
Dice mi madre que toda la vida he sido un maldito grosero, y que así nunca voy a llegar lejos, que pasaré el resto de mis días con el sueldo miserable que tengo, que nunca podré mantener una familia y que, a pesar de ser “tan guapo”, moriré solo y amargado en un departamento pestilente. Sin embargo, mi intención nunca ha sido ser grosero. Yo sólo digo lo que creo. Además, ¿qué esperaba este cliente hijo de puta? ¿Que me pusiera a aprobar todo lo que decía como si me creyera sus mentiras? ¿Que podía llegar al local como si nada, a preguntarme por quién voy a votar, y a tratar de convencerme de que su candidato puede salvar al país de la ruina a la que ya está condenado? Mire, le dije, no me venga con chingaderas, la política es el arte de no decir la verdad entera, y le empecé a dar un sermón tan florido sobre los candidatos, que me sorprendí de los tantos adjetivos descalificativos que sabía. El sujeto dejó el periódico en el mostrador, muy enfadado, iracundo, diría yo, y me dijo, así nada más, “Come mierda”.
Eso me puso a pensar. Nadie nunca me lo había dicho de esa forma, tan seria, tan repleta del auténtico deseo de que yo fuese a un excusado tapado y hundiera la cara en él, aspirando como desquiciado las heces acumuladas. Lo vi alejarse, pensé en preguntarle, ¿le gustaría verme? Pero me contuve. Seré muy grosero, como dice mi madre, pero aún converso un poco, sólo un poco, de pudor. Y no es que sea gay, o bueno, no sé, pero me da igual que quien me observe sea hombre o mujer. Nunca he sido selectivo en ese aspecto.
Sé que suena raro, pero jamás fui el hombre más normal del mundo. Insisto: son más raros los que aceptan mis propuestas. ¡Se ven tan cómicos! Desnudos, en cuclillas en un rincón, pujando hasta que expulsan un par de cerotes. Una o dos veces me dejaron que los limpiara con mi lengua, me parecía un desperdicio, la verdad; los demás decían que les daba asco, pero yo sé que no, sólo tenían miedo de descubrir que, como yo, eran unos pervertidos. Yo nunca los obligué a mirar, sólo les pedía que cagaran frente a mí. Hasta ahora, ninguno ha querido hacerlo en mi boca, esa es mi única fantasía incumplida, pero algo es algo, debo conformarme. La única condición era: yo te cumplo tu fantasía, y tú la mía. Sólo no he aceptado hacerlo con un anciano, me parece repugnante. Pero me desvío…
Decía que mis parejas cagaban y se apartaban lo más que podían de mí. Repito, nunca los obligué a mirar, y muchos decían “no quiero ver”, pero mientras yo me moría del placer atragantándome de mierda, volteaba de reojo y los descubría mirándome horrorizados. Eso, por alguna razón, me excitaba aún más. Y si vomitaban era la gloria. Alguna vez pensé en beberme el vómito, pero el olor es asqueroso, no conseguí que atravesara mi garganta. Algunos, mujeres en su mayoría, comenzaban a llorar, se vestían y se iban. ¿Qué pasaría por sus cabezas? ¿Remordimiento por prestarse a prácticas tan poco ortodoxas? ¿Deseos reprimidos que afloraban al mirarme? Qué sé yo, y no me importa. Yo me quedaba a gatas, en un orgasmo que se extendía hasta quitar con mi lengua el último pegoste de mierda embarrado en el suelo… Lo saboreaba, y me dejaba caer, satisfecho.
No, jamás me he comido mi propia caca. No sé, no me llama la atención. Sólo me gusta la de otros. Y es por eso, y no por otra cosa, que conseguí este empleo en la central de autobuses. Porque ya no soy el jovencito guapo que mi madre conserva en su deteriorada memoria. Me voy poniendo viejo, arrugado, panzón, y no puedo conseguir tantas parejas como antes, mucho menos que se presten a hacer lo que en verdad me atrae del sexo. Todo lo demás me parece tan típico y aburrido. Y eso que he probado de todo… Bien, me desvió de nuevo.
Decía que aquí en la central, el servicio de baños es pésimo, y los enfermos del estómago son bastantes. Todos los días hay, al menos, dos excusados tapados, rebosando una mierda espesa y pastosa, de una consistencia incomparable. De noche, al cerrar el local, me voy como si nada al baño, y me doy mi banquete de placer.
(FIN)[De la serie "Perversiones"]