12/8/06

Buenas noches


No voy a negarlo, ¿para qué? Los odio. A los dos. Y a todos los que son igual que ellos: chuecos, torcidos, pervertidos. Odio cuando llegan juntos, riéndose de alguna estupidez. Odio que se callan de repente cuando me ven sentado en la entrada de mi casa, han de creer que los estoy esperando, pendejos. Como si no pudiera sentarme aquí a pasar el calor, es mi puta casa, puedo hacer lo que me venga en gana. Pero mi hijo cree que no… ¡Que se chingue! Son ellos los que vienen acá, los que invaden mi lugar, los que ensucian con sus porquerías lo que yo construí con mis propias manos. Y ahora resulta que por más que me encabrone, no puedo decir nada. Vienen acá y se encierran en el cuarto hasta que me voy a acostar. El pendejito que trae me ve, y enseguida desvía la mirada el muy maricón, y apenas me saluda con un solemne “Buenas noches”. Cabrón, puto. Yo sólo murmuro algo, cualquier cosa. Antes le contestaba, pero me cansé. La primera vez que él me dirigió la palabra a mí, me sorprendió. Pero bueno, yo no tengo por qué estar hablando con maricones.

A veces los oigo desde la esquina, cuando llegan temprano. Vienen saludando a quienes se les atraviesan, orgullosos de andar por ahí exhibiéndose, como reinas del carnaval. No les preocupa que los vean llegar y entrar a mi casa. Los vecinos se han de hartar hablando de mí, de cómo permito que pase esto en mi casa, estoy seguro, pero eso a mi hijo le importa un carajo. Otras veces llegan más tarde, cuando las calles ya están vacías y yo ya estoy acostado, intentando dormir, soportando esta puta rodilla que no me deja en paz la culera, y soy yo el único que los tiene que aguantar. Aunque, lleguen temprano o tarde, a mí es al que peor le va. Aguanto sus murmullos, sus risitas bobas, los chasquidos de sus puercos besos, las luces que van encendiendo por toda la casa. Pero eso no les basta. No les basta venir acá y hacer un escándalo. ¡Ojalá! Yo no los veo, pero hacen tanto ruido que es imposible no escucharlos… Cuando se meten juntos a la regadera, cuando salen al baño a mitad de la noche… Y escucho también los asquerosos ruidos que salen del cuarto. La cama moviéndose, los gritos ahogados, los gemidos… Que Dios los perdone, a los pobres.

Y, a pesar de todo eso que me hacen soportar, son ellos los que se ofenden. Antes podía tolerarlo, cuando era nada más mi hijo. Lo vi venir siempre, pues. Que no estaba bien el chamaco. Pero ya es otra cosa muy distinta que traiga a otro joto a vivir a la casa. A casa. Y él no entiende. “Hazle como quieras”, me dice el hijo de su reputísima madre. Y me amenaza con irse… Dice que se quedan acá nada más para no dejarme solo, pero que si sigo “haciendo mis caras” –así me dice–, se van a ir. ¡Pues qué mejor, que se larguen…! Aunque bueno… pensándolo bien… Claro, me gustaría que se largaran y me dejaran de poner en vergüenza, pero por otro lado…

Es que yo estoy solo, pues. No tengo a nadie más. Mi mujer me dejó hace años, mis hijas mayores ya están casadas, y ni nietos tengo para traerme uno, pues las muchachas son “modernas e independientes” –mamonas, ¿entonces pa’qué chingados se casaron?–, y el otro es puñal, así que tal vez no viva para ver mis nietos. Fíjate, ni en eso pudo complacerme el cabrón de mi hijo. El apellido se perderá, se acabó, mi único hijo jamás me dará nietos. Qué mierda. Y además, odio a los animales tanto como a los maricas, así que no habría mucha diferencia entre los putos y un chucho o un perico. Bueno, sí: el animal no podría lavarme la ropa, ni hacer el aseo, ni prepararme la comida. Y yo ya estoy muy viejo, chingado. Aparte, mi hijo fue el único que se quedó, a pesar de todo… Yo hice lo que pude para que todos se largaran a la verga, y él se quedó, no sé por qué. Siempre se quedaba. Y pues… no está tan mal. Ya me acostumbré.

Tal vez tenga razón, hombre. No debería ponerme así. Su noviecito no es tan malo, después de todo. A veces me trae bolis de la tienda. En mi cumpleaños me regaló una cachucha. Me tiene tanto miedo que nunca me ha dado nada personalmente, todo lo manda con mi hijo… ¡Ja ja ja! Está bien, que me respete el cabrón. En todo el tiempo que lleva aquí –y ya es bastante…–, lo único que me ha dicho es “Buenas noches”. Tal vez tenga razón mi hijo y sea mejor callarme. ¿Qué me puede pasar? Es que no entiendes, pues, lo feo que es ponerse uno viejo y quedarse solo, solo… Viéndolo así, hasta un simple “Buenas noches” te alegra, un poco, el corazón… Aunque venga de un maricón… Bueno, algo es algo.

(FIN)

3 comentarios:

  1. Pobre viejo homófogo, que tiene que comerse sus fobias y prejuicios con la cuchara grande de la sopa. La vida da estas amargas sorpresas, al final del camino todo tu mundo da la vuelta.
    Gran relato.

    Salut

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  2. Llegué aquí de puritita casualidá. Buen texto. Sólo una cosa, el personaje del padre, necesitas agregarle elementos que abonen a su verosimilitud.. habla casi como un muchacho, y no como un hombre maduro.. incluso tratandose de un monólogo interior, creo que dice cosas que un viejo no diría... intenta cambiar el relato a segunda persona, verás que cosas interesantes suceden.. te permite, como narrador, tomarte muchas licencias, y al mismo yiempo mantienes un nivel de intimidad suficiente con los personajes al hablarles directamente como si fueses la voz de su consciencia..

    saludos.

    obravo

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  3. ¡Qué mona! Un viejo huraño y enojón... qué chida historia.

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