Había olvidado cómo es que le rompan a uno el corazón.
Mal día para recordarlo (del carajo).
27/4/10
24/4/10
Pedro el apóstol [Segunda parte]
[Uno de esos es Pedro. Según]
Aprovechó unos matorrales altos y espinosos a las afueras de la ciudad para esconderse mientras transcurría el tercer día. Quizá si rezaba y demostraba su fe redimida, el cuerpo del maestro cobraría vida, tal y como había dicho. Pasó las largas horas de aquel lúgubre día entre vómitos por la peste y azotándose con una rama de espinas, mientras repetía todas las oraciones y plegarias que Jesús les había enseñado, sin resultados. Lo único que llamaba eran las moscas y los buitres que, esperanzados ante un posible doble banquete, hacían círculos sobre la cabeza de Pedro. Lloró, gritó, imploró, pero nada funcionó. Llegada la noche, Pedro cazó unas lagartijas y se las comió crudas, junto con un par de frutos silvestres. Al siguiente día repitió lo mismo, y al siguiente también, hasta que se convenció que el maestro no cumpliría su palabra. Es culpa mía, lloraba desconsolado.
Cubrió el cadáver con ramas y hojas secas, y cuando se alejaba, vio cómo los buitres se daban el festín de su vida. Anduvo por los caminos, asaltando viajeros y escondiéndose, durante casi una semana, hasta que escuchó, en un pueblo vecino, la noticia que estaba en boca de todos: que el nazareno que decía ser hijo de dios había resucitado, que se le había aparecido a su madre y que andaba todavía por ahí, curando lisiados y predicando el amor, como en los viejos tiempos. Al llegar tales nuevas a los oídos de Pedro, no pudo hacer otra cosa que robar un par de ropas limpias e ir en busca de María.
La mujer, aunque madura, todavía no podríamos decir que era una anciana, pero ya los estragos de la edad empezaban a hacerle mella. Se estaba quedando con su hijo mayor en una posada a las afueras de Jerusalén, no fue difícil dar con ella. El hijo, al principio, no dejó que Pedro estuviera a solas con María, pero cuando Pedro se quitó la capucha y enseñó el rostro, cambió de parecer al reconocerlo. Ya en la recámara, Pedro preguntó, Es verdad que has visto al maestro, y María de Nazaret respondió, Sí, otras mujeres y yo fuimos a su tumba, hace unos días, y nos habló, me habló. Dónde lo viste, cómo te habló, le preguntó Pedro, impaciente, y la mujer respondió, Lo sentí en mi corazón, estaba vivo Simón Pedro, vivo, tal como lo prometió. Pedro no tardó en reconocer el brillo de la locura en los ojos de la mujer, y después de decepcionarse, pensó que podía sacar algo de provecho. Asomado a la ventana, miraba la calle polvorienta y la gente viviendo sus vidas, como si el drama de días pasados fuese un cuento lejano y olvidado, como si su propio tormento no le interesara ni al creador de todas las cosas, cuando María lo abrazó por detrás, Eres tú, hijo mío, eres tú, estás vivo, mientras lloraba de alegría. Pedro tuvo que abofetearla para que lo soltara, Qué ha pasado, preguntó María, y Pedro, benévolo, le respondió, El maestro estuvo aquí, mientras la tranquilizaba.
Tuvieron que huir de la ciudad ante las amenazas de los fariseos. Pero se reunieron con los otros apóstoles en pueblos vecinos, y Pedro contaba cómo se le había aparecido Jesús mientras andaba vagando en el descampado, y luego como lo había vuelto a ver en el cuarto donde se quedaba María, mientras la mujer corroboraba la información añadiendo que les había mostrado, además, las heridas de los pies y las manos, y que olían a perfume de rosas. Algunos de los discípulos también percibieron el destello de sin razón en la mirada de María, pero comprendieron lo que tenían que hacer. Era su deber divino, como discípulos elegidos por el hijo de dios, convertir en verdad la promesa que les había hecho antes de morir. Costara lo que costara, enfrentándose a la persecución y a la muerte. En eso, se convencieron, consistía la verdadera fe: en ser martirizados, justo como su maestro, y ascender a las alturas, como después juraron, habían visto hacerlo a Jesús, todavía presumiendo sus heridas. Nunca le preguntaron a Pedro lo que realmente había pasado con el cuerpo, y él, a la hora de la muerte, ya no lo recordaba. En sus últimas horas, sólo alcanzaba a repetir, Lo vi subir al cielo, lo vi subir, yo lo vi.
