perdón, ni nada. Por eso Irma, destrozada, no tuvo más remedio que acudir con su hermana.
Cuando llegó se empezaba a sentir mal. Pronto volvió el sudor, el mareo y las náuseas. La hermana le dio una pastilla, también la revisó, como la señora Lidia, y aterrada, quitándose a los niños de encima -Mamá, tengo hambre, Mamá, quiero unas galletas, Mamá, puedo salir a jugar, Mamá, vamos a la calle-, le tomó el rostro a la hermana en las manos y le preguntó, cuando hubo callado a sus hijos, No estarás embarazada, Irma. Ay, no, qué horror, cómo se te ocurre, estás loca, no lo digas ni en broma. La hermana no lo decía en broma. De inmediato fue a la recámara, sacó una prueba de embarazo y se la extendió a Irma. Hay que salir de la duda, le dijo. Irma, temblando, le tomó la cajita.
Esperaron los cinco minutos que había que esperar. La banda se había puesto rosa. Rosa es que sí o es que no, preguntó Irma, horrorizada. La hermana suspiró, aliviada. Que no, contestó, e Irma se derritió en la silla. Ah, no, espérate, ¿rosa? Irma volvió a erguirse, a temblarle las manos, a sentir que el mundo se le derrumbaba en la cabeza. Rosa es que sí, le dijo su hermana. Ay, no, gimió Irma, y se tapó la cara.
-Pero es maricón...
Le contó que le hizo un escándalo. Que le abrió la cabeza al muchachito del 4 -un jovencito flacucho e introvertido que siempre le pareció sospechoso- con un florero, que los sacó a los dos desnudos hasta el pasillo, para que los vecinos los vieran, mientras gritoneaba desde adentro, Maricones de mierda, hijos de puta, y le rompía plato por plato contra las paredes. Cuando hubo roto todo lo que pudo, sacó del ropero una maleta grande, con llantas, y metió dentro su ropa, sus papeles, su dinero, y se fue. Los vecinos ahí estaban, todavía en el pasillo, pero su marido y el vecino del 4 se habían metido en el departamento de éste, lo supo por el rastro de sangre, quién sabe si a continuar lo que la mujer loca les había interrumpido. El caso es que no la siguió, ni le salió al paso, ni le pidió perdón, ni nada. Por eso Irma, destrozada, no tuvo más remedio que acudir con su hermana.
Cuando llegó se empezaba a sentir mal. Pronto volvió el sudor, el mareo y las náuseas. La hermana le dio una pastilla, también la revisó, como la señora Lidia, y aterrada, quitándose a los niños de encima -Mamá, tengo hambre, Mamá, quiero unas galletas, Mamá, puedo salir a jugar, Mamá, vamos a la calle-, le tomó el rostro a la hermana en las manos y le preguntó, cuando hubo callado a sus hijos, No estarás embarazada, Irma. Ay, no, qué horror, cómo se te ocurre, estás loca, no lo digas ni en broma. La hermana no lo decía en broma. De inmediato fue a la recámara, sacó una prueba de embarazo y se la extendió a Irma. Hay que salir de la duda, le dijo. Irma, temblando, le tomó la cajita.
Esperaron los cinco minutos que había que esperar. La banda se había puesto rosa. Rosa es que sí o es que no, preguntó Irma, horrorizada. La hermana suspiró, aliviada. Que no, contestó, e Irma se derritió en la silla. Ah, no, espérate, ¿rosa? Irma volvió a erguirse, a temblarle las manos, a sentir que el mundo se le derrumbaba en la cabeza. Rosa es que sí, le dijo su hermana. Ay, no, gimió Irma, y se tapó la cara.
-Pero es maricón...
-Pero te metió el pito.
Justo en ese momento llegó el marido de la hermana, es decir, el cuñado de Irma, y con la pura mirada, sin decir una sola palabra, sin entrar siquiera en la cocina, Irma se encogió de hombros, levantó se maleta grande, con llantas, y se fue, desolada.
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[Segunda parte]
[Parte final]
Justo en ese momento llegó el marido de la hermana, es decir, el cuñado de Irma, y con la pura mirada, sin decir una sola palabra, sin entrar siquiera en la cocina, Irma se encogió de hombros, levantó se maleta grande, con llantas, y se fue, desolada.
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[Segunda parte]
[Parte final]
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