
[Para Tony, por la injusticia de su vida truncada]
No quiere abrir la puerta. El aire fresco del interior del coche es, con seguridad, mucho más acogedor que los casi cuarenta grados que lo esperan en la calle. Son casi las doce y el calor apenas empieza a mostrarse tal cual es, sin la menor consideración por los nobles habitantes del puerto. Mejor me voy, piensa, a tomar un refresco al sanborn's, al cabo no tengo citas hoy. Una sonrisa le llena la cara. Busca su celular, marca un número, es el primero que se ha aprendido de memoria. Aguarda. Hola, soy yo, cómo estás, vamos al sanborn's, sí, sí, estoy aquí, pero no quiero abrir hoy, no tengo citas, y pensaba, ah, sí, no me acordaba, a qué hora sales, bueno, te espero, paso por ti... te amo, adiós. Cuelga y suspira. Hacía mucho que no estaba enamorado, y a pesar de que sus súbitos planes se han frustrado, o más bien, desplazado hacia horas más lejanas, se siente feliz. Ni hablar. Toma las llaves, se pone sus lentes oscuros y de un salto sale al cruel mundo exterior. Pone la alarma mientras se aleja de su camioneta nueva, la verdad le ha ido bien en el trabajo, no puede quejarse. Sin sospecharlo, a unos pocos metros de ahí, dos hombres y una mujer lo observan sigilosos enfilarse hacia el local.
Lo primero que hace, como cualquiera lo haría, es prender el aire acondicionado. Cierra con llave por dentro, es hora que la cerradura no sirve. Se deshace de sus lentes, de su mochila y de las llaves. Enciende la computadora, verifica el teléfono. El silencio de aquí dentro le causa algo de tristeza. Hay días así. En que nadie asoma las narices ni para saludar, en que se pasa todo el día solo, con la única conversación de sus clientas. Quizá otra vez contrate un asistente, sólo para tener a alguien con quién conversar en estos días. Lo que de veras pesa no es la soledad, sino la sensación de que está envejeciendo. Que sus amigos jóvenes no quieren más estar con él, que sus amigos viejos han empezado a hacer amigos jóvenes, o se han ido de la ciudad, o simplemente, lo han olvidado. Este tiempo, inclemente, irremediable, que parece derretirse como todo lo demás, se vuelve viscoso, insoportable. Se sienta frente a la computadora, y busca las fotos de su viaje a Europa. Aquello sí era mundo, carajo. Mira esos paisajes, esos árboles, esas nubes, esa gente. No hay comparación, y nunca la habrá, siempre se ha preguntado por qué dios, si es que existe, lo hizo nacer en un pueblo insignificante que nunca llegará a su nivel. Ahora ya ha pasado su tiempo. No le queda más que resignarse.
En el mensajero virtual, los de siempre lo saludan medio distraídos. Estarán viendo pornografía o bajando videos de sus bandas favoritas, como nacos que son. Les responde también distraído. Sí, se me hizo tarde, es que no tengo citas, hay días así, no, no me aburro, tengo mucho qué hacer. Suena el teléfono. Mira el reloj. Doce veintisiete. Aún faltan cinco horas para el que será el mejor momento de este día. Alza la bocina, es una mujer, preguntando si hoy tiene libre, Seguro, a la hora que quieras, sí, a las tres, o si quieres llegar antes no hay problema, muy bien, chao. Se asoma por la puerta de vidrio que da a la calle desierta, sólo para ver el cielo brillante y el asfalto caliente. Se recuesta en el sofá del fondo. Y piensa en el amor. En lo que se pudo haber perdido si no le hubiese dado otra oportunidad, en lo mucho que puede cambiar una persona enamorada, y pasar de ser un borracho, flojo y vago, a un hombre de bien, ya con tres meses de ayudante de cocinero, no será el mejor trabajo pero es algo honesto, así hay que empezar, desde cero, sobre todo si antes no había llegado a ningún lado, le da gusto, que lo haya hecho por sí mismo, y se alegra de ser el motor de una transformación tal, ser la inspiración de alguien, compartir sueños, recuerdos, sensaciones...
Se despierta de golpe, ante los insistentes golpes a la puerta de vidrio de la calle. Mira el reloj. Dos cuarenta y dos. Vaya, se ha quedado dormido. Vuelven a tocar. Se levanta, se peina el cabello, se estira, se acomoda la camisa. Tocan de nuevo. Ya voy, ya voy. Al otro lado de la puerta de vidrio, hay una mujer y dos hombres. Debe ser la clienta que habló hace rato. Abre la puerta. Hola, buenas tardes, pasen, pasen que afuera hace mucho calor. Luego que pasan, vuelve a cerrar. Y bueno, qué vas a querer, le dice a la mujer, pero al observar a sus presuntos clientes, se da cuenta que no parecen estar dispuestos a cortarse el cabello. La mujer se ve pálida, sudorosa, y los hombres miran a la calle, nerviosos, uno no tiene ni veinte años, otro ya debe tener unos treinta. El más joven, sin duda, es bastante apuesto. Quizá se han incomodado por las fotografías de los modelos desnudos en las paredes. Bueno, qué esperaban. Mija, qué te hago, insiste Tony. No venimos a eso, le dice ella. Uno de los hombres, el mayor, saca una navaja para afeitar y se la muestra. El dinero, cabrón, dónde lo tienes.
Levanta las manos, para evidenciase indefenso. Cálmense, se los voy a dar. Pasa entre ellos despacio, pero el que trae el arma lo apresura. Ándale, culero, no tenemos todo el día. Tembloroso, Tony les da la espalda y busca el tubo de cartón donde esconde el fondo. Recuerda que lo acaba de depositar en el banco hace tres días, por lo que ahora no hay mucho. Seiscientos pesos, nada más. Es todo lo que tengo aquí, les dice, mientras les entrega los billetes. No mames, cabrón, nada más, le dice el más joven, enojado. La mujer mira hacia afuera, pero a esta hora, la calle está más sola que nunca. Creo que en mi cartera tengo más, les dice, y una vez más, pasa entre ellos, cruza el salón hacia la parte de atrás, busca su mochila junto a la computadora. Sólo trae doscientos, y sus tarjetas de crédito. Tomen, tomen, es todo lo que tengo. Vale madre, dice el más joven, ya güey, vámonos, vámonos. La mujer está dispuesta a irse cuanto antes. Tony sigue con las manos alzadas. Pero el hombre de la navaja, furioso, se acerca a él y lo toma del cuello, por atrás. No, no, por favor, le dice Tony. Las llaves de tu camioneta, pinche puto, dámelas. Tony obedece. Es todo lo que tengo, por favor, es todo. La mujer ya ha abierto la puerta y sale del local, apurada. El de veinte años también, y le dice, Ya, güey, vámonos. Tony cierra los ojos, el hombre no lo suelta, respira agitado, le aprieta el cuello con una mano y con la otra sostiene la navaja cerca de su oreja. No sabe si por los nervios o el terror, Tony cree sentir en el muslo la erección de su captor. Él se da cuenta, le dice, Pinche puto, y le corta el cuello. Tony cae al suelo, desangrándose, y a los pocos minutos, muere sin remedio.
(FIN)
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