[FIN]
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[Primera parte]
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4/4/10
Pedro el apóstol [Primera parte]
[Jesús y el ángel durante el desfile del jueves en la pasión según los iztapalapenses]
1.
Una mujer se abrió paso entre la multitud, gritando, empujando, vuelta loca, con manchas de mugre en la cara por las lágrimas y el sudor, preguntando por Pedro. Simón Pedro, el discípulo del nazareno, especificaba, cuando la gente alrededor, alborotada en la calle, le preguntaba, Qué Pedro. Al fin lo encontró, oculto en la oscuridad de una esquina. Su escándalo había puesto todas las miradas de la calle en ella. Pedro, le dijo, Pedro, aquí estás, vamos, rápido, han apresado a Jesús. Pedro miró alrededor. La gente los observaba, atentos. Un hombre que, hace apenas un instante, había puesto en duda su identidad, le clavó los ojos y sonrió, Con que sí, eh, mentiroso, te han expuesto. Abrumado por aquello, Pedro no tuvo más remedio que contestar, Yo no soy Pedro. La mujer se quedó totalmente pasmada, De qué hablas, no es tiempo de bromas, nuestro maestro está preso y, un empujón, zas, hasta el suelo, la mujer no lo vio venir, Déjame en paz, no conozco a ese hombre. Ante las expresiones de asombro de la gente, qué hacía tanta gente aquí en la madrugada, nada más que alimentar el morbo de ver al que había entrado, días atrás, triunfante en la ciudad, ahora preso, como un vil delincuente, y sus discípulos perseguidos, añadámosle a este espectáculo la cobardía de quienes han quedado expuestos, y que al mismo tiempo tampoco tienen el valor para huir, como esta rata que ahora se aleja, no conforme con negar a su líder, encima ataca a una inocente mujer en la vía pública, Es una prostituta, lo tiene bien merecido, apoyaban algunos, pero los murmullos fueron acallados en un santiamén por el canto sobrenatural de un gallo, que retumbó por todas las calles y en todos los oídos, luego otro, y otro, y entonces la gente pensó que todos los gallos de la ciudad habían empezado a cantar al mismo tiempo, un canto desesperado y acusador, algo así como No juegues conmigo, Pedro, que soy el hijo de dios.
Hasta entonces, Pedro decidió huir al descampado. Desde lejos vio cómo conducían a su maestro hasta el Gólgota, cómo los romanos lo clavaban en la cruz y le encajaban una lanza, cómo la madre, hecha pedazos, lloraba sobre el cuerpo inerte y bañado de sangre. No hizo nada porque, había dicho Jesús, esto tenía que pasar, y para demostrarle a los simples mortales que en verdad era el hijo de dios y no otro lunático hablador cualquiera, resucitaría al tercer día. Luego de que vio cómo le clavaban la lanza, atravesándole el pecho, Pedro dudó que su maestro fuese capaz de traer de nuevo a la vida su propio cuerpo vuelto una piltrafa. Pero esperó. Siguió a las tropas que llevaron el cuerpo a la tumba que les habían conseguido, y luego vio a los guardias que custodiaban la entrada, al acecho de los discípulos prófugos, pues era por todos sabido que tarde o temprano intentarían venir a la tumba del amado maestro.
Pedro dormía a la intemperie, presa del hambre y el remordimiento, se atormentaba pensando que la única razón por la que su maestro no resucitaría sería su falta de fe. Haberlo negado, haberle dado así la espalda, haberle traicionado peor que Judas Iscariote, era imperdonable. Lo único que podía hacer era resucitarlo con sus propias manos. En la madrugada del tercer día, tomó por sorpresa a uno de los guardias que orinaba alejado de sus compañeros, entre las piedras, le arrebató su espada y lo degolló, inyectado de valor por su tormento mental. Se puso el casco y la capa del romano y, así disfrazado, pudo acercarse al resto de los guardias con sigilo y aniquilarlos de uno por uno, en silencio. Luego movió la piedra que cubría la tumba de Jesús, algo ciertamente más difícil que sacarle las tripas a los romanos. Tomó una antorcha y entró a la tumba. Aguantó la respiración para no desmayarse por el fétido olor, y luego, sacando fuerzas divinas, seguramente provistas por su señor, cargó el cadáver, rígido, en su espalda, y lo sacó de ahí. Cuando las mujeres vinieron, al amanecer, y vieron la tumba vacía y los cuerpos de los guardias regados por todos lados, salieron gritando excitadas, Ha cumplido su palabra, el maestro ha resucitado.
[Continúa]
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[Segunda parte]
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